Había un rosal en el diminuto jardín de los Stirling que crecía junto a la verja.
Lo llamaban el rosal de «Doss». La prima Georgiana se lo había regalado a Valancy hacía cinco años, y Valancy lo había plantado con
alegría. Adoraba las rosas. Pero claro está, el rosal nunca floreció. Esa era su suerte. Valancy hizo todo lo posible, pidió consejo a todos los miembros del clan, pero a pesar de todos sus esfuerzos, su rosal no floreció. Se desarrolló y creció exuberante, con magníficas y frondosas ramas vírgenes de herrumbre y arañas; pero ni siquiera un brote de rosa apareció.
Valancy, observándolo dos días después de su cumpleaños, se sintió repentinamente invadida por un odio acérrimo hacia su rosal. Si no iba a florecer… Pues muy bien, entonces, lo podaría. Fue a buscar su podadora al cuarto de herramientas del granero y se dirigió con encono hacia el rosal. Algunos minutos más tarde, al salir a la veranda, la señora Frederick contempló horrorizada a su hija podando salvajemente las ramas del rosal.
La mitad de ellas se esparcían ya por el suelo. El pobre arbusto estaba, tristemente, destrozado. —Doss, ¿qué demonios estás haciendo? ¿Es que te has vuelto completamente loca?
—No —respondió Valancy. Le hubiera gustado emplear un tono más desafiante, pero la fuerza de la costumbre era demasiado fuerte para ella. Respondió con reprobación. —Yo… yo simplemente he decidido podar este arbusto. Es inútil, no ha florecido
ni florecerá jamás.
—Esa no es razón para destrozarlo —dijo la señora Frederick severamente—. Era
un hermoso rosal y muy decorativo. Ahora tiene un aspecto deplorable, gracias a tus locuras.
—Las rosas deberían haber florecido —respondió Valancy con cierta obstinación.
—No discutas conmigo, Doss. Limpia todo este desastre y deja tranquilo al arbusto. No sé qué dirá Georgiana cuando vea cómo lo has despedazado. Verdaderamente, me sorprende tu comportamiento. Además, ¡sin consultarme!
—El rosal es mío —murmuró Valancy.
—¿Qué me ha parecido escuchar? ¿Qué has dicho, Doss?
—Solo he dicho que el rosal es mío —repitió Valancy humildemente. La señora Frederick se volvió sin decir una palabra y se dirigió hacia la casa. El daño ya estaba hecho. Valancy sabía que había ofendido profundamente a su madre y que no le dirigiría la palabra ni le haría caso durante dos o tres días. La prima Stickles se ocuparía de trasladar los mensajes a Valancy, mientras la señora Frederick mantendría un silencio sepulcral que atestiguaría su majestuosa indignación.
Valancy suspiró y guardó su podadora, colgándola cuidadosamente sobre su
escarpia en el cuarto de herramientas. Recogió las ramas mutiladas y barrió las hojas.
Reprimió una sonrisa mientras lanzaba una mirada al andrajoso rosal. Extrañamente,
tenía cierto parecido con su famélica y temblorosa donante, la pequeña prima Georgiana.
«Ciertamente, he hecho algo terrible», pensó Valancy.
Pero no se sentía culpable, simplemente triste por haber ofendido a su madre. La situación sería un tanto incómoda hasta que fuera perdonada, pues la señora Frederick
era una de esas mujeres que hacen sentir su cólera en toda la casa. Las paredes y las puertas no suponen protección alguna en este caso.
—Deberías ir al pueblo a buscar el correo —dijo la prima Stickles cuando
Valancy entró en la casa—. Yo no puedo, me siento muy débil esta primavera.
Querría que te acercaras a la farmacia y me compraras un frasco de las Píldoras Amargas Redfern. No hay nada como las Píldoras Amargas para recuperar la salud.
El primo James dice que las Pastillas Púrpuras son las mejores, pero yo lo sé mejor que él. Mi pobre marido tomó esas pastillas hasta el día de su muerte. No deberían
pedirte más de noventa centavos; es lo que me cobran por ellas en Port Lawrence. ¿Y qué es lo que le has dicho a tu pobre madre? ¿No te has parado a pensar, Doss, que madre no hay más que una?
«Y me basta», pensó Valancy con rebeldía, mientras se dirigía hacia la parte alta del pueblo.
