La prima Georgiana descendió por el sendero que conducía hacia su pequeña morada. Vivía a media milla de distancia de Deerwood, y quería hacerle una visita a Amelia con el fin de averiguar si Doss ya había regresado a
casa. La prima Georgiana estaba impaciente por ver a Doss.
Tenía algo muy importante que decirle. Algo, estaba segura, que a Doss le encantaría escuchar. ¡Pobre Doss! Había vivido una existencia bastante aburrida.
En su fuero interno, la prima Georgiana tenía que admitir que a ella no le agradaría vivir bajo el yugo de Amelia. Pero ahora todo eso iba a cambiar. La prima Georgiana se sentía tremendamente importante. Mientras tanto, casi había olvidado preguntarse quién de ellos sería el siguiente.
En ese preciso instante vio a la propia Doss avanzando por el camino que partía de la casa de Abel el Aullador, luciendo un peculiar vestido verde y un sombrero. ¡Qué suerte! La prima Georgiana tendría la oportunidad de contarle su secreto de inmediato, sin nadie presente que pudiese interrumpirla. Había que dar gracias, bien podría decirse, a la Providencia. Valancy, que vivía desde hacía cuatro días en su isla encantada, había decidido dirigirse a Deerwood y confesarle a sus parientes que era una mujer casada. De otro modo, si averiguasen que había desaparecido de casa de Abel el Aullador, podrían solicitar una orden de búsqueda sobre ella. Barney se había ofrecido a llevarla en coche, pero había preferido acudir sola. Le dirigió una sonrisa radiante a la prima Georgiana, quien, según recordaba, tal y como se suele hacer sobre alguien a quien se conoce desde hace mucho tiempo, en realidad nunca había sido una mala criatura. Valancy era tan feliz que podría haberle sonreído a cualquiera… incluso al tío James. No le disgustaba la compañía de la prima Georgiana. Además, desde que las casas a lo largo de la calle habían comenzado a volverse numerosas, era consciente de que muchos ojos curiosos la observaban detrás de cada ventana.
—Supongo que te diriges a casa, querida Doss —dijo la prima Georgiana mientras estrechaban las manos y examinaba furtivamente el vestido de Valancy,
preguntándose si llevaría puesta una enagua.
—Tarde o temprano —repuso Valancy un tanto enigmática.
—Entonces te acompañaré. Quería hablar contigo expresamente, querida Doss. Tengo que contarte algo de lo más maravilloso.
—¿Sí? —preguntó Valancy distraídamente. ¿Qué demonios se traía entre manos la prima Georgiana que le hacía darse tanta importancia y mostrarse tan misteriosa? ¿Acaso importaba? No. Nada importaba salvo Barney y el Castillo Azul, allá en Mistawis.
—¿Quién crees que vino a visitarme el otro día? —preguntó la prima Georgiana con aires de superioridad.
Valancy fue incapaz de adivinarlo.
—Edward Beck —la prima Georgiana bajó la voz hasta casi un susurro—. Edward Beck.
¿A qué venía esa cursiva? ¿Se estaba sonrojando la prima Georgiana?
—¿Quién diablos es Edward Beck? —preguntó Valancy con indiferencia.
La prima Georgiana la miró fijamente.
—Seguro que recuerdas a Edward Beck —repuso con reproche—. Vive en esa adorable casa en la carretera que lleva a Port Lawrence, y acude a nuestra iglesia con
frecuencia. Tienes que acordarte de él.
—Oh, creo que ya sé a quién se refiere —dijo Valancy, haciendo un esfuerzo de memoria—. Es ese anciano que tiene un bulto en la frente, docenas de hijos, y que
siempre se sienta en el banco de la iglesia junto a la puerta, ¿verdad?
—Docenas de hijos no, querida… oh, no, docenas no. Ni siquiera una docena. Solo tiene nueve. Al menos solo nueve que tengan importancia. El resto están muertos. No es anciano… solo tiene cuarenta y ocho años, está en la flor de la vida,
Doss… ¿y qué importancia tiene un bulto?
—Ninguna, por supuesto —admitió Valancy, de un modo bastante sincero.
Decididamente a ella le daba igual si Edward Beck tenía un bulto o una docena de bultos o ningún bulto en absoluto. Pero a Valancy le estaban comenzando a asaltar
vagas sospechas. De la prima Georgiana emanaba cierto aire de triunfo reprimido.
¿Acaso era posible que estuviese pensando en casarse de nuevo? ¿Con Edward Beck?
Absurdo. La prima Georgiana tenía sesenta y cinco años, ni uno menos, y su pequeño
rostro inquieto estaba tan cubierto de finas arrugas que aparentaba al menos cien.
Pero aun así…
—Querida —dijo la prima Georgiana—, Edward Beck quiere casarse contigo.
Valancy la miró detenidamente durante un instante. Después quiso reír a carcajadas, pero se limitó a preguntar:
—¿Conmigo?
—Sí, contigo. Se enamoró de ti en el funeral, y vino a pedirme consejo. Ya sabes que su esposa y yo éramos grandes amigas. Sus intenciones son muy serias, Dossie.
Y es una gran oportunidad para ti. Es un hombre muy rico… y ya sabes… tú… tú…
—Ya no soy tan joven —convino Valancy—. «Porque al que tiene, se le dará». ¿De verdad cree que sería una buena madrastra, prima Georgiana?
—Estoy segura de que así sería. Siempre te han gustado mucho los niños.
—Pero nueve es una familia demasiado grande con la que empezar —objetó
Valancy muy seria.
—Los dos mayores ya son adultos y el tercero a punto, eso deja solo seis que realmente deban preocuparte. Y la mayoría son niños. Son mucho más fáciles de criar que las niñas. Existe un libro excelente, Health Care of the Growing Child…Gladys tiene un ejemplar, creo. Te sería de mucha ayuda. Y hay libros que tratan
sobre los valores morales. Te las arreglarás estupendamente. Claro está, le he dicho al
señor Beck que estaba segura de que tú… tú…
—Lo aceptaría con entusiasmo —propuso Valancy.
—Oh, no, no, querida. Yo no usaría una expresión tan indiscreta. Le dije que creía que considerarías su proposición favorablemente. Y lo harás, ¿no es así, querida?
—Solo existe un impedimento —dijo Valancy en tono ensoñador—. Verá, es que
ya estoy casada.
—¡Casada! —La prima Georgiana se detuvo petrificada y miró fijamente a Valancy—. ¡Casada!
—Sí; me casé con Barney Snaith el pasado jueves por la noche en Port Lawrence.
Justo a su lado, dispuesto muy convenientemente, se hallaba situado el poste de una cancela. La prima Georgiana se aferró a él con firmeza.
—Doss, querida… soy una mujer ya anciana… ¿estás intentando burlarte de mí?
—En absoluto. Solo le estoy contando la verdad. Por el amor de Dios, prima Georgiana —a Valancy le alarmaron ciertos síntomas—, ¡no se ponga a llorar en plena calle!
La prima Georgiana contuvo las lágrimas, y en su lugar emitió un gemido de desesperación.
—Oh, Doss, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?
—Acabo de decírselo. Me he casado —respondió Valancy con serenidad y
paciencia.
—Con ese… ese… ay, Dios… ese… Barney Snaith. ¡Pero si dicen que ya ha tenido al menos una docena de esposas!
—Yo soy la única presente en estos momentos —dijo Valancy.
—¿Qué dirá tu pobre madre? —gimoteó la prima Georgiana.
—Acompáñeme y escúchelo usted misma, si es que realmente quiere saberlo — respondió Valancy—. Precisamente me dirijo a contárselo.
La prima Georgiana soltó el poste de la cancela con cautela, y descubrió que
podía permanecer en pie sin ayuda. Comenzó a caminar dócilmente junto a Valancy, quien de repente le parecía una persona totalmente distinta. La prima Georgiana albergaba un respeto enorme por las mujeres casadas; aunque pensar en lo que la
pobre muchacha había hecho le parecía terrible. Tan imprudente. Tan insensata.
Resultaba evidente que Valancy debía estar completamente loca. Pero parecía tan feliz en su locura que la prima Georgiana tuvo la momentánea convicción de que sería una lástima si el clan intentase reprenderla con el fin de que recuperase la
cordura. Jamás había visto antes esa mirada en los ojos de Valancy. ¿Pero qué diría Amelia? ¿Y Ben?
—Te has casado con un hombre del que no sabes nada —pensó en voz alta la prima Georgiana.
—Sé más sobre él de lo que sé sobre Edward Beck —repuso Valancy.
—Edward Beck acude a la iglesia —dijo la prima Georgiana—. ¿Acaso asiste Bar… tu esposo?
—Me ha prometido que acudirá conmigo los domingos que haga buen tiempo — contestó Valancy.
Cuando cruzaron la verja Stirling, Valancy profirió una exclamación de sorpresa.
—¡Mire mi rosal! ¡Pero si está floreciendo!
Y así era. Estaba completamente cubierto de flores. Grandes, aterciopeladas, carmesíes. Fragantes, resplandecientes, maravillosas.
—Le ha sentado bien que lo despedazara, después de todo —dijo Valancy riendo. Cortó un puñado de esas flores; lucirían bien en Mistawis, sobre la mesa donde cenaban en la veranda. Prosiguió su camino, todavía sonriendo, consciente de que Olive estaba en pie sobre los escalones. Olive, bella como una diosa, mirando hacia
abajo con el ceño ligeramente fruncido. Olive, hermosa, insolente. Sus voluptuosas formas cubiertas por encaje y seda rosas. Su cabello castaño dorado cayendo
profusamente en cascadas de rizos bajo su sombrero grande con volantes blancos. Su
tez, sonrosada y cremosa.
«Preciosa», pensó Valancy fríamente, «pero…», como si de repente mirase a sus
prima con nuevos ojos, «… sin el menor toque de distinción».
«Así que, gracias a Dios, Valancy regresa a casa», pensó Olive. Pero Valancy no ofrecía el aspecto de la hija pródiga que vuelve arrepentida. Esa era la causa de su ceño fruncido. Parecía triunfante… ¡descortés! Ese extravagante vestido… ese extraño sombrero… esas manos llenas de rosas de un color rojo intenso. Aun así, Olive percibió al instante que había algo, tanto en el vestido como en el sombrero, de lo que carecía por completo su propio atuendo. Esto profundizó su ceño fruncido. Le tendió una mano condescendiente.
—Así que has vuelto, Doss. Un día muy caluroso, ¿verdad? ¿Has venido caminando?
—Sí. ¿Entras?
—Oh, no. Acabo de estar ahí. He venido a menudo para ofrecer consuelo a mi pobre tía. Se ha encontrado muy sola. Voy a tomar el té a casa de la señora Bartlett; tengo que ayudarle a servirlo. Lo ofrece en honor de su prima de Toronto. Una
muchacha de lo más encantadora. Te hubiese gustado conocerla, Doss. Creo que la señora Bartlett te envió una invitación. Quizás te pases por allí más tarde.
—No, no lo creo —dijo Valancy con indiferencia—. Tengo que volver a casa para prepararle la cena a Barney. Esta noche iremos a dar un paseo en canoa bajo la luz de la luna por todo Mistawis.
—¿Barney? ¿Cena? —jadeó Olive—. ¿De qué estás hablando, Valancy Stirling?
—Valancy Snaith, por la gracia de Dios.
Valancy presumió de su anillo de bodas ante el afligido rostro de Olive. Entonces pasó rápidamente junto a ella y se adentró en la casa. La prima Georgiana siguió sus pasos. No estaba dispuesta a perderse ni un solo instante de la gran escena, a pesar de
que Olive parecía estar a punto de desvanecerse.
Pero Olive no se desmayó. Se dirigió estúpidamente calle abajo hacia la casa de la
señora Bartlett. ¿Qué habría querido decir Doss? Era imposible que… ese anillo… oh, ¿qué nuevo escándalo iba a desatar esa muchacha descarriada sobre su indefensa familia? Tendrían que haberla encerrado hacía mucho tiempo.
Valancy abrió la puerta de la sala de estar y se dio de bruces inesperadamente con
una adusta reunión de los Stirling.
No se habían congregado premeditadamente. La
tía Wellington, la prima Gladys, la tía Mildred y la prima Sarah habían entrado de regreso a casa tras asistir a un encuentro de la asociación misionera. El tío James se había pasado para darle una información a Amelia referente a una dudosa inversión.
El tío Benjamín aparentemente había acudido para decirles que era un día caluroso y
preguntarles cuál era la diferencia entre una abeja y un burro. La prima Stickles había
sido lo bastante indiscreta como para conocer la respuesta —«una se lleva toda la
miel y el otro toda la hiel»—, y el tío Benjamín estaba de mal humor.
En todas sus cabezas, de un modo implícito, acechaba la idea de averiguar si Valancy habría regresado ya a casa y, de no ser así, qué pasos debían darse para solucionar ese
problema.
Bueno, ahí estaba Valancy al fin. Serena y confiada; no humilde y denigrada, tal y como cabía esperar. Y con un aspecto juvenil de lo más impropio y extraño. La
muchacha se detuvo junto a la puerta y los contempló; tras ella, expectante y timorata, su prima Georgiana. Valancy era tan feliz que ya no odiaba a su familia. Era capaz incluso de percibir una serie de buenas cualidades en ellos que jamás había
visto antes. Y le daban pena. La compasión que sentía hizo que se mostrase bastante
amable.
—Hola, madre —dijo afablemente.
—¡Por fin has vuelto a casa! —exclamó la señora Frederick, mientras sacaba un pañuelo. No se atrevió a mostrarse ofendida, pero no tenía intención de verse privada de sus lágrimas.
—Bueno, no exactamente —repuso Valancy. Lanzó su bomba—. He pensado que debía pasarme por aquí y decirles que me he casado. El pasado jueves por la noche. Con Barney Snaith.
El tío Benjamin dio un brinco en su silla y volvió a sentarse.
—Que Dios me bendiga —dijo débilmente; todos los demás parecían haberse convertido en piedra, excepto la prima Gladys, que se había mareado. La tía Mildred
y el tío Wellington tuvieron que ayudarla a llegar hasta la cocina.
—Hay que conservar las tradiciones victorianas —dijo Valancy con una sonrisa. Tomó asiento sobre una silla, sin haber sido invitada a hacerlo. La prima Stickles
comenzó a sollozar.
—¿Ha existido algún día en su vida en el que no haya llorado? —preguntó
Valancy con curiosidad.
—Valancy —dijo el tío James, siendo el primero en recuperar la capacidad de hablar—, lo que acabas de decir, ¿es cierto?
—Así es.
—¿Quieres decir que realmente te has casado… casado… con ese infame Barney Snaith?… Ese… ese… criminal… que…
—Así es.
—Entonces —dijo el tío James violentamente— eres una criatura desvergonzada que ha perdido todo sentido del decoro y la virtud, y me lavo las manos por completo en lo que a ti se refiere. No quiero volver a verte.
—¿Se ha reservado algunas palabras para cuando cometa un asesinato? — preguntó Valancy.
El tío Benjamin pidió nuevamente a Dios que bendijera su alma.
—Ese criminal borracho… ese…
Un brillo peligroso apareció en los ojos de Valancy. Podían decirle lo que quisieran sobre ella, pero no debían insultar a Barney.
—Diga maldita sea y se sentirá mejor —sugirió.
—Soy capaz de expresar mis sentimientos sin blasfemar. Y te digo que te has cubierto de infamia y eterna desgracia al casarte con ese alcohólico…
—Usted sería más tolerable si se emborrachase de vez en cuando. Barney no es
un alcohólico.
—Fue visto borracho en Port Lawrence… completamente ebrio —dijo el tío Benjamín.
—Si eso es verdad, y dudo que lo sea, tendría un buen motivo para ello. Ahora sugiero que dejen todos a un lado esa apariencia trágica y acepten la situación. Estoy casada… no hay nada que puedan hacer al respecto. Y soy muy feliz.
—Supongo que deberíamos agradecerle que se haya casado con ella —dijo la prima Sarah, intentando mirar el lado positivo.
—Si es que realmente lo ha hecho —dijo el tío James, que acababa de lavarse las manos con respecto a Valancy—. ¿Quién os ha casado?
—El señor Towers, de Port Lawrence.
—¡Un metodista libre! —gimió la señora Frederick, como si haber sido casados por un metodista preso hubiese supuesto una mancha menos deshonrosa. Eran las primeras palabras que había pronunciado. La señora Frederick no sabía qué decir.
Todo el asunto le parecía demasiado terrible… demasiado abominable… una auténtica pesadilla. Seguro que despertaría de un momento a otro. ¡Después de todas
las radiantes esperanzas que había albergado durante el funeral!
—Me hace pensar en esos cómo-se-llamen —dijo el tío Benjamín con un gesto de impotencia—. Esos cuentos… ya sabéis… de hadas que arrancan a los bebés de sus cunas.
—Parece poco probable que Valancy fuese intercambiada por otra niña a la edad de veintinueve años —repuso la tía Wellington sarcásticamente.
—De todos modos jamás he visto un bebé con un aspecto más extraño que el suyo —el tío Benjamín desvió la conversación—. Lo dije en su momento, ¿te acuerdas, Amelia? Dije que jamás había visto unos ojos como aquellos en una cabeza
humana.
—Me alegro de no haber tenido hijos —dijo la prima Sarah—. Si no te rompen el corazón de un modo lo hacen de otro.
—¿Acaso no es mejor que te rompan el corazón a tenerlo marchito? —inquirió Valancy—. Para poder romperse, antes ha tenido que sentir de un modo maravilloso.
El sufrimiento merecería la pena.
—Está chalada… completamente chalada —murmuró el tío Benjamin con el
sentimiento vago e insatisfactorio de que alguien había dicho algo parecido con
anterioridad.
—Valancy —dijo solemnemente la señora Frederick—, ¿rezas en alguna ocasión para ser perdonada por la desobediencia que profesas a tu madre?
—Debería rezar para ser perdonada por haberla obedecido durante tanto tiempo —contestó Valancy con obstinación—. Pero mis rezos no tienen nada que ver con
todo eso. Solo le doy gracias a Dios cada día por la felicidad que siento.
—Preferiría verte caer muerta ante mis ojos —dijo la señora Frederick,
comenzando a llorar con cierto retraso—, que escuchar lo que me has dicho hoy.
Valancy observó a su madre y a sus tías, y se preguntó si habrían conocido alguna vez el verdadero significado del amor. Sentía por ellas más pena que nunca antes.
Eran tan dignas de compasión… Y jamás lo habían sospechado.
—Barney Snaith es un sinvergüenza por haberte engañado así para casarte con él —dijo el tío James con vehemencia.
—Oh, fui yo quien llevó a cabo el engaño. Le pedí que se casara conmigo —dijo Valancy con una sonrisa traviesa.
—¿No tienes orgullo? —preguntó la tía Wellington.
—Muchísimo. Estoy orgullosa de haber conseguido un esposo por mí misma y sin ayuda gracias a mis esfuerzos. La prima Georgiana, aquí presente, quería favorecer mi matrimonio con Edward Beck.
—Edward Beck vale veinte mil dólares y es dueño de la casa más elegante de aquí a Port Lawrence —dijo el tío Benjamin.
—Eso suena muy bien —repuso Valancy tercamente—, pero su valor es así de
insignificante —chasqueó los dedos— si lo comparo con lo que siento cuando
Barney me rodea con sus brazos y apoya su mejilla contra la mía.
—¡Oh, Doss! —exclamó la prima Stickles.
La prima Sarah dijo:
— ¡Oh, Doss! —
Y la tía Wellington afirmó:
— Valancy, no hay necesidad alguna de mostrarse indecente.
—Vaya, ¿acaso resulta indecoroso disfrutar de la sensación que produce que tu esposo te rodee con su brazo? Me inclino a pensar que lo indecente sería todo lo contrario.
—¿Por qué esperamos que se comporte con decencia? —inquirió el tío James
sarcásticamente—. Se ha apartado de esa virtud para siempre. Ella se lo ha buscado. Dejad que se las arregle como pueda.
—Gracias —dijo Valancy muy agradecida—. ¡Cómo habrían disfrutado ustedes siendo Torquemada! Bien, tengo que regresar. Madre, ¿puedo llevarme esos tres cojines que tejí el pasado invierno?
—Cógelos… ¡llévatelo todo! —exclamó la señora Frederick.
—Oh, no quiero todo… ni mucho. No deseo abarrotar mi Castillo Azul. Solo quiero los cojines. Pasaré a recogerlos algún día cuando vayamos en el coche.
Valancy se levantó y se acercó a la puerta. Entonces se giró. Se compadecía más
que nunca de todos ellos. No poseían un Castillo Azul en las soledades purpúreas de Mistawis.
—Su problema es que no ríen lo suficiente —dijo.
—Querida Doss —repuso la prima Georgiana con tristeza—, algún día
descubrirás que la sangre es más espesa que el agua.
—Por supuesto que sí. ¿Pero quién quiere que el agua sea espesa? —se defendió Valancy—. Queremos que el agua sea clara… chispeante… cristalina.
La prima Stickles gimió.
Valancy no invitó a ninguno de ellos a que fuera a visitarla; tenía miedo de que solo acudiesen para curiosear. Pero dijo:
—¿Le importa si me paso a verla de vez en cuando, madre?
—Mi casa estará siempre abierta para ti —contestó la señora Frederick con
afligida dignidad.
—No deberías reconocerla como hija tuya nunca más —dijo el tío James con severidad mientras se cerraba la puerta tras Valancy.
—Me resulta bastante difícil olvidar que soy madre —admitió la señora Frederick —. ¡Mi pobre muchacha desgraciada!
—Me atrevería a decir que el matrimonio no es legal —intervino el tío James con tono tranquilizador—. Seguramente ha estado casado antes media docena de veces.
Pero no quiero saber nada más de ella. He hecho todo lo que he podido, Amelia. Creo
que estarás de acuerdo conmigo en eso. De aquí en adelante, el tío James lo dijo con una solemnidad terrible, Valancy está muerta para mí.
—La señora de Barney Snaith —dijo la prima Georgiana, como si estuviese haciendo una prueba con el fin de comprobar cómo sonaba.
—Tendrá muchos seudónimos, no cabe duda —dijo el tío Benjamin—. Por mi
parte, creo que ese hombre es medio indio. Estoy completamente seguro de que viven
en una wigwam.
—Si se ha casado con ella bajo el nombre de Snaith y no es su nombre real, ¿no quedaría el matrimonio sin efecto legal? —preguntó la prima Stickles con esperanza.
El tío James sacudió la cabeza.
—No, es el hombre quien se casa, no su nombre.
—¿Sabéis? —dijo la prima Gladys, quien se había recobrado y regresado a la estancia, aunque todavía se mostraba trémula—. Tuve una clara premonición sobre esto en la cena de las bodas de plata de Herbert. En aquel momento hice un comentario al respecto. Cuando comenzó a defender a Snaith; seguro que lo recordáis. Me sobrevino como una revelación. Hablé con David sobre ello de camino a casa.
—¿Qué… qué le ha ocurrido a Valancy? —La tía Wellington le exigió una respuesta al universo—. ¡Valancy!
El universo no respondió pero sí lo hizo el tío James.
—¿No han surgido últimamente ciertas ideas sobre la aparición de personalidades
múltiples? No respaldo muchas de esas nociones modernas, pero puede que este sea uno de esos casos. Explicaría su incomprensible conducta.
—A Valancy le encantan las setas —suspiró la prima Georgiana—. Temo que, viviendo allí en el bosque, se envenene comiendo hongos venenosos por error.
—Hay cosas peores que la muerte —dijo el tío James, con la firme creencia de que era la primera vez en el mundo que se aseveraba semejante declaración.
—¡Nada volverá a ser igual jamás! —sollozó la prima Stickles.
Valancy, caminando deprisa a lo largo de la polvorienta carretera, de vuelta a la fría Mistawis y su isla púrpura, ya se había olvidado por completo de ellos… igual que había olvidado que podría caer muerta en cualquier instante si se apresuraba demasiado.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...