Cuando la prima Stickles llamó a su puerta, Valancy supo que eran las siete y media de la mañana y que debía levantarse. Hasta donde podía recordar, la prima Stickles había llamado a su puerta todas las mañanas a las siete y
media.
La prima Stickles y la señora Frederick Stirling se levantaban a las siete, pero a Valancy se le permitía estar en la cama media hora más por la creencia familiar de que era frágil y delicada. Valancy se levantó, aunque le resultó más odioso que nunca levantarse aquella mañana.
¿Qué razones había para hacer tal cosa? Otro día aburrido como todos los que le habían precedido, llenos de insignificantes tareas sin sentido, sin alegría y sin interés, que no beneficiaban a persona alguna. Pero si no se levantaba en ese momento, no estaría preparada para el desayuno a las ocho en punto. La rigidez y rapidez en el tiempo dedicado a las comidas era la regla principal en casa de la señora Stirling. El desayuno a las ocho, la comida a la una y la cena a las seis y media; y así, año tras año.
No se toleraba ninguna excusa para un retraso, de modo que Valancy se levantó temblando. En el cuarto reinaba un frío insoportable, con esa frialdad severa y penetrante de una lluviosa mañana de mayo. La casa permanecería gélida durante todo el día, pues una de las reglas estrictas de la señora Frederick era que el fuego no resultaba necesario a partir del 24 de mayo. Las comidas eran preparadas y cocinadas en la pequeña estufa de aceite de la terraza posterior de la casa. Y a pesar de que algunos días de mayo podían ser todavía muy fríos (y algunos del octubre venidero, de hecho, casi glaciales), no se encendería la chimenea hasta el 21 de octubre, y ni un minuto antes. El 21 de octubre la señora Frederick comenzaría a preparar la comida en el hornillo de la cocina, y al caer la tarde encendería un fuego en la estufa de la sala de estar.
Se murmuraba en la ciudad que podía existir un vínculo entre el hecho de que el fallecido Frederick Stirling hubiera sido víctima de un enfriamiento que más tarde le llevó a la muerte (durante el primer año de vida de Valancy, y el hecho de que la señora Frederick no hubiera encendido el fuego a día 20 de octubre. Había procedido a encender la estufa al día siguiente, pero ya fue demasiado tarde para Frederick Stirling.
Valancy se quitó el camisón y lo colgó en el ropero.
Era de un grueso algodón crudo que le tapaba hasta el cuello y tenía las mangas largas y ajustadas. A continuación se vistió una ropa interior de similar naturaleza, un vestido de algodón a cuadros marrón, gruesas medias negras y botas con suela de goma. En los últimos años se había acostumbrado a arreglarse el cabello en el reflejo de la ventana, pues se le había caído el espejo, y de este modo distinguía con menor claridad sus rasgos. Pero esa mañana levantó los estores hasta lo más alto y se miró en el lacerado espejo con la apasionada determinación de verse a sí misma tal como el mundo podía contemplarla.
El resultado fue bastante espantoso. Incluso una gran belleza hubiera encontrado cruel aquella fuerte y molesta luz lateral. Valancy vio su media melena oscura, rala y lisa, y sin brillo a pesar de que cada noche le daba cien cepilladas, ni una menos, y frotaba religiosamente sus raíces, más apagadas que nunca a la dura luz de aquella mañana de mayo, con la loción para cabellos vigorosos Redfern; también pudo
percibir sus cejas negras y rectas; una nariz que siempre había encontrado demasiado
pequeña incluso para su pequeña cara, pálida y triangular; una boca pequeña y apagada que se abría sobre una hilera de pequeños dientes blancos y afilados; y una
delgada figura, de pecho plano, más bien por debajo de la estatura media. Por alguna
razón no había heredado los pómulos altos de su familia, y sus ojos de un color marrón oscuro, demasiado suave e impreciso para ser negro, tenían una forma
rasgada casi oriental. Con la excepción de sus ojos, no era fea ni bonita, únicamente
insignificante, concluía ella amargamente. ¡Cuán simples resultaban las líneas de sus ojos y su boca con aquella luz despiadada! Nunca su escuálido y pálido rostro se había mostrado tan escuálido y tan pálido.
Valancy se peinó un moño a la Pompadour. Los moños a la Pompadour habían
pasado de moda hacía tiempo, pero cuando Valancy se había recogido el cabello por
primera vez aún estaban de moda, y la tía Wellington había decretado que así debía
peinarse siempre.
—Es la única manera de arreglarte el cabello que te sienta bien. Tu rostro es tan delgado que debes añadirle volumen con ese efecto Pompadour —había dicho la tía
Wellington, que siempre manifestaba simples banalidades como si se tratara de verdades profundas y trascendentales.
A Valancy le habría gustado dejar sus cabellos sueltos sobre la frente con algunos
bucles por encima de las orejas, como los llevaba Olive.
Pero las órdenes de la tía Wellington le habían causado tal efecto que nunca se atrevió a cambiar de peinado.
Había muchas cosas que Valancy no se atrevía a hacer.
Toda su vida había sentido miedo de algo, pensó con amargura. Desde aquellos tiempos inmemoriales en los que se había sentido tan terriblemente asustada por el gran oso negro que vivía, según le había informado la prima Stickles, en el armario
bajo la escalera.
«Siempre tendré miedo, lo sé. No puedo evitarlo. No sé lo que es vivir sin sentir miedo por alguna cosa».
Miedo de las crisis de malhumor de su madre; miedo de ofender al tío Benjamin; miedo a convertirse en el objeto de desprecio de la tía Wellington; miedo de los
mordaces comentarios de la tía Isabel; miedo a la desaprobación del tío James; miedo de ofender las opiniones y los prejuicios del clan entero; miedo a no mantener las apariencias; miedo a decir lo que realmente pensaba; miedo a la pobreza en su vejez.
Miedo, miedo, miedo…; nunca podría escapar de él. La había enredado y atado en su telaraña de acero. Solo en su Castillo Azul podía encontrar un alivio temporal. Pero, aquella mañana, Valancy apenas podía creer en él. Nunca lograría encontrarlo de nuevo. Veintinueve años, soltera, no deseada… ¿qué tenía ella en común con la castellana de cuento del Castillo Azul? Era preciso desterrar para siempre de su vida tan pueriles tonterías, y enfrentarse a la realidad con valentía. Apartó la vista de su antipático espejo y miró hacia afuera. La fealdad del paisaje la golpeaba siempre como un mazazo; la valla en ruinas; la antigua tienda de carruajes en la finca vecina, completamente abandonada y deslucida con coloridos carteles publicitarios; la sucia estación de tren un poco más lejos, con horribles vagabundos merodeando siempre en los alrededores, incluso a una hora tan temprana. Bajo aquella lluvia torrencial todo parecía aún más horrible que de costumbre, particularmente aquel abominable anuncio en el que podía leerse: «Mantenga su cutis de colegiala». Valancy había mantenido su cutis de colegiala; ese era precisamente su problema.
No había un ápice de belleza al otro lado de la ventana; «exactamente igual que en mi vida», pensó Valancy con tristeza.
Su breve amargura pasó y aceptó los hechos tan resignadamente como siempre lo había hecho. Era una de esas personas a las que la vida les pasa de lado. No había alteración alguna en este hecho.
En este estado de ánimo, Valancy bajó a desayunar.
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El Castillo Azul
Любовные романыLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...