XXIII

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Durante una de sus noches de insomnio, Cissy le relató a Valancy su triste historia. Ambas estaban sentadas junto a la ventana abierta. Cissy no podía recuperar el aliento al acostarse aquella noche.
Una gibosa luna sin gloria se cernía sobre las colinas boscosas y, bajo aquella luz espectral, Cissy aparecía frágil y hermosa e increíblemente joven. Una niña. Parecía imposible que pudiera haber experimentado toda la pasión, el sufrimiento y la vergüenza de aquel relato.
—Él había hecho escala en el hotel al otro lado del lago. Solía venir en su canoa cada noche y nos reuníamos bajo los pinos, cerca de la orilla. Era un joven estudiante universitario; su padre era un caballero muy rico que vivía en Toronto. Oh, Valancy, yo no tenía intención de ser mala… No la tenía, ciertamente. Pero le quería… le quiero todavía… siempre le querré. Yo no sabía ciertas cosas… no entendía. Entonces llegó su padre y se lo llevó. Y después de un tiempo… descubrí… Oh, Valancy, estaba tan asustada que no sabía qué hacer. Le escribí y regresó. Él… él dijo que se casaría conmigo, Valancy.
—Y entonces, ¿por qué… por qué…?
—Oh, Valancy, ya no me amaba. Pude verlo de inmediato en sus ojos. Él… él solo me propuso matrimonio porque se sentía obligado… porque sentía compasión por mí. No era malo… pero era tan joven… Y, ¿quién era yo para obligarle a seguir amándome?
—No te molestes en excusarle —dijo Valancy secamente—. ¿De modo que decidiste que no te casarías con él?
—No pude. No cuando él había dejado de amarme. De alguna manera, no
puedo explicar por qué me parecía peor casarme en tales circunstancias… que no hacerlo. Él protestó un tiempo, pero finalmente se fue. ¿Piensas que hice bien, Valancy?
—Sí, creo que hiciste bien. Tú hiciste bien. Pero él…
—No le culpes, querida. Por favor, no lo hagas. No es necesario seguir hablando de él en absoluto. Solo quería que supieras lo que había pasado… No quería que
pensaras que soy una mala chica…
—Nunca lo he pensado. —Sí, lo sentía así… cada vez que te veía. Oh, Valancy, nunca podría explicarte lo importante que has sido para mí. Dios te bendecirá por ello; sé que lo hará… por los medios que estime conveniente.
Cissy lloró durante algunos minutos en los brazos de Valancy. Luego se enjugó las lágrimas.
—Bueno, eso es casi todo. Finalmente regresé a casa y, ciertamente, no fui tan infeliz. Imagino que debería haberlo sido, pero no lo fui. Padre no fue duro conmigo, y mi bebé era tan dulce, Valancy, con unos ojos azules preciosos, pequeños bucles de
oro suaves como el hilo de seda, y unas diminutas manitas regordetas. Tenía la costumbre de mordisquear dulcemente su carita satinada por todas partes… con
cuidado, para no hacerle daño, ya sabes…
—Lo sé —dijo Valancy estremeciéndose—. Lo sé… una mujer siempre sabe… y sueña…
—Lo era todo para mí. Nadie más tenía derechos sobre él. Cuando murió, oh, Valancy, pensé que yo también debía morir… No sé cómo alguien puede soportar una
angustia tan grande y seguir viviendo. Mirar sus hermosos ojitos y saber que nunca los abriría de nuevo… recordar su pequeño y cálido cuerpo acurrucado contra el mío durante la noche y pensar en él durmiendo solo, helado, con su pequeño rostro bajo la tierra dura y gélida. El primer año fue terrible… después el sufrimiento fue
disminuyendo, uno deja de pensar «este día del año pasado…» y fui muy feliz al saber que me estaba muriendo.
—¿Quién podría soportar la vida si no fuera por la esperanza de una muerte
futura? —murmuró Valancy dulcemente.
Era, ciertamente, una cita de un libro de John Foster.
—Me alegra haberte contado todo esto —dijo Cissy suspirando—. Quería que lo
supieras.

Cissy murió un par de noches después de esta confesión. Abel el Aullador no estaba en casa. Cuando Valancy vio el cambio que se había operado en el rostro de
Cissy quiso llamar al médico. Pero Cissy no se lo permitió.
—¿Por qué deberíamos llamarlo, Valancy? No puede hacer nada por mí. Sé desde hace días que… esto… iba a llegar pronto. Déjame morir en paz… sosteniendo mi mano. Oh, estoy tan feliz de que estés aquí. Dile adiós a mi padre por mí. Siempre ha
sido tan bueno conmigo como ha sabido… Y Barney… En cierto modo, pienso que Barney…
Un espasmo de tos la interrumpió y la dejó exhausta. Se quedó dormida, después de todo, sosteniendo la mano de Valancy. Valancy se sentó en silencio. No sintió miedo… ni compasión, incluso. Cissy murió al amanecer. Abrió los ojos y pareció mirar más allá de Valancy… hacia algo… algo que la hizo sonreír repentina y felizmente. Y sonriendo, murió.
Valancy cruzó las manos de Cissy sobre el pecho y fue a abrir la ventana. En el cielo, al este, en mitad de los albores de la salida del sol, colgaba una luna vieja —tan esbelta y hermosa como la luna nueva—.
Valancy nunca había visto una vieja luna
antes. La observó palidecer y desvanecerse hasta desaparecer por completo en la claridad luminosa del nuevo día. Un pequeño estanque brilló en los páramos a la
salida del sol, como un gran lirio de oro. Pero el mundo le pareció repentinamente más frío a Valancy. Una vez más, nadie la necesitaba. No sentía pena por la muerte de Cissy. La sentía por todo el sufrimiento que había soportado en vida. Pero ya nadie podía lastimarla nunca. Valancy siempre había imaginado la muerte como algo terrible. Pero Cissy había muerto tan dulce… tan gratamente. Y en el último momento, algo la había congraciado por todo el sufrimiento. Ahora estaba tumbada, en un sueño blanco, como una niña. ¡Hermosa! Todos los vestigios del dolor y la vergüenza habían desaparecido. Abel el Aullador llegó, justificando su nombre. Valancy fue a su encuentro y le refirió la noticia. El choque le hizo ponerse serio de inmediato, y se dejó caer en el asiento, con la cabeza colgando sobre su pecho.
—Cissy muerta… Cissy muerta —dijo distraídamente—. No pensé que fuera a
suceder tan pronto. Muerta. Solía bajar corriendo a mi encuentro por el camino con una rosa blanca adornando su pelo. Cissy acostumbraba a ser una chica bonita. Y una buena chica.
—Siempre ha sido una buena chica —dijo Valancy.

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