XX

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Cuando Abel Gay le pagó a Valancy su primer salario, al cabo de un mes, cosa que hizo de inmediato, en billetes que apestaban a whisky y tabaco, Valancy se fue a Deerwood y gastó hasta el último centavo.
Se compró un bonito vestido de crepé verde con un cinturón de perlas de color carmesí, un par de medias de seda a juego con el vestido, y un pequeño sombrero verde acolchado con una rosa carmesí. Incluso se compró un original camisoncito, adornado con cintas y ribeteado con encajes.
Pasó por Elm Street en dos ocasiones, Valancy no pensaba ni por un instante que aquel fuera su «hogar», pero no vio a nadie.
En aquella hermosa tarde de junio, sin duda su madre estaría sentada en la sala jugando al solitario —haciendo trampas —. Valancy sabía muy bien que la señora Frederick hacía trampas todo el tiempo. Nunca perdía una partida.
La mayoría de las personas que se cruzaron con Valancy la miraron con severidad, saludándola con gesto frío. Nadie se detuvo a hablar con ella. Nada más llegar a casa, Valancy se puso su vestido verde. Luego se lo quitó. Se sentía literalmente desnuda con el escote y las mangas cortas. Y ese cinturón bajo, rodeando su cadera, le parecía muy indecente. Lo colgó en el armario con la firme sensación de que había tirado el dinero tontamente. Nunca tendría el coraje de ponérselo.
Los ataques de John Foster contra el miedo no tenían el poder de infundir valor. Las costumbres y los hábitos aún resultaban todopoderosos.
No obstante, Valancy suspiró cuando bajó con su viejo vestido de seda marrón a encontrarse con Barney Snaith. Pese a todo, el vestido verde le sentaba bien, se había fijado en ello a pesar de su mirada avergonzada. El vestido resaltaba sus ojos, que parecían extrañas joyas oscuras, y el cinturón daba a su figura plana una apariencia totalmente diferente. Lamentó no habérselo dejado puesto. Pero había ciertas cosas que John Foster desconocía. Cada domingo al atardecer, Valancy acudía a la pequeña iglesia metodista libre, en el valle, colindando con los arrabales, una pequeña y puntiaguda edificación gris entre los pinos, al lado de un cementerio cubierto de maleza donde descansaban, bien protegidas por un viejo cercado, algunas tumbas enterradas con sus lápidas cubiertas de musgo.
A Valancy le gustaba el pastor que predicaba en esta iglesia. Era muy franco y sencillo; un anciano de Port Lawrence que había llegado hasta allí por el lago, en una pequeña dippy a moto, a celebrar gratuitamente los servicios religiosos para la gente que vivía en las pequeñas granjas de piedra de las colinas, que sin este pastor jamás hubieran escuchado el mensaje del Evangelio. A la joven le gustaba aquel sencillo oficio religioso y sus fervientes cantos. Le agradaba sentarse
junto a la ventana abierta y mirar hacia el bosque de pinos.
La congregación era siempre pequeña. Los metodistas libres eran pocos, pobres y
generalmente analfabetos. Pero a Valancy le encantaban aquellas tardes dominicales.
Por primera vez en su vida le gustaba ir a la iglesia. Corrió el rumor en Deerwood de
que la joven se había convertido en metodista libre; rumor que provocó que la señora
Frederick pasara un día en cama. Pero Valancy no se había convertido en absoluto.
Frecuentaba esta iglesia porque le agradaba y por algún inexplicable motivo la hacía sentirse bien. El viejo señor Towers creía firmemente en todo aquello que predicaba, y de algún modo tal cosa suponía una gran diferencia para Valancy.
Por extraño que pueda parecer, Abel el Aullador desaprobó su asistencia a la iglesia de la colina tan enérgicamente como hubiera podido hacerlo la señora Frederick. Él no tenía «nada que ver con los metodistas libres. Él era presbiteriano».
Pero Valancy continuó acudiendo, a pesar de sus protestas.
—Pronto oiremos decir algo peor de ella, incluso —predijo el tío Benjamin con pesimismo.
Y así fue, ciertamente.
Valancy no sabía muy bien por qué quería asistir a aquella fiesta. Era un baile en los arrabales, en Chidley Corners; y aquellos bailes no eran, por regla general, el tipo de reuniones donde uno pudiera encontrar a las señoritas de buena familia. Valancy sabía que se organizaba la fiesta porque Abel el Aullador había sido contratado como
violinista.
Pero la idea de acudir al baile no se le había ocurrido hasta que Abel se lo pidió durante la cena.
—Vas a venir conmigo al baile —le ordenó—. Sé que te hará bien; te devolverá los colores a la cara. Pareces muy cansada… y necesitas algo para animarte.
Valancy se encontró de pronto queriendo ir. No sabía en lo más mínimo en qué consistían aquellos bailes en Chidley Corners. Su idea sobre estas reuniones estaba fuertemente influenciada por las recatadas veladas que se organizaban en Deerwood y Port Lawrence. Ciertamente, intuía que el baile de Chidley Corners no sería similar a aquellos, sino bastante más informal, por supuesto. Pero sin duda mucho más
interesante. ¿Por qué no habría de ir?
Esa semana Cissy se encontraba mejor de salud, y no le importaría en modo alguno quedarse un rato a solas.
La joven le suplicó a Valancy que asistiera si lo deseaba. Y Valancy lo deseaba.
Se dirigió a su habitación para vestirse. Repentinamente se apoderó de ella una
rabia contra su vestido de seda marrón.
¡Ponérselo para la fiesta! Nunca. Descolgó de la percha su vestido de crepé verde y se lo puso febrilmente. Era ridículo sentirse tan… tan… desnuda… solo porque su
cuello y sus brazos estuvieran descubiertos. Eran solamente viejas ideas de solterona.
No dejaría que tal cosa la atormentara. Se puso el vestido… y los zapatos.
Era la primera vez que llevaba un bonito vestido desde las prendas de organdí de su adolescencia. Y aquellos no la favorecían tanto como su nuevo vestido de crepé.
Si tan solo tuviera un collar o algo por el estilo… no se sentiría tan desnuda.
Corrió hacia el jardín. Había hermosas flores de trébol de color carmesí que crecían en la hierba silvestre.
Valancy recogió puñados de ellos y los ensartó en una cadena que, anudada alrededor de su cuello, parecía un encantador collar y le combinaba
extrañamente bien.
Otra corona de ellos circundaba su cabello recogido en un
ahuecado moño bajo que la favorecía mucho. La emoción sonrojó débilmente sus mejillas sonrosadas. Se puso el abrigo sobre los hombros y ajustó el pequeño
sombrero torcido sobre su pelo.
—Se te ve tan bonita y… y diferente, querida —dijo Cissy—. Como un rayo de
luna verde con un destello escarlata, si es que pudiera existir tal cosa.
Valancy se inclinó para besarla.
—No me siento del todo bien dejándote sola, Cissy.
—¡Oh!, estaré bien. Me siento mejor esta noche. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me duele verte siempre tan preocupada y tan pegada a mí, sin tiempo para ti misma. Espero que paséis un rato agradable. Nunca he estado en una fiesta en Corners, pero solía ir en ocasiones, hace mucho tiempo, a los bailes del arrabal.
Siempre nos divertíamos mucho. Y no hay que temer porque padre se emborrache esta noche; nunca bebe cuando le contratan para tocar en una fiesta. Pero… podría
haber… licor. ¿Qué harás si el ambiente se pone difícil?
—Nadie me molestará.
—No ocurrirá, imagino. Padre se encargará de eso. Pero podría ser ruidoso y…
desagradable.
—No me importa. Solo voy a mirar. Ni siquiera espero bailar. Solo quiero ver cómo es una fiesta en esa zona. Nunca he conocido más que las decorosas fiestas de
Deerwood.
Cissy sonrió con recelo. Ella sabía mejor que Valancy cómo eran las fiestas de los arrabales cuando había licor. Pero tal vez todo saliera bien.
—Espero que lo disfrutes —repitió.
Valancy disfrutó del trayecto en carruaje. Salieron temprano, pues había doce millas hasta Chidley Corners, y tenían que recorrerlas en la vieja y andrajosa calesa
cubierta de Abel. El camino era abrupto y rocoso, como la mayoría de las carreteras de Muskoka, pero lleno del austero encanto de los bosques del norte;
serpenteaba a través de hermosos y susurrantes pinos, que constituían encantadoras
escalas en aquel ocaso de junio, y sobre curiosos riachuelos verde jade de
Muskoka, rodeados de álamos que se estremecían sin cesar con cierto júbilo celestial.
Abel el Aullador era también una excelente compañía.
Conocía todas las historias y leyendas de aquella maravillosa y salvaje zona apartada y se las fue contando a
Valancy mientras la transitaban. La joven tuvo varios ataques de risa para sus adentros, especulando sobre lo que el tío y la tía Wellington, y compañía, pensarían y
sentirían si la vieran dirigirse con Abel el Aullador hacía un baile en Chidley Corners, en aquella horrible calesa.
La velada comenzó tranquila y Valancy se entretenía y se divertía mucho. Incluso bailó en dos ocasiones con dos buenos chicos de los arrabales que bailaban muy bien y que le habían confesado que ella también lo hacía espléndidamente.
Recibió otro cumplido, no muy sutil, pero Valancy había recibido muy pocos
elogios en su vida como para ser quisquillosa en ese aspecto. También escuchó a dos de los jóvenes de los arrabales hablar de ella en el oscuro «sotechado» que había a sus espaldas.
—¿Sabes quién es la chica de verde?
—No. Supongo que viene del otro lado. De Port Lawrence, quizá. Tiene estilo, de todos modos.
—No es bella, pero parece atractiva, diría yo. ¿Habías visto ojos como los suyos?
La gran sala estaba decorada con ramas de pino y abeto, e iluminada con farolillos chinos.
El suelo estaba encerado, y el violín de Abel el Aullador, vibrando
bajo su toque experto, producía un efecto mágico.
Las chicas de la zona eran bonitas e iban bellamente ataviadas, y Valancy pensó que era la fiesta más encantadora a la que había asistido nunca.
A las once había cambiado de opinión. Había llegado un nuevo grupo de gente, un nuevo grupo inequívocamente en estado de embriaguez. El whisky comenzó a
fluir libremente, y muy pronto casi todos los hombres estuvieron borrachos. Los que
estaban al aire libre o en la entrada comenzaron a aullar sin cesar:
«¡Salid de ahí!».
La sala se volvió muy ruidosa y hedienta, y las peleas estallaron aquí y allá. Se podían escuchar canciones obscenas y expresiones vulgares; y las chicas, mecidas
toscamente en la pista de baile, comenzaron a verse desgreñadas y groseras. Valancy,
sola en un rincón, se sentía disgustada y arrepentida. ¿Por qué había venido a un lugar
como ese? La independencia y la libertad estaban muy bien, pero una no debía
comportarse como una tonta. Debería haber intuido lo que ocurriría, si… si tan solo hubiera tomado en consideración las discretas advertencias de Cissy.
Tenía un fuerte dolor de cabeza, y ya había tenido bastante de todo aquello. Pero ¿qué podía hacer?
Tendría que quedarse hasta el final de la velada, pues Abel no podía marcharse antes.
Y eso sería, probablemente, a las tres o las cuatro de la madrugada.
Una nueva afluencia de chicos había dejado a las chicas en minoría y las parejas eran escasas. Valancy fue importunada con múltiples invitaciones para bailar. Se negó a todas ellas con sequedad y algunos de sus rechazos no fueron tomados con buen
talante. Se produjeron juramentos entre dientes y adustas miradas.
Al otro lado de la sala vio a un grupo de desconocidos departiendo juntos y lanzándole intencionadas
miradas. ¿Qué estaban tramando?
Fue en ese momento cuando vio a Barney Snaith asomándose sobre las cabezas de la multitud en la puerta.
Valancy tuvo dos convicciones muy bien definidas: la
primera, que ahora estaba a salvo; la segunda, que aquel era el motivo por el que
había querido asistir al baile aquella tarde. Era una esperanza tan absurda que no había podido comprenderla con anterioridad, pero ahora le parecía muy obvio que había acudido a la fiesta por la posibilidad de encontrarse allí con Barney.
Pensó que tal vez debería avergonzarse por ello, pero no lo hizo.
Después de su sentimiento de alivio se sintió molesta al comprobar que Barney había acudido sin afeitar. Sin duda tenía suficiente amor propio para arreglarse decentemente cuando acudía a una fiesta.
Y ahí estaba él, con la cabeza descubierta, sin afeitar, vestido con sus viejos pantalones y su camisa azul de andar por casa. Ni siquiera una chaqueta. Valancy le
habría regañado si hubiera podido. Con razón todo el mundo pensaba mal de él.
Pero ella ya no tenía miedo. Uno de aquellos que cuchicheaban al otro lado del recinto dejó a sus camaradas y fue a su encuentro abriéndose paso entre las parejas
que giraban y que ahora llenaban la sala.
Era un muchacho alto, de anchos hombros,
no demasiado mal vestido y bastante atractivo; pero sin lugar a dudas medio borracho.
Pidió a Valancy que le concediera un baile. La joven declinó la invitación cortésmente. Su rostro se puso lívido. La envolvió en un abrazo y la atrajo hacia sí.
Su cálido aliento apestaba a whisky y le quemó la cara.
—No queremos aires de grandeza por aquí, muchacha. Si no eres demasiado fina para venir a esta fiesta, no lo serás tampoco para bailar con nosotros. Mis amigos y yo te hemos estado observando. Bailarás con cada uno y luego nos darás un beso de despedida.
Valancy trató desesperadamente de liberarse de su abrazo; fue en vano. Se vio
arrastrada hacia el alboroto, los zapateos y el griterío de los bailarines. Al instante siguiente el muchacho que la sujetaba se fue tambaleando por la sala de un golpe
hábilmente asestado en la mandíbula, desequilibrando a algunas parejas mientras lo hacía. Valancy sintió que alguien la tomaba por el brazo.
—Por aquí rápido —dijo Barney Snaith.
La hizo salir a través de la ventana abierta tras ellos, saltando ligeramente sobre el
alféizar y tomando su mano.
—Rápido, tenemos que salir a la carrera. Nos perseguirán.
Valancy corrió más rápido que nunca antes, aferrándose con fuerza a la mano de Barney y preguntándose por qué no caía muerta con una carrera tan loca como
aquella. Si tal cosa sucediera… ¡Qué escándalo para su pobre familia! Por primera
vez Valancy sentía lástima por ellos. Pero estaba feliz de haber escapado a ese terrible
alboroto; y feliz también por estar aferrada a la mano de Barney. Sus sentimientos se
entremezclaron; nunca había experimentado tantas emociones en tan poco tiempo.
Finalmente alcanzaron un rincón tranquilo en el bosque de pinos. Sus
perseguidores habían tomado un camino diferente y la algarabía y los gritos se fueron
debilitando a medida que se alejaban.
Valancy, sin aliento, con el corazón latiendo apresuradamente, se dejó caer sobre el tronco de un pino caído.
—Gracias —dijo jadeando.
—¿Cómo se le ha ocurrido venir a un lugar como este? —dijo Barney.
—Yo… no… sabía… que… que… esto… esto, pasaría —protestó Valancy
—Debería haberlo sabido. ¡Es Chidley Corners!
—Ese… es… tan solo… un nombre… para mí.
