Cuando Valancy llevaba una semana viviendo en casa de Abel el Aullador tuvo la impresión de que la separaban años de su antigua vida y todas las personas que había conocido en el pasado. Comenzaban a parecerle
distantes, como en un sueño, muy lejanas. Y a medida que pasaban los días, le parecían aún más y más distantes, hasta que dejaron de importarle por completo. Era feliz.
Nadie la molestaba nunca con acertijos o insistía en que tomara las Pastillas Púrpuras. Nadie la llamaba Doss ni se preocupaban de que pudiera contraer un resfriado. No había acolchados que zurcir, ni abominables plantas del caucho que regar, ni gélidos estados de ánimo maternales que soportar. Podía quedarse sola cuando quería, acostarse cuando lo deseaba, y estornudar cuando tenía necesidad.
En los largos y maravillosos crepúsculos del norte, cuando Cissy dormía y Abel el Aullador estaba ausente, Valancy podía sentarse durante horas en los escalones del desvencijado porche de la parte posterior de la casa, y contemplar el paisaje más allá de los páramos -en dirección a las colinas cubiertas de una fina floración púrpura- escuchando el delicioso canto salvaje del viento entonando dulces melodías entre los jóvenes abetos, y respirando el aroma de las hierbas expuestas al sol hasta que la oscuridad de la noche invadía el paisaje como una ola refrescante y bienvenida. En ocasiones, durante la tarde, cuando Cissy tenía fuerzas suficientes, las dos
muchachas se adentraban en los páramos para contemplar las flores silvestres. Pero nunca las recogían. Valancy le había leído a Cissy un pasaje de su Evangelio según John Foster:
Es una lástima recoger las flores del campo. Pierden la mitad de su embrujo lejos de la tierra y el titileo. El mejor modo de disfrutarlas es seguirles la pista hasta sus escondites más secretos, regocijarse ante su visión, y partir echando atrás una última mirada, llevando en nuestro interior el recuerdo de su seductora gracia y el hechizo de su fragancia.
Valancy se encontraba sumida en el centro de una realidad tras una vida llena de irrealidades. Y ocupada... muy ocupada. Debía limpiar la casa; no en vano Valancy se había criado en los hábitos de limpieza y pulcritud de los Stirling. Si antaño encontraba satisfacción en la limpieza de sucias habitaciones, consiguió ser muy feliz en su nueva casa. Abel el Aullador consideraba una tontería que se molestara en hacer mucho más de lo que se le pedía, pero no interfirió.
Estaba muy satisfecho con su parte del trato. Valancy era buena cocinera. Abel decía que sabía darle sabor a los platos, y el único defecto que le reprochaba era que no cantara mientras trabajaba.
-Las personas deberían cantar siempre mientras trabajan -insistía-. Parecen más felices.
-No siempre -replicó Valancy-. Imagine a un carnicero cantando mientras trabaja. O un director de pompas fúnebres.
Abel estalló en una gran carcajada.
-Ciertamente, no puedo contigo. Tienes respuesta para todo. Creo que los
Stirling estarán contentos de deshacerse de ti. A ellos no les gustan las respuestas irrespetuosas.
Durante el día Abel casi siempre estaba ausente; cuando no trabajaba, cazaba o pescaba con Barney Snaith. Por lo general, llegaba siempre muy tarde a casa y, a
menudo, en estado de embriaguez. La primera noche que le oyeron llegar aullando al patio, Cissy le dijo a Valancy que no se asustara.
-Padre nunca hace nada, solo un montón de ruido.
Valancy, acostada en el sofá de la habitación de Cissy donde había decidido dormir por si la joven enferma necesitaba atención durante la noche -pues Cissy no
la hubiera despertado jamás-, no tenía miedo en absoluto, y se lo hizo saber.
Para cuando Abel consiguió poner a los caballos a resguardo, la etapa de los aullidos había pasado y Abel se encontraba en su habitación, al final del pasillo, orando y llorando.
