Valancy no tenía que realizar tareas duras ni coser. En realidad había muy poco trabajo que llevar a cabo. Cocinaba en un fogón que funcionaba con carbón, llevando a cabo todos sus pequeños rituales domésticos
cuidadosamente y con mucha motivación; comían fuera en la veranda, que casi colgaba por encima del lago. Ante ellos se extendía Mistawis, cual escenario sacado de algún cuento de hadas de tiempos inmemoriales. Y Barney le sonreía desde el otro lado de la mesa con esa sonrisa tan suya, torcida y enigmática.
—¡Menudo paisaje escogió el viejo Tom cuando construyó su cabaña! —decía
Barney exultante. La cena era la comida favorita de Valancy. La sosegada risa del viento les envolvía perpetuamente, y los colores de Mistawis, soberbios y espirituales, producían una sensación —bajo las veleidosas nubes— imposible de describir con meras palabras. También las sombras, arracimadas en torno a los pinos hasta que el viento las sacudía y perseguía por todo Mistawis. Permanecían tumbados durante todo el día junto a la orilla, rodeados de helechos y florecillas silvestres. Caminaban sigilosamente por los promontorios bajo el resplandor de la puesta de sol, hasta que el crepúsculo lo entretejía todo conformando una gran telaraña de penumbra. Los gatos, con sus pequeños rostros inocentes y sabios, se sentaban sobre el
pasamanos de la veranda y comían las exquisiteces que Barney les había arrojado. ¡Y qué bien sabía todo! Valancy, en medio de su romance con Mistawis, jamás olvidaba que los hombres poseían un estómago; y Barney no escatimaba elogios hacia su cocina.
—Después de todo —admitía—, hay que halagar una comida completa. Yo me las arreglaba habitualmente cociendo dos o tres docenas de huevos al mismo tiempo y comiendo unos pocos cuando tenía hambre; los acompañaba con un filete de beicon de vez en cuando, y un ponche o un té.
Valancy servía el té con la sorprendentemente vieja y maltrecha tetera de peltre de Barney. Ni siquiera tenía una vajilla, solo los platos astillados y disparejos de Barney… y un bonito cántaro grande y pasado de moda color azul turquesa. Cuando terminaban de cenar se sentaban allí y hablaban durante horas… o se
sentaban sin decir nada en todos los idiomas del mundo; Barney se apartaba con su pipa y Valancy soñaba distraída y deliciosamente, mientras contemplaba las lejanas colinas más allá de Mistawis donde las agujas de los abetos se elevaban contra la puesta de sol. La luz de la luna pronto comenzaría a bañar de plata el Mistawis. Los murciélagos se abatirían amenazadores contra el tenue sol de poniente. No muy lejos de allí, la pequeña cascada que se deslizaba ladera abajo comenzaría, gracias al
capricho de los dioses de los bosques agrestes a asemejarse a una maravillosa mujer pálida haciendo señas a través de los aromáticos y fragantes árboles de hoja
perenne. Y Leander se dispondría a ulular ahogada y diabólicamente en la orilla de tierra firme. ¡Qué dulce resultaba sentarse allí y no hacer nada inmersa en un maravilloso silencio, con Barney al otro lado de la mesa, fumando!
Había otras muchas islas a la vista, aunque ninguna se hallaba situada lo bastante
cerca como para que sus vecinos resultasen molestos. Lejos hacia el norte se enclavaban un pequeño grupo de isletas a las cuales llamaban las Islas Afortunadas.
Cuando amanecía se asemejaban a un racimo de esmeraldas, y cuando se ponía el sol a un ramillete de amatistas. Eran demasiado pequeñas para albergar casas; pero las luces en las islas más grandes iluminaban todo el lago y sus habitantes encendían
hogueras en sus orillas, derramando su luz entre las sombras del bosque y arrojando sobre las aguas enormes lazos de un intenso color rojizo. La música, procedente de
los barcos que se encontraban aquí y allá, llegaba hasta ellos de manera seductora;
también desde la veranda de la enorme casa ubicada en la isla más grande, propiedad
de un millonario.
—¿Te gustaría una casa como esa, Luz de Luna? —le preguntó una vez Barney, apuntando con su mano hacia ella. Se había acostumbrado a llamarla Luz de Luna, y
a Valancy le encantaba.
—No —respondió Valancy, quien hacía mucho tiempo soñaba con un castillo en la montaña diez veces más grande que la cabaña de ese hombre rico, y ahora se compadecía de los pobres habitantes de los palacios—. No, es demasiado elegante.
Tendría que cargar con ella dondequiera que fuese. Sobre mi espalda, como si fuese un caracol. Sería mi dueña… me poseería, en cuerpo y alma. Yo quiero una casa que pueda amar, abrazar y organizar. Exactamente igual que la nuestra. No envidio la sofisticada residencia de verano de Hamilton Gossard. Es magnífica, pero no es mi
Castillo Azul.
Más abajo, desde el extremo más alejado del lago, atisbaban cada noche a través de un claro un gran tren continental que avanzaba a toda máquina. A Valancy le
gustaba contemplar cómo sus ventanillas iluminadas pasaban velozmente, y se
preguntaba quién viajaría en él y qué esperanzas y miedos transportaba. También le
divertía imaginarse a Barney y a ella acudiendo a los bailes y cenas que se ofrecían
en las casas de las islas, aunque en realidad no deseaba asistir. Una vez fueron a un baile de máscaras en el pabellón de uno de los hoteles al norte del lago; disfrutaron de una noche espléndida, pero se escabulleron en su canoa de vuelta al Castillo Azul
antes del momento en que debían retirarse las máscaras.
—Ha sido estupendo… pero no quiero asistir de nuevo —dijo Valancy.
Barney se encerraba en el cuarto de Barba Azul durante muchas horas al día.
Valancy jamás vislumbró su interior. Gracias a los olores que se filtraban algunas veces, llegó a la conclusión de que debía estar realizando experimentos químicos… o falsificando dinero. Valancy supuso que fabricar dinero falso conllevaba procesos con
olores pestilentes; pero no se preocupó por ello. No albergaba deseo alguno de curiosear en las estancias cerradas que guarecían la vida de Barney. Su pasado y su
futuro no eran de su incumbencia. Solo su exultante presente. Nada más importaba.
En una ocasión se marchó y estuvo fuera durante dos días y dos noches. Le había
preguntado a Valancy si temía quedarse a solas, y ella le había contestado que no.
Jamás le dijo dónde había estado. No le asustaba estar sin compañía, pero se sentía
terriblemente desamparada. El traqueteo de Lady Jane atravesando el bosque cuando Barney regresaba se convirtió en el ruido más dulce que jamás había escuchado. Y
después percibió su característico silbido desde la orilla. Corrió hacia la roca de amarre para recibirle… para acurrucarse entre sus anhelantes brazos, que parecían realmente ansiosos.
—¿Me has echado de menos, Luz de Luna? —susurró Barney.
—Parece como si hubieran trascurrido cien años desde que te marchaste —dijo
Valancy.
—No volveré a dejarte.
—Debes hacerlo —protestó Valancy— si así lo deseas. Me sentiría miserable si creyese que has querido marcharte y no lo has hecho por mi culpa. Quiero que te
sientas completamente libre.
Barney rio con cierto cinismo.
—No existe nada semejante a la libertad en la tierra —dijo—. Solo distintas clases de ataduras. Y cadenas comparativas. Tú ahora crees que eres libre porque has escapado de una especie de confinamiento particularmente insoportable. ¿Pero lo eres realmente? Me amas… eso es una cadena.
—¿Quién dijo o escribió que «aquella prisión a la que nosotros mismos nos
condenamos, no es tal prisión»? —preguntó Valancy débilmente.
—Ah, ahí lo tienes —dijo Barney—. Esa es toda la libertad a la que podemos aspirar: la libertad de escoger nuestra propia prisión. Pero, Luz de Luna… —se
detuvo ante la puerta del Castillo Azul y miró a su alrededor; hacia el magnífico lago, el enorme y sombrío bosque, las fogatas, las luces titilantes—… Luz de Luna, me alegro de estar de vuelta en casa. Cuando me dirigía hacia aquí atravesando el bosque
y he visto las luces de mi hogar… mis luces… brillando bajo los vetustos pinos… es
algo que jamás había visto… oh, muchacha, me he sentido feliz, ¡feliz!
Pero a pesar de la doctrina sobre el cautiverio de Barney, Valancy pensaba que
eran magníficamente libres. Resultaba maravilloso poder permanecer levantada la
mitad de la noche contemplando la luna si así lo deseaba. Llegar tarde a la hora de las
comidas si quería… ella, que siempre había sido reprendida con aspereza por su madre y con reproche por parte de la prima Stickles si se retrasaba un solo minuto.
Podía entretenerse durante las mismas todo el tiempo que le apeteciese. Y dejarse las
cortezas si eso le agradaba. O no acudir a casa en absoluto para comer si no era su
deseo. Sentarse sobre una roca caliente por el sol y hundir sus pies desnudos en la arena caliente si eso le complacía. Sentarse sin hacer nada en medio de un silencio maravilloso si así lo decidía. En resumen, llevar a cabo cualquier estupidez que quisiera cuando así lo estimase conveniente. Si eso no era libertad, ¿qué lo era?

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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...