XXVI

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El día siguiente trascurrió para Valancy como en un sueño. Todo cuanto hacía o pensaba parecía irreal. No vio a Barney, aunque esperaba que pasara por delante de la casa retumbando de camino a Port Lawrence para obtener la licencia. Quizás había cambiado de opinión. Pero, al anochecer, las luces de Lady Jane aparecieron de repente sobre la cima de
la colina arbolada situada más allá de la angosta carretera. Valancy aguardaba junto a la verja a su futuro esposo. Se había puesto su vestido y sombrero verdes porque no tenía nada más que ponerse. No parecía ni se sentía como una novia en absoluto… en realidad se asemejaba a un elfo salvaje que se ha alejado de la floresta. Pero no importaba. Nada tenía importancia salvo que Barney había venido a buscarla.
—¿Preparada? —preguntó el joven, deteniendo a Lady Jane con algunos chasquidos nuevos y espantosos.
—Sí.
Valancy subió al coche y tomó asiento. Barney lucía su camisa azul y su mono.
Pero este último estaba limpio. Fumaba una pipa con aspecto abominable e iba con la cabeza descubierta. Llevaba puestas un par de botas extrañamente elegantes bajo el raído mono. Y se había afeitado. Entraron retumbando en Deerwood y así cruzaron la ciudad, accediendo a la larga y arbolada carretera que conducía a Port Lawrence.
—¿No has cambiado de opinión? —inquirió Barney.
—No. ¿Y tú?
—No.
Esa fue toda la conversación que mantuvieron durante las quince millas. Todo
parecía más de ensueño que nunca, y Valancy no sabía si se sentía feliz. O aterrorizada. O simplemente idiota. Entonces las luces de Port Lawrence se abatieron sobre ellos. Valancy tuvo la sensación de hallarse rodeada por los ojos hambrientos y brillantes de cientos de enormes y sigilosas panteras. Barney le preguntó sucintamente dónde vivía el señor Towers, y Valancy le respondió igualmente concisa. Se detuvieron ante una casa pequeña y ajada situada en una calle pasada de moda, y se adentraron en su deslucida salita. Barney mostró su licencia. Después de todo sí que la había obtenido. También un anillo. El asunto iba en serio. Ella, Valancy Stirling, estaba realmente a punto de convertirse en una mujer casada. Se pusieron en pie juntos frente al señor Towers. Valancy escuchó al señor Towers y a Barney hablar. Oyó a otra persona hablar. Ella, por su parte, pensaba en el modo en que una vez había planeado su boda… mucho tiempo atrás, en sus primeros años de la adolescencia, cuando un hecho así no se antojaba imposible. Seda blanca, velo de tul y flores naranjas; sin damas de honor. Solo una muchacha que portaría las flores, con un vestido de encaje color crema sobre rosa pálido, y una corona de pétalos sobre el cabello, llevando una cesta con rosas y lirios del valle. Y el novio,
una criatura de aspecto distinguido, ataviado de modo irreprochable a la moda de cualquiera que fuese el día dispuesto. Valancy alzó la mirada y se divisó a sí misma
junto a Barney en el pequeño espejo inclinado y distorsionado que se hallaba sobre la repisa de la chimenea. Ella, luciendo su vestido y sombrero verdes poco nupciales y de aspecto extraño. Barney, con su camisa y su mono. Pero era Barney. Eso era lo
único que importaba. Sin velo, flores, invitados, regalos ni tarta de boda… solamente Barney. Durante el resto de su vida solo estaría Barney.
—Señora Snaith, espero que sea muy feliz —decía el señor Towers.
No parecía sorprendido por su apariencia… ni siquiera por el mono de Barney.
Había presenciado muchas bodas raras en los arrabales. Ignoraba que Valancy perteneciese a los Stirling de Deerwood… ni siquiera sabía de la existencia de los Stirling de Deerwood. Desconocía que Barney fuese un prófugo de la justicia. En realidad, era un anciano increíblemente ignorante. Y por tanto, les casó, les dio su
bendición amable y solemnemente, y rezó por ellos aquella noche una vez se hubieron marchado. Su conciencia no se vio perturbada en modo alguno.
—¡Qué manera más placentera de casarse! —estaba diciendo Barney mientras ponía a Lady Jane en marcha—. Sin revuelos ni derroches. Jamás supuse que fuese ni la mitad de fácil.
—Por el amor de Dios —dijo Valancy de repente—, vamos a olvidar que estamos casados y hablemos como si no lo estuviésemos. Soy incapaz de soportar otro viaje como el que hemos padecido viniendo hacia aquí.
Barney rio a carcajadas y puso a Lady Jane a toda velocidad con un ruido
infernal.
—Y yo que pensaba que te lo estaba poniendo fácil —repuso—. Ni siquiera parecía que tuvieses ganas de hablar.
—No las tenía. Pero quería que hablases tú. No es necesario que te enamores de mí, pero quiero que actúes como un ser humano normal y corriente. Háblame de esa isla tuya. ¿Qué clase de sitio es?
—El lugar más agradable del mundo. Te va a encantar. La primera vez que lo vi me enamoré de él. El viejo Tom MacMurray era el propietario por aquel entonces.
