XXXV

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Treinta segundos pueden resultar muy largos en ciertas ocasiones. Lo suficiente como para obrar un milagro o urdir una revolución. En treinta segundos la vida cambió por completo para Barney y Valancy Snaith.
Una tarde de junio habían rodeado el lago en su dippy y pescaron durante una hora en un pequeño riachuelo; dejando allí su bote, atravesaron a pie el bosque en dirección a Port Lawrence, que se encontraba a dos millas de distancia. Valancy se dio una vuelta por las tiendas y se compró un cómodo par de zapatos nuevos. El viejo se había gastado por completo de un día para otro, y esa tarde se había visto obligada a usar unos de charol un tanto estrafalarios y con un tacón bastante alto y fino que había comprado en un arrebato de locura un día de invierno; en parte por su belleza y en parte porque quería realizar una compra extravagante y estúpida por una vez en su vida. Se los ponía algunas tardes en el Castillo Azul, pero era la primera vez que los usaba en la calle. No le había resultado nada fácil caminar con ellos mientras cruzaban el bosque, y Barney se había burlado sin piedad de ella por culpa de la situación. Mas, en su fuero interno y a pesar de los inconvenientes, Valancy estaba encantada con el aspecto que lucían sus esbeltos tobillos y elevado empeine sobre aquellos zapatos tan bonitos y ridículos, y no los cambió por los nuevos en la tienda tal y como debería haber hecho. El sol se estaba poniendo por encima de los pinos cuando abandonaron Port
Lawrence. Hacia el norte el bosque envolvía la ciudad de un modo inesperado. Valancy siempre tenía la sensación de estar abandonando un mundo para adentrarse en otro desde la realidad hacia el país de las hadas cuando salía de Port Lawrence y, en un abrir y cerrar de ojos, hallaba el camino cerrado a sus espaldas por una cantidad ingente de pinos. A una milla y media de distancia de Port Lawrence había una pequeña estación de
tren con una diminuta caseta que a esa hora del día estaba desierta, pues no estaba prevista la parada de ningún tren local. No se divisaba ni un alma cuando Barney y Valancy emergieron del bosque.
Alejada a la izquierda, una abrupta curva en la vía impedía la visión; mas, por encima de las copas de los árboles que se encontraban más alejados, una larga columna de humo anunciaba la llegada de un tren de paso. Los raíles vibraban de un modo atronador mientras Barney cruzaba por la aguja. Valancy caminaba unos pasos tras él, holgazaneando mientras recogía campánulas a lo largo del estrecho y sinuoso camino. Pero había tiempo más que suficiente para cruzar antes de que llegase el tren. Despreocupadamente, dio un paso adelante y pisó el primer raíl.
Jamás pudo explicar cómo ocurrió. En sus recuerdos, los siguientes treinta segundos siempre se asemejaban a una caótica pesadilla en la cual soportaba la
agonía de mil vidas.
El tacón de su bonito y ridículo zapato quedó atrapado en una grieta de la aguja.
Fue incapaz de sacarlo.
-Barney... ¡Barney! -llamó alarmada.
Barney se giró; vio el apuro en que se encontraba, observó su rostro lívido, y corrió hacia ella. Intentó liberarla... intentó sacar su pie de aquello que la retenía. En vano. En un instante el tren haría su entrada por la curva... lo tendrían encima.
-Vete... vete... rápido... ¡te va a matar, Barney! -chilló Valancy, intentando empujarle.
Barney se puso de rodillas, pálido como la muerte, tirando frenéticamente del
lazo de su zapato. El nudo se resistía ante sus dedos temblorosos. Sacó un cuchillo de su bolsillo y lo cortó. Valancy seguía intentando alejarle frenéticamente. En su mente solo tenía cabida el terrible pensamiento de que Barney iba a morir. Ni una sola
reflexión sobre el peligro que ella corría cruzó por su cabeza.
-Barney... vete... márchate... por el amor de Dios... ¡vete!
-¡Jamás! -murmuró Barney apretando los dientes. Dio un tirón histérico al lazo. Mientras el tren atronaba doblando la curva se levantó y agarró a Valancy, liberándola y dejando el zapato atrás. El viento provocado por el tren avanzando a
toda máquina heló la abundante sudoración de su rostro.
-Gracias a Dios -resolló.
