No fue hasta primera hora de la tarde del día siguiente que un espantoso coche viejo hizo su aparición entre traqueteos en Elm Street, deteniéndose frente a la casa de ladrillo rojo. Un hombre con la cabeza descubierta
descendió de él y subió corriendo los escalones. La campanilla sonó como si jamás lo hubiese hecho antes… vehemente, intensamente. Quien llamaba estaba exigiendo su entrada, no pidiéndola.
El tío Benjamín rio entre dientes mientras se dirigía apresuradamente hacia la puerta; acababa de dejarse caer para preguntar cómo se encontraba la querida Doss… Valancy.
La querida Doss… Valancy, tal y como fue informado, se encontraba igual. Había bajado a la hora del desayuno no había comido nada, regresado a su habitación, bajado para la cena, no había comido nada, y vuelto a su habitación. Eso era todo. No había hablado. Y la habían dejado, amablemente y de manera considerada, tranquila.
—Muy bien. Redfern aparecerá hoy por aquí —dijo el tío Benjamín. Y ahora la reputación del tío Benjamín como profeta estaba asegurada, pues Redfern estaba ahí… sin lugar a dudas.
—¿Está mi esposa aquí? —interpeló al tío Benjamin sin más preámbulos.
El tío Benjamin sonrió expresivamente.
—El señor Redfern, según creo. Encantado de conocerle, señor. Sí, esa
muchachita traviesa suya está aquí. Hemos estado…
—Necesito verla —cortó Barney al tío Benjamin sin compasión.
—Por supuesto, señor Redfern. Entre. Valancy bajará en un minuto. Acompañó a Barney al salón y se encaminó hacia la salita de estar, donde se encontraba la señora Frederick.
—Sube y dile a Valancy que baje. Su esposo está aquí.
Pero el tío Benjamin se mostró escéptico y dudó si Valancy podría realmente bajar en un minuto o bajar, sin más, por lo que siguió a la señora Frederick escaleras arriba, andando de puntillas, y se dispuso a escuchar desde el pasillo.
—Valancy, querida —dijo con ternura la señora Frederick—, tu esposo está en el salón, y pregunta por ti.
—Oh, madre —
Valancy, que se hallaba sentada junto a la ventana, se levantó y apretó las manos—. No puedo verle… ¡No puedo! Dígale que se marche… pídale que se marche. ¡No puedo verle!
—Dile —siseó el tío Benjamin a través de la cerradura de la puerta— que Redfern ha dicho que no se piensa marchar hasta que la haya visto. Redfern no había dicho tal cosa, pero el tío Benjamin pensó que era de esa clase de tipos. Valancy sabía que lo era. Comprendió que lo mejor que podía hacer era
bajar, al fin y al cabo.
Ni siquiera miró al tío Benjamin cuando pasó a su lado en el descansillo. Al tío Benjamin no le importó. Frotándose las manos y riéndose entre dientes, se retiró a la
cocina, donde afablemente le preguntó a la prima Stickles:
—¿Por qué los buenos esposos son como el pan?
La prima Stickles preguntó por qué.
—Porque las mujeres necesitan ambos —sonrió el tío Benjamin.
El aspecto que lucía Valancy cuando hizo su entrada en el salón era de todo menos hermoso. La noche en vela había causado estragos en su rostro. Llevaba puesto un viejo y feo vestido de algodón a cuadros azules y marrones, pues había
dejado toda su ropa bonita en el Castillo Azul. Pero Barney cruzó corriendo la estancia y la estrechó entre sus brazos.
—Valancy, querida… ¡pequeña idiota! ¿Qué demonios se te cruzó por la cabeza para salir huyendo de esa manera? Cuando llegué anoche a casa y encontré tu carta
me volví completamente loco. Ya habían dado las doce… sabía que era demasiado tarde para venir aquí en ese momento. Caminé arriba y abajo toda la noche. Y esta mañana ha venido papá… no he podido escaparme hasta ahora. Valancy, ¿en qué
pensabas? ¡Divorcio, nada menos! ¿No sabes que…?
—Sé que solo te casaste conmigo por compasión —dijo Valancy, apartándole débilmente—. Sé que no me quieres… lo sé…
—Has estado despierta hasta las tres de la mañana… demasiado tiempo —repuso
Barney zarandeándola—. Eso es lo único que te pasa. ¡Que si te quiero! Oh, ¿acaso no te quiero? ¡Vida mía, cuando vi que ese tren se te echaba encima supe si te amaba
o no!
—¡Oh, sabía que intentarías hacerme creer que te importo! —gritó Valancy
apasionadamente—. No… ¡no! Lo sé todo sobre Ethel Traverse… tu padre me lo ha contado. ¡Oh, Barney, no me tortures! ¡Jamás podré volver contigo!
Barney la soltó y la observó durante un instante. Algo en su rostro macilento y
resuelto habló de un modo más convincente que sus obstinadas palabras.
—Valancy —dijo en voz baja—. Mi padre no te lo puede haber contado todo, porque lo desconoce. ¿Me permites que sea yo quien te lo cuente?
—Sí —contestó Valancy cansada. ¡Oh, qué adorable era! ¡Cuánto anhelaba arrojarse a sus brazos! Mientras Barney la acomodaba con cuidado sobre una silla,
Valancy podría haber besado las manos esbeltas y bronceadas que la rodeaban. No
podía levantar los ojos mientras permanecía en pie ante ella. No se atrevía a encontrarse con su mirada. Por su propio bien, tenía que ser valiente. Lo conocía…
era amable, generoso. Y por ello fingiría que no ansiaba verse liberado. Tendría que haber anticipado que lo haría, una vez lo hubiese comprendido todo superada la primera impresión. Lo sentía por ella… comprendía la terrible posición en que se hallaba. ¿Acaso había fracasado alguna vez a la hora de entender las cosas? Pero jamás aceptaría su sacrificio. ¡Jamás!
—Has conocido a papá y sabes que soy Bernard Redfern. Y supongo que has adivinado que soy John Foster, puesto que entraste en mi cuarto de Barba Azul.
—Sí. Pero no entré por curiosidad. Olvidé que me habías dicho que no entrase… lo olvidé…
—No importa. No voy a matarte y colgarte de la pared, así que no hace falta que llamemos a tu hermana Anne. Solo voy a contarte mi historia desde el principio.
Regresé anoche con la intención de hacerlo. Sí, soy el hijo del viejo doctor Redfern…
célebre por las Pastillas Púrpuras y las Píldoras Amargas. ¡Lo sabré yo! ¿Acaso no me hicieron sufrir por ello durante años?
Barney rio amargamente y caminó dando grandes zancadas de un lado a otro de la habitación.
El tío Benjamin escuchó la carcajada mientras andaba sigilosamente por
el pasillo y frunció el ceño. Esperaba que Doss no se comportase como una tonta testaruda. Barney se arrojó sobre una silla y se sentó ante Valancy.
—Sí. Desde que tengo memoria he sido el hijo de un millonario. Pero cuando nací papá todavía no lo era. Ni siquiera médico… sigue sin serlo. Era veterinario, y
un completo fracaso en su profesión. Mi madre y él vivían en un pequeño pueblo cerca de Quebec y eran terriblemente pobres. No recuerdo a mi madre. Ni siquiera
tengo una fotografía suya. Murió cuando yo tenía dos años. Era quince años más joven que padre… una maestra de escuela. Cuando murió, papá se mudó a Montreal y fundó una empresa para vender su tónico capilar. Había soñado con la receta una
noche, al parecer. Bueno, se puso de moda. El dinero empezó a llegar. Papá inventó o soñó también las otras cosas: pastillas, amargo de angostura, linimentos, y
demás. Cuando cumplí los diez años ya era millonario, y había comprado una casa
tan grande que un chiquillo como yo siempre se sentía perdido en ella. Tenía todos y
cada uno de los juguetes que un niño podía desear… y era el diablillo más solitario del mundo. Solo recuerdo un día feliz en mi infancia, Valancy. Solo uno. Incluso tú
creciste en mejores circunstancias que esas. Papá se fue a visitar a un viejo amigo en el campo y me llevó con él. Me dejaron libertad para hacer lo que quisiera y pasé todo el día martilleando clavos en un trozo de madera. Fue un día maravilloso. Lloré
cuando tuve que volver a mi cuarto lleno de juguetes en la gran casa de Montreal.
Pero no le conté a papá por qué. Jamás le contaba nada. Siempre me ha resultado difícil decir ciertas cosas, Valancy, sobre todo las más profundas que siento en mi corazón. Y la mayoría lo eran para mí. Era un niño sensible, y lo fui más todavía cuando crecí. Nadie supo cuánto sufría. Papá jamás llegó a imaginarlo.
Cuando me envió a un colegio privado solo tenía once años, los niños me zambulleron en la piscina climatizada hasta que me subí sobre una mesa y leí en voz
alta todos los anuncios publicitarios de las repugnantes patentes de padre. Lo hice… entonces —Barney apretó los puños—. Estaba asustado, medio ahogado, y todo mi mundo estaba en mi contra. Pero cuando fui a la universidad y los estudiantes de segundo año intentaron la misma artimaña, me negué —Barney emitió una sonrisa forzada—. Pensé que no podían obligarme a hacerlo. Pero sí que podían… y lo hicieron… me hicieron la vida imposible. Jamás conseguí librarme de las pastillas, los amargos de angostura y el tónico capilar. Mi apodo era «Después de usar»… ya
ves que siempre he tenido el cabello muy abundante y espeso. Ya sabes o quizás no, que los muchachos pueden llegar a comportarse como bestias despiadadas cuando consiguen una víctima como yo. Tenía pocos amigos; siempre levantaba una especie
de barrera entre la gente que me importaba y yo. Y los otros, los que hubiesen estado
más que dispuestos a intimar con el hijo del viejo y adinerado doctor Redfern… no significaban nada para mí. Pero tenía un amigo… o más bien pensaba que lo tenía.
Un tipo inteligente, ratón de biblioteca… una especie de escritor. Eso fue un nexo de unión entre nosotros; yo albergaba aspiraciones secretas en esa dirección. Era mayor que yo, y le admiraba y veneraba. Durante un año fui más feliz de lo que jamás había sido. Y entonces apareció la parodia en la revista universitaria… un artículo mordaz que ridiculizaba los remedios de papá. Los nombres estaban cambiados,
naturalmente, pero todo el mundo sabía a qué y a quién se refería. Oh, era
ingenioso…terriblemente ingenioso. Y agudo. Todo McGill estalló en carcajadas tras leerlo. Averigüé que lo había escrito él.
—Oh, ¿estás seguro? —Los ojos apagados de Valancy ardían de indignación.
—Sí, lo admitió cuando se lo pregunté. Dijo que para él siempre tenía más valor una buena idea que un amigo. Y añadió una puntilla innecesaria: «Ya sabes, Redfern, que hay cosas que el dinero no puede comprar. Por ponerte un ejemplo, no te
comprará un abuelo». Fue un golpe bajo. Era lo suficientemente inexperto como para
sentirme destrozado. Y destruyó muchos de mis ideales e ilusiones, que fue lo peor de todo. Me convertí en un joven misántropo después de aquello. No quería tener
amistad con nadie. Y entonces, un año después de terminar la universidad, conocí a
Ethel Traverse.
Valancy se estremeció. Barney, con las manos metidas en los bolsillos,
contemplaba el suelo de mala gana y no reparó en ello.
—Papá te habló sobre ella, supongo. Era preciosa. Y yo la amaba. Oh, sí, la amaba. No voy a negarlo o restarle importancia ahora. Fue el primer amor apasionado
de un muchacho romántico y solitario, y fue muy auténtico. Y yo creía que ella sentía
lo mismo por mí. Fui tan estúpido como para creerlo. Me sentí inmensamente feliz
cuando aceptó casarse conmigo. Así fue durante unos pocos meses. Entonces averigüé que no me quería. En una ocasión, y durante un breve momento, escuché
involuntariamente una conversación privada. Ese instante fue suficiente. Cayó sobre
mí el destino proverbial de todo aquel que curiosea. Una amiga suya le estaba preguntando cómo podía soportar al hijo del doctor Redfern y sus orígenes relacionados con las panaceas.
«Su dinero cubrirá de oro las pastillas y endulzará los amargos de angostura — dijo Ethel con una carcajada—. Madre me dijo que lo atrapase si podía. Estamos casi
en la ruina. ¡Pero puaj! Puedo oler la trementina cada vez que se me acerca».
—¡Oh, Barney! —exclamó Valancy, abrumada de pena por él. Se había olvidado por completo de sí misma; rebosaba compasión por Barney y furia hacia Ethel
Traverse. ¿Cómo había sido capaz de algo así?
—Bueno —Barney se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación—, eso acabó conmigo. Por completo. Abandoné la civilización, dejé atrás
a todos aquellos malditos estúpidos y me dirigí hacia el Yukón. Durante cinco años di vueltas por el mundo y visité todo tipo de extraños lugares. Ganaba lo suficiente para
sobrevivir; no quería tocar ni un centavo del dinero de papá. Entonces, un buen día, me di cuenta de que Ethel ya no me importaba absolutamente nada en ningún sentido.
Era alguien que había conocido en otro mundo… nada más. Pero no tenía deseo alguno de volver a mi antigua vida. No quería recuperar nada de todo aquello. Era
libre y tenía intención de continuar siéndolo. Vine a Mistawis… vi la isla de Tom MacMurray. Mi primer libro había sido publicado el año anterior, siendo todo un
éxito. Tenía algo de dinero gracias a los derechos de autor y compré mi isla. Pero me
mantuve alejado de la gente. No confiaba en nadie. No creía que existiesen en el
mundo la auténtica amistad o el amor verdadero… no para mí, en cualquier caso: el
hijo de las Pastillas Púrpuras. Solía regodearme con todas las historias demenciales
que contaban sobre mí. De hecho, me temo que yo mismo alimenté unas cuantas de ellas, gracias a misteriosas afirmaciones que la gente interpretaba bajo la luz de sus
propios prejuicios.
Entonces… apareciste tú. Tenía que estar seguro de que me amabas a mí, realmente a mí, no a los millones de mi padre. No existía ninguna otra razón por la que quisieras casarte con un diablo indigente con un supuesto historial como el mío.
Y sentía lástima por ti. Oh, sí, no niego que me casé contigo porque me dabas pena. Y entonces me di cuenta de que eras la mejor amiga y compañera, la más alegre y sincera, que jamás hubiese tenido un hombre. Gracias a ti volví a creer en la existencia de la amistad y el amor. El mundo parecía bueno de nuevo solo porque tú
estabas en él, cariño. Estaba dispuesto a continuar tal y como estábamos para
siempre. Lo supe por primera vez la noche que, regresando a casa, vi la luz de mi morada brillar desde fuera de la isla. Y supe que tú estabas allí, esperándome.
Después de haber pasado toda mi vida sin un hogar era hermoso tener uno. Llegar hambriento por la noche y saber que me esperaban una buena comida, un fuego vivo
y tú.
Pero no comprendí lo que significabas realmente para mí hasta aquel momento
en las vías. Entonces me golpeó como un relámpago. Supe que no podía vivir sin ti, que si no podía soltarte a tiempo tendría que morir contigo. Admito que eso me alteró, me volvió loco. Durante un tiempo fui incapaz de volver a situarme. Por eso me comporté como una mula. Pero el pensamiento que me volvía loco era que ibas a
morir. Siempre lo había odiado, pero como suponía que no había esperanza para ti lo
había desechado de mi mente. Pero ahora tenía que enfrentarme a ello, estabas sentenciada a muerte y no podía vivir sin ti. Cuando llegué anoche a casa había
tomado la decisión de llevarte a todos los especialistas del mundo; confiaba en que se
podría hacer algo por ti. Estaba seguro de que tu situación no podía ser tan grave como el doctor Trent pensaba si esos instantes en la aguja de las vías no te habían
afectado. Y encontré tu nota, me volví loco de felicidad, pero sentí terror ante el miedo de que, después de todo, no me quisieras y te hubieses marchado para
deshacerte de mí. Pero ahora todo está solucionado, ¿verdad, mi amor?
¿Le estaban diciendo a ella, Valancy, «mi amor»?
—Me resulta imposible creer que sientes algo por mí —dijo con impotencia—. Sé que no puedes. ¿Qué sentido tiene, Barney? Es normal que lamentes mi situación,
naturalmente, quieres hacer todo lo que puedas para arreglar este desastre. Pero este no es el modo de resolverlo. No podrías amarme… a mí.
Se levantó y señaló con un gesto trágico hacia el espejo situado sobre la repisa de la chimenea. A decir verdad, ni siquiera Alian Tierney podría haber visto belleza en el
pequeño rostro demacrado y triste que se veía reflejado en él.
Barney no miró hacia el espejo. Miró a Valancy como si quisiera asirla… o golpearla.
—¡Te quiero! Muchacha, te hallas en el mismísimo centro de mi corazón. Te
conservo ahí como a una joya. ¿Acaso no te prometí que jamás te mentiría? ¡Te quiero! Te amo con todo lo que hay en mí que es capaz de amar. Corazón, alma,
cerebro. Cada fibra de mi cuerpo y espíritu se estremecen ante tu dulzura. No existe
nadie en este mundo para mí excepto tú, Valancy.
—Eres… un buen actor, Barney —dijo Valancy con una lánguida y vaga sonrisa.
Barney la observó.
—¿Sigues sin creerme?
—No… no puedo hacerlo.
—Oh… ¡maldita sea! —exclamó Barney violentamente.
Valancy levantó la mirada sobresaltada. Jamás había visto antes a este Barney.
¡Maldiciendo! Ojos oscurecidos por la ira. Labios con un rictus de desagrado. Rostro
de un blanco mortecino.
—No me crees porque no quieres hacerlo —dijo Barney con el tono de voz suave que otorga una ira rotunda—. Te has cansado de mí. Quieres escapar de esto… librarte de mí. Te avergüenzas de las pastillas y los linimentos, igual que ella. Tu orgullo Stirling no es capaz de soportarlos. Todo fue bien mientras creías que no te quedaba mucho tiempo de vida. Un buen divertimento… podías tolerarme. Pero toda una vida con el hijo del viejo doctor Redfern es algo muy diferente. Oh, lo entiendo
perfectamente. He sido un estúpido… pero al fin lo entiendo.
Valancy se irguió. Miró fijamente su enfurecido rostro. Entonces… de repente se echó a reír.
—¡Amor mío! —exclamó—. ¡Lo dices en serio! ¡Me amas de verdad! No estarías tan enfadado si no fuese así.
Barney la observó durante un instante. Entonces la estrechó entre sus brazos con
la tenue sonrisa del amante victorioso. El tío Benjamin, quien había permanecido tras la cerradura paralizado por el terror, se relajó de inmediato y regresó de puntillas junto a la señora Frederick y la
prima Stickles.
—Todo va bien —anunció exultante. ¡Querida Doss! Mandaría llamar a su abogado de inmediato y cambiaría nuevamente su testamento. Doss debía ser su única heredera. Porque a aquella que tiene, no cabe duda que más se le dará. La señora Frederick, volviendo a su complaciente creencia en una Providencia
todopoderosa, sacó la Biblia familiar y anotó una entrada bajo la palabra «Matrimonios».
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...