Construyó la pequeña cabaña, vivía allí en invierno, y en verano la alquilaba a gente
de Toronto. Se la compré… me convertí, gracias a esa sencilla transacción, en un
terrateniente propietario de una casa y una isla. Hay algo de lo más satisfactorio en el
hecho de ser dueño de toda una isla. ¿Y acaso no es fascinante la idea de una isla deshabitada? Había querido poseer una desde que leí Robinson Crusoe. Parecía
demasiado bueno para ser verdad. La mayor parte del paisaje pertenece al gobierno,
pero no te cobran impuestos por mirarlo, y la luna es propiedad de todo el mundo. No
encontrarás mi cabaña muy ordenada. Supongo que querrás organizarla.
—Sí —contestó Valancy honestamente—. Tengo que ser meticulosa. No es que realmente quiera serlo. Pero el desorden me hace daño. Sí, tendré que poner orden en
tu cabaña.
—Estaba preparado para eso —repuso Barney, con fingida protesta.
—Pero —continuó Valancy compasivamente— no insistiré en que te sacudas los pies antes de entrar.
—No, solo barrerás tras de mí con el aire de una mártir —dijo Barney—. Bueno, en cualquier caso, no puedes ordenar el cobertizo. Ni siquiera puedes entrar. La
puerta estará cerrada y yo guardaré la llave.
—El cuarto de Barba Azul —afirmó Valancy—. Ni siquiera pensaré en él. No me importa el número de esposas que tengas ahí dentro colgadas, siempre y cuando estén
realmente muertas.
—Completamente muertas. Puedes hacer lo que quieras en el resto de la casa. No es muy grande… un salón espacioso y un dormitorio pequeño. Aunque está bien
construida. El viejo Tom amaba su trabajo; las vigas de nuestro hogar son de cedro y los travesaños de abeto. Las ventanas del salón están orientadas hacia el este y el oeste. Es maravilloso tener una habitación donde puedes contemplar tanto la puesta de sol como el amanecer. Tengo dos gatos: Banjo y Good Luck. Unos animales
adorables. Banjo es un demonio de gato; encantador, grande y gris. Atigrado,
naturalmente. Me importa un bledo cualquier gato que no tenga rayas. Jamás he
conocido uno que pueda maldecir de un modo tan elegante y efectivo como Banjo. Su único defecto es que ronca terriblemente cuando está dormido. Luck es un minino delicado. Siempre mirándote con tristeza, como si quisiera decirte algo. Quizás en alguna ocasión se decida a hacerlo. Una vez cada mil años, ya sabes, se le permite hablar a un gato. Los míos son filósofos… ninguno de ellos se lamenta por lo que ya
no tiene remedio.
»Dos viejos cuervos viven en un pino muy cerca de la casa y son razonablemente
amigables. Les llamo Nip y Tuck. Y tengo un pequeño y tímido búho domesticado. Se
llama Leander. Le he cuidado desde que era solo una cría; vive en tierra firme y ulula
todas las noches. Y murciélagos… es un gran lugar donde vivir para los murciélagos
durante la noche. ¿Te dan miedo?
—No, me gustan.
—A mí también. Son unas criaturas misteriosas, bonitas, extrañas y sorprendentes. No proceden de ningún sitio… no se dirigen hacia ningún sitio. ¡Bajan
en picado! A Banjo también le gustan. Se los come. Tengo una canoa y una dippy. Hoy he ido a Port Lawrence en ella para obtener mi licencia. Es más silenciosa que
Lady Jane.
—Creía que no habías ido… que habías cambiado de opinión —admitió Valancy.
Barney rio, con esa risa que a Valancy le disgustaba: breve, cínica y amarga.
—Jamás cambio de opinión —dijo brevemente.
Regresaron cruzando Deerwood. Subieron por la carretera de Muskoka y pasaron por delante de la casa de Abel el Aullador. Recorrieron la senda angosta plagada de rocas y margaritas silvestres. El oscuro pinar se los tragó. Lo atravesaron, y en él, el aire que se respiraba era dulce gracias al incienso de las invisibles y frágiles campanillas de las linnaeas que cubrían las laderas del camino. Alcanzaron la ribera del Mistawis; tuvieron que dejar a Lady Jane allí. Salieron del coche y Barney guio el camino hacia un pequeño sendero a orillas del lago. —Ahí está nuestra isla —dijo satisfecho.
Valancy miró… y miró… y miró nuevamente. Sobre el lago se extendía una
neblina diáfana y lila cubriendo la isla. Dos enormes pinos la atravesaban estrechando sus manos sobre la cabaña de Barney, alzándose amenazadores como si de unos sombríos torreones se tratase. Tras ellos un cielo color rosado bajo el resplandor crepuscular, y una pálida luna en cuarto creciente. Valancy se estremeció como un árbol al que el viento mece de pronto. Parecía
como si algo hubiese penetrado en su alma.
—¡Mi Castillo Azul! —exclamó—. ¡Oh, mi Castillo Azul! Subieron a la canoa y remaron. Dejaron atrás el reino de lo cotidiano y todo
aquello que era conocido, y desembarcaron en un reino de misterio y encantamiento donde cualquier cosa podía ocurrir… cualquier cosa podía ser real.
Barney ayudó a Valancy a salir de la canoa y la arrastró hacia una roca cubierta de liquen emplazada bajo un pino joven. Sus brazos la rodearon, y de repente posó sus labios sobre los suyos. Valancy sintió un escalofrío ante el arrobo de su primer beso.
—Bienvenida a casa, querida —estaba diciendo Barney.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora