VI

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La prueba no había resultado tan terrible, después de todo.
El doctor Trent seguía siendo el mismo huraño y tosco de siempre, pero no le había dicho que sus padecimientos fueran fruto de su imaginación. Después de que Valancy le describiera los síntomas, le formuló algunas preguntas y la examinó rápidamente. Tomó asiento y la miró con detenimiento durante algunos instantes.
Valancy tuvo la impresión de que la miraba como si realmente estuviera triste por ella.
La joven contuvo el aliento por un instante. ¿Era grave?
Oh, seguramente no lo sería —no le había causado un dolor tan agudo como para eso—; únicamente se había agravado un poco los últimos días.
El doctor Trent abrió la boca pero, antes de que tuviera tiempo de pronunciar palabra, el teléfono de su escritorio sonó estrepitosamente. Descolgó el auricular. Valancy, que le observaba, vio cómo su rostro cambiaba radicalmente a medida que escuchaba cuanto le decían al otro lado del hilo telefónico.
—Sí, sí. ¿Cómo? Sí, sí —una breve pausa—. ¡Dios mío! El doctor Trent dejó caer el auricular, se precipitó fuera de la sala y subió la escalera sin lanzar siquiera una mirada a Valancy, que le oía correr frenéticamente por el piso superior, gritando órdenes a alguien
—presumiblemente su ama de llaves—. A continuación bajó las escaleras de dos en dos con una bolsa en la mano, cogió al vuelo su sombrero y su abrigo del perchero, abrió la gigantesca puerta, y se precipitó a la calle en dilección a la estación. Valancy permaneció sentada, sola, en el pequeño gabinete, sintiéndose completamente idiota, más idiota que nunca. Idiota y humillada. Así que eso era lo que le ofrecía su heroica determinación de estar a la altura de John Foster y de afrontar sus miedos. No solo era un fracaso para su familia, sin amigos o pretendientes, sino que también era insignificante como paciente. En su frenesí, el doctor Trent había olvidado completamente su presencia. Nada había conseguido ignorando los consejos del tío James y burlándose de las tradiciones familiares. Por un instante temió ponerse a llorar. Todo aquello era tan ridículo. A continuación escuchó al ama de llaves del doctor Trent descender por la escalera. Valancy se levantó y se dirigió a la puerta del gabinete.
—El doctor se ha olvidado completamente de mí —dijo con sonrisa torcida.
—Pues bien, es una lástima —dijo la señora Patterson con simpatía—, pero no me sorprende, pobre hombre. Le han telefoneado desde Port Lawrence por un telegrama. Su hijo ha resultado gravemente herido en un accidente de automóvil en Montreal. El doctor apenas tenía diez minutos para coger el próximo tren. No sé lo que hará si le sucede algo a Ned…, está muy unido al muchacho. Tendrá que volver en otra ocasión, señorita Stirling. Espero que no sea nada serio.
—Oh, no, no es nada grave —coincidió Valancy.
Se sentía un poco menos humillada. No era de extrañar que el pobre doctor Trent se hubiera olvidado de ella en un momento como ese. No obstante, se sentía vacía y desalentada mientras caminaba por la calle.
Valancy tomó un atajo por Lover’s Lane para dirigirse a su casa. No pasaba a menudo por ese sendero, pero se aproximaba la hora de la cena y no quería llegar
tarde. Lover’s Lane llegaba hasta la salida del pueblo, bajo olmos y arces gigantes. Su nombre era bien merecido, pues era difícil pasar por aquel lugar, a cualquier hora del
día, y no encontrar alguna pareja abrazándose o algún grupo de muchachas jóvenes cogidas del brazo por pares, confiándose entusiasmadas sus secretos. Valancy no
sabía cuál de los dos espectáculos la cohibía y la incomodaba en mayor medida.
Aquella tarde se encontró con ambas visiones. Vio a Connie Hale y a Kate Bayley ataviadas con sus nuevos vestidos de organdí rosa, con sus bellas y brillantes
cabelleras adornadas con flores que les conferían una coqueta apariencia. Valancy no había tenido jamás un vestido rosa ni había llevado flores en su cabello. Se encontró a
continuación a una joven pareja que no conocía y que paseaba ajena a todo cuanto acontecía a su alrededor, a excepción de ellos mismos.
El joven rodeaba con el brazo la cintura de la muchacha con bastante descaro. Valancy nunca había paseado con el
brazo de un hombre sobre su cuerpo y pensó que debería haberse sentido impresionada al menos, podrían hacer ese tipo de cosas amparándose en la
oscuridad de la noche, pero no lo estaba. En otro destello de desesperada y austera.honestidad, admitió que sencillamente estaba celosa. Cuando les sobrepasó, se convenció de haberles escuchado burlarse de ella, compadeciéndola:
«¿No es esa la
extraña solterona, Valancy Stirling? Dicen que jamás ha tenido un pretendiente».
Valancy apuró el paso a fin de abandonar Lover’s Lane.
Nunca se había sentido tan insignificante, «desnuda» e insulsa en toda su vida.
Estaba a punto estaba de dejar atrás Lover’s Lane y salir a la calle, cuando
advirtió un viejo coche aparcado a un lado. Valancy conocía muy bien aquel coche,
al menos, el concierto de ruidos que solía emitir; todo el mundo en Deerwood lo conocía. Y eso fue antes de que la expresión pequeña Lizzie hiciera su aparición, en Deerwood al menos; y si hubiera sido conocida, aquel coche sería el más pequeño de todos los Lizzies, aunque no fuera un Ford sino un viejo Grey Slosson.
No se lo podía haber imaginado tan abollado y con un aspecto tan lamentable.
Se trataba del coche de Barney Snaith, y el propio Barney surgió de sus bajos vestido con un mono manchado de barro.
Valancy le lanzó una furtiva mirada cuando pasó junto a él. Era tan solo la segunda vez que se encontraba con el célebre Barney Snaith, aunque había oído
innumerables historias sobre él desde que se había instalado en los arrabales, en Muskoka, hacía cinco años. La primera vez había sido casi un año atrás, en el camino de Muskoka. Se había arrastrado desde los bajos de su coche también en aquella
ocasión y le había lanzado una animada sonrisa cuando se cruzaron, una tenue y
juguetona sonrisa que le otorgó la apariencia de un gnomo divertido.
No tenía aspecto de malvado, no creía que fuese malvado, a pesar de las terribles historias
que corrían sobre él. Bien es cierto que circulaba a toda velocidad por Deerwood en su viejo Grey Slosson, a horas en las que todas las personas de bien estaban acostadas, y a menudo se hacía acompañar por el viejo Abel el Aullador, que atormentaba las noches con sus aullidos —«ambos completamente borrachos, querida»—.
Y todo el mundo sabía que Barney Snaith tan pronto era un preso fugado, como un empleado de banca estafador, un asesino en la clandestinidad, un ateo, el hijo ilegítimo del viejo Abel Gay el Aullador, el padre del nieto ilegítimo de Abel el
Aullador, un falsificador, un farsante y tantas otras cosas terribles. No obstante, Valancy no creía que fuera malvado. Nadie podía ser malvado con una sonrisa semejante, sin importar lo que hubiera podido hacer.
Fue esa noche cuando el príncipe del Castillo Azul, tras haber hecho gala de su ceñuda mandíbula y sus cabellos, en ciertas zonas prematuramente plateados, se transformó en un personaje libertino de largos cabellos leonados con destellos
rojizos, de ojos castaño oscuro y orejas suficientemente despegadas como para
conferirle una apariencia despierta pero no lo bastante como para denominarlas «de
soplillo». Sin embargo, aún conservaba algún atisbo de sonrisa ceñuda en su boca.
En aquellos momentos, Barney Snaith tenía un aspecto aún menos recomendable que de costumbre. Era evidente que no se había afeitado desde hacía varios días, y
sus manos y brazos desnudos hasta los hombros, se veían negros de grasa. Pero
silbaba alegremente y parecía tan feliz que Valancy envidió su suerte. Envidiaba su
ligereza, su irresponsabilidad y su pequeña y misteriosa cabaña sobre una isla del
lago Mistawis e incluso su viejo Grey Slosson totalmente abollado. Ni él ni su coche tenían la necesidad de sentirse respetados ni acatar las tradiciones.
Cuando algunos minutos más tarde la rebasó por el camino con su retumbante Lizzie, con la
cabeza descubierta y reclinada hacia atrás de un modo desenfadado, sus largos cabellos al viento, y una vieja y abominable pipa negra en la boca que le confería un aspecto malicioso, le envidió nuevamente. Definitivamente, los hombres se llevaban
la mejor parte, no cabía duda. Aquel «forajido» era un muchacho dichoso, fuera lo que fuera y hubiera hecho lo que hubiera hecho. Ella, la respetable Valancy Stirling, eminentemente educada, era infeliz y siempre había sido desdichada. Y así estaban
las cosas.
Valancy llegó justo a tiempo para la cena. El sol se ocultaba tras las nubes y una deprimente llovizna había comenzado a chispear de nuevo. La prima Stickles padecía una neuralgia. Valancy tuvo que ocuparse del zurcido familiar y no tuvo siquiera un minuto libre para consagrarse a Magic of Wings.
—¿Podría ocuparme del zurcido mañana? —suplicó.
—Tendrás que dedicarte a otras tareas mañana —respondió la señora Frederick inexorablemente.
Valancy zurció durante toda la tarde y escuchó a la señora Frederick y a la prima Stickles conversar sobre los eternos e insustanciales cotilleos familiares, mientras tricotaban tristemente unas interminables medias negras. Discutieron los detalles del próximo matrimonio de la prima segunda Lilian; y, finalmente, aprobaron dicho enlace, pues a su entender la prima segunda Lilian salía bien parada.
—Aunque no se ha dado mucha prisa —dijo la prima Stickles—. Debe tener por lo menos veinticinco años.
—Afortunadamente, no hay muchas solteronas en nuestro círculo —dijo la señora Frederick con amargura.
Valancy se sobresaltó. Acababa de pincharse el dedo con la aguja. El primo tercero Aaron Gray había sido arañado por un gato y su dedo se había infectado.
—Los gatos son los animales más peligrosos —dijo la señora Frederick—. Jamás consentiré tener un gato en casa. Lanzó una significativa mirada a Valancy a través de sus horribles lentes. En una ocasión, hacía cinco años, Valancy le había preguntado si podía tener un gato. No había vuelto a hablar sobre ello desde entonces, pero la señora Frederick sospechaba que aún conservaba ese ilícito deseo en lo más profundo de su corazón. Valancy estornudó. El código de los Stirling catalogaba como de muy mal gusto estornudar en público.
—Siempre se puede reprimir un estornudo presionando un dedo sobre el labio superior —dijo la señora Frederick con tono de reprimenda. A las nueve y media —o así, como diría el señor Pepys— todo el mundo se
acostó. Pero antes había que ocuparse de la neuralgia de la prima Stickles y frotarle la espalda con el linimento Redfern. Era a Valancy a quien correspondía esta tarea. Valancy se veía siempre obligada a hacerlo. Detestaba el olor del linimento Redfern, detestaba el rostro engreído, risueño, fornido, enmarcado por grandes patillas y emperifollado con sus gafas, del doctor Redfern impreso sobre la botella. Sus dedos conservaban el olor de aquel horrible linimento después de deslizarse bajo las sábanas, a pesar de haberse lavado con esmero para deshacerse de él.
El día del destino de Valancy había llegado y se había ido, y la joven concluyó la jornada tal como la había comenzado, entre lágrimas.

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