Durante un instante permanecieron mirándose estúpidamente el uno al otro: dos criaturas pálidas, temblorosas y con la mirada turbada. Entonces avanzaron
trastabillando hasta un pequeño asiento situado al final de la caseta, y se dejaron caer sobre él. Barney enterró el rostro entre sus manos y no dijo ni una palabra. Valancy se sentó, posando una mirada ciega sobre el gran bosque de pinos situado frente a ella,
los tocones del claro y las largas y destellantes vías. Un único pensamiento recorría su confusa mente, un pensamiento que parecía quemarla igual que una esquirla de
fuego quemaría su cuerpo.
El doctor Trent le había dicho hacía casi un año que padecía una grave
enfermedad del corazón, que cualquier conmoción podría ser letal.
Si eso fuese cierto, ¿por qué no estaba ya muerta, en ese mismo instante? Inmersa en esos treinta interminables segundos, acababa de experimentar una conmoción igual o más terrible de lo que la mayoría de la gente soporta durante toda una vida. Y a pesar de todo no le había provocado la muerte. No se encontraba ni un ápice peor a causa de ello. Las rodillas le temblaban un poco, como le hubiese ocurrido a cualquier otra persona en su situación, el corazón le latía más rápido, tal y como le
sucedería a cualquier otro; nada más.
¿Por qué? ¿Acaso era posible que el doctor Trent hubiera cometido un error?
Valancy se estremeció como si de pronto un viento helado le hubiese congelado hasta el alma. Miró a Barney, encorvado junto a ella. Su silencio resultaba de lo más elocuente. ¿Se le habría pasado por la cabeza el mismo pensamiento? ¿Se veía de pronto obligado a enfrentarse a la terrible sospecha de que estaba casado, no para unos cuantos meses o un año, sino para toda una vida, con una mujer a la que no amaba y que se le había impuesto mediante algún tipo de artimaña o mentira? Valancy se puso enferma ante el horror que suponía ese hecho. Era imposible. Sería demasiado cruel... demasiado diabólico. El doctor Trent no podía haber cometido un error. Absurdo. Era uno de los mejores especialistas del corazón en Ontario. Estaba siendo una tonta... se encontraba demasiado nerviosa por el reciente horror sufrido. Recordaba algunos de los espantosos espasmos de dolor que había padecido. Algo grave debía sucederle a su corazón que fuese el causante de todos ellos. Pero no había sentido ninguno desde hacía casi tres meses. ¿Por qué? De repente Barney pareció decidirse. Se puso en pie sin mirar a Valancy y dijo
con cierta indiferencia: -Supongo que será mejor que volvamos dando una caminata. El sol se está
poniendo. ¿Te encuentras bien para recorrer el resto del camino?
-Eso creo -contestó Valancy con tristeza. Barney cruzó el claro y recogió el paquete que había dejado caer... el paquete que contenía los zapatos nuevos de Valancy. Se lo entregó a ella y dejó que sacase el calzado y se lo pusiera sin prestarle ayuda de ningún tipo, mientras permanecía en pie dándole la espalda mirando por encima de los pinos. Caminaron en silencio por el oscuro sendero en dirección al lago.
En silencio Barney manejó su bote hacia el milagro: que era Mistawis bajo la puesta de sol. En silencio rodearon cabos de silueta desdibujada, y cruzaron bahías de coral y ríos plateados donde las canoas se balanceaban mecidas por el resplandor crepuscular. En silencio dejaron atrás cabañas desde las que resonaban ecos de música y risas. En silencio se aproximaron a la zona de amarre bajo el Castillo Azul. Valancy ascendió los escalones de piedra y se adentró en la casa. Se dejó caer con
tristeza sobre la primera silla que encontró y se sentó allí con la mirada fija más allá del mirador, ajena a los ronroneos frenéticos de alegría de Good Luck y las furiosas miradas de protesta de Banjo por haber ocupado su asiento. Barney entró unos minutos después. No se acercó a ella, pero se situó a su espalda
y le preguntó amablemente si se encontraba peor tras la experiencia sufrida. Valancy habría dado su año de felicidad por ser capaz de contestar honestamente que «sí». -No -dijo inexpresivamente. Barney se dirigió hacia el cuarto de Barba Azul y cerró la puerta. Valancy le escuchó caminar de un lado a otro... una y otra vez. Jamás había caminado de ese modo. Hace una hora... hace solo una hora... ¡era tan feliz!

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora