El desayuno era siempre el mismo. Gachas de avena —que Valancy detestaba—, tostadas y té, y una cucharadita de mermelada.
La señora Frederick pensaba que dos cucharaditas eran una extravagancia, pero a
Valancy tal cosa no le importaba demasiado porque también odiaba la mermelada.
El pequeño comedor, frío y lúgubre, estaba más frío y lúgubre que de costumbre, y la lluvia caía al otro lado de la ventana. Los antepasados Stirling lanzaban miradas desde lo alto de las paredes, atrapados en horribles marcos dorados demasiado grandes para las imágenes. ¡Y a pesar de todo, la prima Stickles le deseó a Valancy un feliz cumpleaños!
—¡Siéntate derecha, Doss! —Fue todo lo que su madre le dijo. Valancy se irguió en la silla. Hablaba con su madre y la prima Stickles de las
cosas que siempre hablaban. Nunca se preguntó qué pasaría si tratase de hablar de otra cosa. Lo sabía perfectamente, y por eso nunca lo hizo.
La señora Frederick estaba furiosa con la Providencia por haber enviado un día de
lluvia cuando quería ir a un picnic, de modo que tomó su desayuno en un malhumorado silencio por el cual Valancy se sintió profundamente agradecida. Pero Christine Stickles se lamentó sin descanso, como era su costumbre, quejándose de todo: del tiempo, de las filtraciones de agua de la despensa, del precio de la harina de avena y la mantequilla
—Valancy tuvo la sensación de que había untado demasiada mantequilla en su tostada—, de la epidemia de paperas de Deerwood…
—Doss seguro que se contagiará —predijo.
—Doss no debería ir a ningún sitio en el que pueda contagiarse de paperas —dijo
la señora Frederick secamente. Valancy nunca había tenido paperas, tos ferina, varicela o sarampión, ni ninguna otra enfermedad que debiera haber padecido, salvo unos terribles resfriados cada invierno. Los resfriados invernales de Doss eran una especie de tradición en la familia, y nada, al parecer, podía impedir que los padeciera. La señora Frederick y la prima Stickles hacían todo lo heroicamente posible por evitarlos, e incluso un invierno mantuvieron a Valancy enclaustrada en casa de noviembre a mayo, en la caldeada sala de estar, sin permitirle siquiera ir a la iglesia. No obstante, Valancy contrajo un resfriado tras otro y llegó a tener bronquitis en junio.
—Nadie de mi familia ha padecido algo así —dijo la señora Frederick; lo cual implicaba que tal cosa debía ser un defecto de los Stirling.
—Los Stirling rara vez se resfrían —replicó la prima Stickles con resentimiento. Ella había sido una Stirling.
—Yo creo que si alguien decide no contraer un resfriado, no lo hará.
Así que ese era el problema. Todo era culpa de Valancy.
Pero esa mañana en particular el agravio que más insoportable le resultaba a Valancy era que la llamaran Doss.
Lo había sufrido durante veintinueve años y, de
pronto, sintió que ya no podía soportarlo más. Su nombre completo era Valancy Jane.
Y aunque Valancy Jane resultaba bastante terrible, a ella le gustaba «Valancy», por su toque extraño y exótico.
A Valancy siempre le había resultado sorprendente que los Stirling hubieran
consentido en bautizarla de ese modo. Le habían contado que su abuelo materno, el viejo Amos Wansbarra, había elegido personalmente ese nombre para ella. Su padre había añadido el Jane para refinarlo un poco, y todo el clan había eludido el problema
apodándola «Doss».
Salvo los extraños, nadie la llamaba Valancy.
—Madre, ¿le importaría llamarme Valancy a partir de ahora? —preguntó tímidamente—. Doss me parece tan… tan… No me gusta nada.
La señora Frederick miró a su hija con asombro. Llevaba unas gafas de lentes muy gruesas que le conferían a sus ojos un aspecto particularmente desagradable.
—¿Qué problema tiene «Doss»?
—Ese nombre… me parece tan infantil —titubeó Valancy.
—¡Oh! Ya veo —la señora Frederick había nacido Wansbarra, y la sonrisa
Wansbarra no auguraba nada bueno—. Muy bien, pues justamente por esa razón debería encajar contigo. Ciertamente, eres demasiado infantil, mi querida niña.
—Tengo veintinueve años —exclamó la querida niña desesperada.
—Yo no lo gritaría a los cuatro vientos si estuviera en tu lugar, querida —dijo la
señora Frederick—. Yo ya llevaba casada nueve años cuando cumplí veintinueve.
—Y yo me casé a los diecisiete —añadió con jactancia la prima Stickles.
Valancy les dirigió una mirada furtiva. La señora Frederick, a pesar de aquellas horribles gafas y su nariz ganchuda, que la hacía asemejarse más a un loro que un loro en sí mismo, no tenía mal aspecto. A los veinte años debía haber sido bastante
bonita. ¡Pero la prima Stickles! Y sin embargo, hubo un tiempo en el que Christine Stickles había resultado atractiva a los ojos de un hombre. Valancy sintió que la prima Stickles, con su cara ancha, plana y arrugada; un grano justo al final de su regordeta
nariz; los pelos encrespados de la barbilla; el arrugado cuello amarillo; los ojos
pálidos y saltones, y la boca delgada y arrugada, tenía aún esa ventaja sobre ella, y el derecho a menospreciarla. E, incluso en ese momento, la prima Stickles era
necesaria para la señora Frederick.