Valancy sabía que Barney no era consciente de lo poco que ella conocía la zona de los arrabales. Había vivido en Deerwood toda su vida y, ciertamente, él pensó que
ella conocía aquella zona. No sabía cómo había sido criada, y era inútil tratar de hacerle entender.
—Cuando fui a casa de Abel esta tarde y Cissy me dijo que estaría usted aquí, me quedé sorprendido. Estaba francamente asustado. Cissy me confesó que estaba preocupada también, pero no intentó disuadirla por temor a que lo interpretara como
un acto egoísta por su parte. De modo que vine aquí, en lugar de ir a Deerwood.
Valancy sintió un fulgor delicioso y repentino irradiando su alma y su cuerpo bajos los pinos sombríos. ¡Entonces él había venido a cuidar de ella!
—Tan pronto como dejen de buscarnos, nos moveremos furtivamente hacia la carretera de Muskoka. Dejé a Lady Jane allí. La llevaré de vuelta a casa. Imagino que ha tenido suficiente fiesta por hoy.
—Por supuesto —dijo Valancy mansamente.
Durante la primera mitad del viaje de vuelta a casa, ninguno de los dos encontró nada que decir. En cualquier caso no habría sido fácil, pues Lady Jane hacia tanto
ruido que no habrían podido hacerse oír. De todos modos, Valancy no se sentía inclinada a la conversación. Estaba avergonzada por toda esta historia, avergonzada
de su locura de haber ido a la fiesta; avergonzada de que Barney Snaith la hubiera encontrado en un lugar como ese. El mismo Barney Snaith al que tildaban de reputado ex convicto, ateo, falsificador y desfalcados. Los labios de Valancy
temblaban en la oscuridad cuando pensaba en aquello. Se sentía avergonzada.
Y sin embargo, se estaba divirtiendo, poseída de un júbilo extraño dando
tumbos sobre aquella carretera llena de baches, junto a Barney Snaith. Los grandes árboles pasaban como rayos. A lo largo del camino se elevaban altas candelarias, firmes y ordenadas como un batallón de soldados. Los cardos parecían hadas o
duendes achispados cuando las luces del coche los alumbraban. Era la primera vez
que viajaba en coche; y después de todo, le gustaba. Con Barney al volante nada le
asustaba, y rápidamente se recuperó su ánimo a medida que avanzaban. Dejó de sentirse avergonzada. Dejó de sentir nada, excepto que era parte de un cometa
deslizándose gloriosamente por el espacio durante la noche.
Y de pronto, justo cuando el bosque de pinos se deshilachaba para dar paso a los páramos de maleza, Lady Jane se quedó en silencio… demasiado silencio. Lady Jane simplemente se desaceleró suavemente… y se detuvo.
Barney lanzó una exclamación horrorizada. Salió del coche, examinó la situación, y regresó con tono de disculpa.
—Soy un viejo tonto. Sin gasolina. Sabía que me quedaba poca cuando salí de casa, pero tenía pensado abastecerme de combustible en Deerwood. Luego, con las
prisas por llegar a Chidley Corners, me olvidé por completo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Valancy fríamente.
—No lo sé. La estación de servicio más cercana está en Deerwood, a nueve millas de distancia. Y no me atrevo a dejarla aquí sola. Siempre hay vagabundos a lo largo de esta carretera… y algunos de esos locos idiotas de Corners podrían haberse rezagado y terminar por alcanzarnos. Había muchachos de Port Lawrence entre ellos. En mi opinión, lo más prudente que podemos hacer es quedamos aquí sentados pacientemente hasta que pase algún coche que pueda prestarnos un poco de gasolina para llegar a la casa de Abel el Aullador. —Bueno, ¿y cuál es el problema? —preguntó Valancy.
—Es muy posible que tengamos que quedarnos esperando toda la noche —dijo Barney.
—No me importa —respondió la joven. Barney soltó una breve carcajada.
—Si no le importa, a mí tampoco. No tengo reputación alguna que perder.
—Yo tampoco —dijo Valancy, con toda tranquilidad.

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