Compró el frasco de Píldoras Amargas de la prima Stickles y a continuación se
dirigió a la oficina de correos y solicitó la entrega de su correspondencia. Su madre no disponía de un apartado de correos, pues no recibían suficiente correspondencia para molestarse en alquilarlo. Valancy no tenía previsto recibir correo alguno, excepto el Christian Times, el único periódico que compraban. Casi nunca recibían cartas,
pero Valancy disfrutaba yendo a la oficina de correos para observar al señor Carewe, el viejo empleado de barba gris con aspecto de Papá Noel, consignando sus cartas a
las personas que tenían la fortuna de recibirlas. Cumplía su labor con tal indiferencia, con un aire tan impersonal y tan soberbio, que pareciera impasible ante las divinas alegrías o las angustiosas tristezas que pudieran contener las misivas remitidas a esas
gentes.
Las cartas ejercían una enorme fascinación sobre Valancy, sin duda porque rara vez recibía alguna. En su Castillo Azul, las excitantes epístolas, envueltas en
cintas y sellos carmesíes, le eran entregadas siempre por pajes uniformados con
libreas azules y doradas; pero en la vida real, sus únicas cartas, si llegaba el caso, consistían en superficiales notas ocasionales de los miembros de su familia o en folletos publicitarios.
Por consiguiente, se sorprendió en gran medida cuando el señor Carewe, con un aire aún más solemne de lo que era habitual, le consignó una carta dirigida a ella. Sí, era a ella a quien estaba remitida claramente, con un trazo negro y enérgico:
«Señorita Valancy Stirling, Elm Street, Deerwood», y el matasellos era de la ciudad de Montreal. Valancy la recogió con una respiración algo acelerada. ¡Montreal! Debía ser una carta del doctor Trent. Se había acordado de ella, después de todo.
Cuando salía, Valancy se cruzó con el tío Benjamín, y se sintió aliviada al saber
que la carta estaba bien segura en su bolso.
—¿Cuál es la diferencia —preguntó el tío Benjamín— entre un burro y un sello
de correos?
—No lo sé. ¿Cuál es? —preguntó Valancy obedientemente.
—Uno de un lametazo te deja «pegado», y el otro lo pegas de un lametazo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
El tío Benjamín hizo su entrada extraordinariamente orgulloso de sí mismo.
A la llegada de Valancy, la prima Stickles se lanzó sobre el Times, pero no se le ocurrió preguntar si habían recibido correspondencia. La señora Frederick lo habría hecho, pero los labios de la señora Frederick estaban sellados. Valancy se sintió
aliviada. Si su madre le hubiera preguntado si habían recibido alguna carta, habría tenido que admitir que había una dirigida a ella, y se habría sentido obligada a
permitir que su madre y la prima Stickles leyeran la misiva, y de este modo todo quedaría al descubierto.
Mientras subía la escalera su corazón de comportó de un modo extraño, y se vio
obligada a sentarse durante algunos minutos cerca de la ventana, antes de abrir la carta. Se sentía muy culpable, como si estuviera cometiendo una traición. Antes de ese momento, jamás había mantenido una carta en secreto para su madre. Cada carta
que escribía o recibía, era leída por la señora Frederick. Aquello carecía ciertamente
de importancia ya que Valancy jamás había tenido nada que ocultar; pero en aquella
ocasión era importante. No podía dejar que nadie leyera aquella carta. Sus dedos temblaban al abrirla, pues era consciente de su reprensible y poco filial conducta, pero también, tal vez, de aprensión.
Se había convencido poco a poco de que su corazón no adolecía de nada grave, pero ¿cómo podía saberlo con seguridad?
La carta del doctor Trent estaba escrita a su imagen y semejanza: abrupta, directa, y concisa, sin desperdiciar palabra. El doctor Trent nunca se andaba por las ramas.
«Querida señorita Stirling», seguía una página entera de caligrafía negra y
concluyente. Valancy pareció leer a primera vista; dejó caer la carta sobre su regazo, y su rostro palideció.
El doctor Trent le refería que padecía una forma muy peligrosa y fatal de
enfermedad cardíaca, una angina de pecho, evidentemente complicada con un
aneurisma
—¿qué podía ser eso?— en su estadio terminal. Decía, sin contemplación alguna, que no se podía hacer nada por ella. Si se cuidaba con celo, tal vez podría vivir un año, aunque también podía morir en cualquier momento. El doctor Trent no era hombre de eufemismos. Valancy debía evitar cualquier excitación o esfuerzo
muscular importante. Debía comer y beber con moderación, no correr jamás, y subir escaleras y pendientes con precaución. Cualquier súbita impresión o sobresalto podría
resultar fatal. Debía procurarse los medicamentos con la receta que le adjuntaba,
llevarlos siempre con ella, y tomar un comprimido si le sobrevenía un ataque. Su
humilde servidor, H. B. Trent.