Valancy se preguntó lastimosamente cómo sería que alguien te quisiera, que alguien te necesitara. Nadie en el mundo la necesitaba, ni
se lamentaría su pérdida si ella desapareciera. Era una verdadera decepción para su madre. Nadie la amaba, y nunca había tenido nada parecido a una verdadera amiga.
«Ni siquiera tengo talento para la amistad», se había reconocido a sí misma, consternada.
—Doss, no te has comido las cortezas —dijo la señora Frederick en tono de reprimenda.
Llovió toda la mañana sin interrupción, y Valancy comenzó a remendar las piezas
de una colcha. Valancy odiaba remendar dichas piezas, y además no había necesidad alguna de ello, pues la casa estaba llena de colchas. Había tres grandes baúles llenos de ellas en el desván. La señora Frederick almacenaba las colchas desde que Valancy tenía diecisiete años, y continuó acumulándolas en el tiempo aunque no parecía probable que Valancy pudiera necesitarlas. Pero Valancy debía ponerse a la obra y los materiales más lujosos eran demasiado caros. La ociosidad era un pecado capital en el hogar Stirling. Cuando Valancy era una niña debía apuntar todas las noches en un cuaderno negro, pequeño y odioso, todos los minutos de ocio que había tenido durante el día. Los domingos su madre la hacía calcular el total, y le exigía que rezara por el tiempo perdido.
En aquella mañana tan especial de aquel día en el que el destino de Valancy iba a cambiar, la joven solo había disfrutado de diez minutos de ociosidad.
Al menos la señora Frederick y la prima Stickles lo habrían llamado de ese modo. Valancy subió a su habitación para buscar un dedal más apropiado y abrió Thistle Harvest al azar, con cierto sentimiento de culpabilidad.
Los bosques son tan humanos —escribía John Foster—, que para
conocerlos, es necesario vivir en ellos. Un paseo ocasional por sus
delimitados senderos no nos permitirá conocer sus interioridades. Si
deseamos su amistad, debemos buscarla y ganárnosla con frecuentes y respetuosas visitas, a todas horas del día; mañana, tarde y noche; y en todas
las estaciones; primavera, verano, otoño e invierno. De otro modo, nunca llegaremos a conocerlos realmente, y toda persona que pretenda lo contrario
no logrará su propósito. Los bosques tienen su propia y efectiva manera de mantener a los extraños a distancia, y de cerrar su corazón a los meros turistas ocasionales. Es inútil tratar de descubrir el bosque por una razón que no sea sino el profundo amor que nos inspira, pues de otro modo se replegará
de inmediato y ocultará a nuestros ojos todos sus viejos y dulces secretos.
Pero si sabe que acudimos a él porque lo amamos será muy amable con nosotros y nos regalará todos sus tesoros de belleza y placer, que no pueden
comprarse ni venderse en mercado alguno. Porque el bosque, cuando se entrega, se entrega pródigamente y sin reservas hacia sus auténticos adoradores. Es preciso acudir al bosque con amor y humildad, paciencia y atención, y descubriremos la conmovedora belleza que se esconde en sus
tierras salvajes y sus silenciosos claros, bajo un manto estrellado o en la puesta de sol; descubriremos, así mismo, las melodías sobrenaturales
resonando sobre las ramas envejecidas de los pinos o canturreando
dulcemente en los bosquecillos de abetos; y también los delicados perfumes que exhalan los musgos y los helechos en los rincones más soleados o en los arroyos más húmedos; y qué sueños, mitos y antiguas leyendas los habitan aún.
Y entonces, el inmortal corazón del bosque se fusionará con el nuestro y su vida sutil penetrará a hurtadillas en nuestras venas y nos hará suyos para siempre, de modo que, sin importar a dónde vayamos, o qué lejos nos transporten los caminos de la vida, siempre regresaremos al bosque para encontrar nuestra afinidad más perdurable.—Doss —llamó su madre desde el salón de la planta baja—. ¿Qué estás haciendo sola en tu habitación?
Valancy dejó caer el ejemplar de Thistle Harvest como si se tratara de unas brasas
ardientes y huyó escaleras abajo hacia sus parches de tela; en cualquier caso, sintió la extraña alegría de espíritu que siempre la embargaba cuando se sumergía en alguno de los libros de John Foster. Valancy no conocía gran cosa sobre los bosques, salvo las arboledas encantadas de roble y pino que rodeaban su Castillo Azul. Pero siempre los había anhelado en secreto, y un libro de John Foster sobre los bosques era la segunda mejor opción tras los bosques mismos. A mediodía dejó de llover, pero el sol no salió hasta las tres. Entonces Valancy dijo tímidamente que pensaba ir a la parte alta de la ciudad.
—¿Y por qué razón quieres ir a la parte alta? —preguntó su madre.
—Quiero sacar un libro de la biblioteca.
—Ya fuiste a buscar un libro a la biblioteca la semana pasada.
—No; fue hace cuatro semanas.
—¿Cuatro semanas? ¡Tonterías!
—Ciertamente, así fue, madre.
—Te equivocas. No es posible que hayan pasado más de dos semanas. No me gusta que se me contradiga; y, en cualquier caso, no veo para qué querrías sacar otro libro. Desaprovechas demasiado tiempo con la lectura.
—¿Qué valor puede tener mi tiempo? —preguntó Valancy amargamente.
—¡Doss!, no me hables en ese tono.
—Necesitamos té —dijo la prima Stickles—. Podría ir a buscarlo ella, si quiere dar un paseo; aunque este tiempo tan húmedo no es bueno para los resfriados. Argumentaron sobre el asunto durante unos diez minutos más y, finalmente, la señora Frederick consintió, más bien a regañadientes, la salida de Valancy.
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El Castillo Azul
RomansaLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...