Valancy aún podía oír sus tristes gemidos mientras se dormía tranquilamente.
En la mayoría de las ocasiones, Abel era un buen tipo, pero en ocasiones se enojaba. En
una ocasión, Valancy le preguntó fríamente.
-¿Qué utilidad tienen para usted los ataques de ira?
-Suponen un d... d... desahogo -dijo Abel.
Ambos se echaron a reír.
-Eres una buena chica -dijo Abel con admiración-. Excusa mi mal francés. No quiere decir nada. Solo es la costumbre. Me gusta que una mujer no tenga miedo de hablarme. Cis ha sido siempre tan suave como un cordero...
Demasiado suave. Ese fue el motivo por el que su vida se fue a la deriva. Me gustas así.
-De todos modos -dijo Valancy con determinación-, no hay razón alguna para mandar todo al infierno como siempre hace. Y no voy a permitir que me llene de barro el suelo que acabo de fregar. Debe utilizar el raspador, lo envíe al diablo o no.
Cissy adoraba el orden y la limpieza. La joven había intentado mantener la casa limpia hasta que sus fuerzas la abandonaron. Ahora estaba lastimosamente feliz de tener a Valancy a su lado. Aquellas largas y solitarias jornadas junto a sus largas noches sin compañía alguna, a excepción de las horribles viejas que trabajaban en la casa, habían sido terribles. Cissy había temido y odiado por igual a esas mujeres, y ahora se aferraba a Valancy como una niña.
No había ninguna duda de que Cissy se estaba muriendo. No obstante, nunca había parecido alarmantemente enferma. No tosía demasiado y la mayor parte del tiempo podía levantarse y vestirse, en ocasiones incluso para trabajar en el jardín o
los campos durante una o dos horas. En las semanas que siguieron a la llegada de Valancy parecía tan recuperada que esta llegó a pensar que podía curarse. Pero Cissy lo negaba.
-No, es imposible mi curación. Mis pulmones ya no dan más de sí... Y lo cierto es no quiero curarme tampoco. Estoy tan cansada, Valancy. Solo al morir podré descansar. Pero es maravilloso tenerte a mi lado... Nunca sabrás lo mucho que significa para mí. De todos modos, Valancy, trabajas demasiado. No es en absoluto necesario que trabajes tan duro. Padre solo necesita que alguien le prepare las comidas; y yo no creo que tú seas demasiado fuerte tampoco. En ocasiones palideces... Y esas gotas que tomas... ¿Estás bien, querida?
-Estoy bien -dijo Valancy sutilmente. No quería inquietar a Cissy. -Y no trabajo tan duro como dices. Me alegra tener un poco de trabajo que hacer, algo que sea realmente necesario hacer.
-Entonces -Cissy, nostálgica, deslizó sus manos entre las de Valancy-, no hablaremos más de mi enfermedad. Olvidemos todo eso. Supongamos que somos niñas de nuevo y estás aquí para jugar conmigo. Hace mucho tiempo solía desear... deseaba que pudieras venir. Sabía que tal cosa no podía ser, por supuesto. Pero ¡cuánto lo deseaba! Siempre me habías parecido tan diferente de las otras chicas, tan amable y gentil, como si hubiera algo en ti que nadie podía imaginar... algún querido y dulce secreto. ¿Lo tenías, Valancy?
-Tenía mi Castillo Azul -dijo Valancy, riendo un poco. Le complacía que Cissy hubiera pensado en ella de ese modo. Nunca había sospechado que alguien pudiera amarla o admirarla, o incluso pensar en ella. Le habló a Cissy de su castillo. Nunca antes había compartido su secreto.
-Todo el mundo tiene su Castillo Azul, creo -dijo Cissy dulcemente-. Solo
que cada uno le da un nombre diferente. Yo tuve el mío... una vez. Se llevó sus pequeñas y delgadas manos a la cara. No le dijo a Valancy, no
entonces, quién había destruido su particular Castillo Azul; pero Valancy sabía que, fuera quien fuese, no era Barney Snaith.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...