Valancy permaneció sentada largo tiempo junto a la ventana. En el exterior se abría un mundo inmerso en la luz de un atardecer primaveral: el cielo lucía
maravillosamente azul, el viento soplaba libre y perfumado, y podía apreciarse una ligera y hermosa neblina azul al final de cada calle. En la estación de ferrocarril un
grupo de muchachas esperaba el tren; escuchó su risa alegre mientras charlaban y bromeaban. El tren llegó rugiendo a la estación y partió rugiendo igualmente. Pero nada de todo esto le parecía real. Nada tenía visos de realidad, excepto el hecho de que solo le quedaba un año de vida.
Cuando se cansó de estar sentada junto a la ventana se acostó en la cama, con la mirada fija en el techo descolorido y agrietado. Estaba poseída por ese extraño
entumecimiento que sigue al anuncio de una aterradora noticia. No sentía nada, salvo
una sorpresa e incredulidad infinitas, tras las cuales yacía la convicción de que el
doctor Trent conocía su oficio y que ella, Valancy Stirling, que jamás había vivido, estaba a punto de morir.
Cuando llegó la hora de la cena Valancy se levantó y bajó las escaleras mecánicamente, llevada por la fuerza de la costumbre. Se preguntó si había.permanecido mucho tiempo sola en su habitación. Pero, ciertamente, su madre no le prestó atención alguna en ese momento, y Valancy se sintió agradecida por ello. Se
dijo a sí misma que la disputa relativa al rosal había sido —como la propia señora Frederick habría admitido— verdaderamente providencial. Se sintió incapaz de probar bocado, y la señora Frederick y la prima Stickles se persuadieron de que su.falta de apetito se debía justamente a su merecido descontento ante la actitud de su
madre. Así pues, nadie hizo comentario alguno sobre su inapetencia. Valancy hizo verdaderos esfuerzos para tomar una taza de té, y a continuación permaneció sentada contemplando cómo cenaban las demás, con la extraña sensación de que habían pasado siglos desde la última vez que se había sentado a la mesa para cenar con ellas.
Se sorprendió a sí misma sonriendo interiormente pensando en la conmoción que
provocaría la noticia si ella decidiera revelarla.
«Si desvelara meramente el contenido de la carta del doctor Trent habría tanto alboroto —pensó Valancy con amargura—, como si realmente les importara algo».
—Hoy, el ama de llaves del doctor Trent ha recibido noticias de él —dijo la prima Stickles tan abruptamente que Valancy se sobresaltó invadida por un sentimiento de
culpabilidad.
¿Quería insinuar algo con sus palabras? La señora Judd había hablado con ella en
la parte alta de la ciudad.
—Piensan que su hijo saldrá de esta, pero el doctor Trent les comunicó que si ese
fuera el caso, se lo llevará al extranjero tan pronto como esté en condiciones de viajar y no regresará a Deerwood hasta dentro de un año.
—Eso no debe preocuparnos —dijo la señora Frederick majestuosamente—. No
es nuestro médico. Y ni siquiera le permitiría y aquí pareció lanzar una mirada acusadora a Valancy que se ocupara de un gato enfermo.
—¿Puedo subir a acostarme? —preguntó Valancy débilmente—. Me duele la cabeza.
—¿Y qué te ha podido causar ese dolor de cabeza? —preguntó la prima Stickles, convencida de que la señora Frederick no lo haría.
Era preciso plantear esa pregunta. Valancy no podía permitirse padecer un dolor de cabeza sin que alguien se inmiscuyera.
—No tienes por costumbre sufrir jaquecas. Espero que no estés incubando las
paperas. Ven, toma una cucharada de té de vinagre.
—¡Tonterías! —espetó Valancy groseramente al tiempo que se levantaba de la mesa.
En aquel momento no le importó resultar impertinente. Había sido tan educada durante toda su vida… Si hubiera sido posible, la prima Stickles habría palidecido aún más. Como tal cosa resultaba improbable, amarilleó.
—¿Estás segura de que no tienes fiebre, Doss? Tienes aspecto febril. Vete enseguida a la cama —dijo la prima Stickles completamente alarmada—. Te frotaré la frente y la nuca con el linimento Redfern. Valancy había llegado junto a la puerta, pero se volvió.
—¡Nadie me frotará con linimento Redfern! —dijo.
La prima Stickles la miró fijamente y se quedó sin aliento.
—¿Qué… qué quieres decir?
—He dicho que nadie me frotará con linimento Redfern —repitió Valancy—.¡Esa horrible sustancia pegajosa! Y de todos los linimentos que conozco, es el de peor olor. No vale para nada. Solo quiero estar sola, eso es todo.
Valancy salió dejando a la prima Stickles horrorizada.
—Tiene fiebre; debe estar febril —exclamó la prima Stickles. La señora Frederick continuó cenando. Poco le importaba que Valancy tuviera fiebre o no. Valancy era culpable de impertinencia hacia ella.
ESTÁS LEYENDO
El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...