Entretanto, los preámbulos de la cena se prolongaban, fieles a la tradición de los Stirling. La estancia estaba fría, a pesar del calendario, y la tía Alberta tenía encendida la chimenea de gas.
Todos los miembros del clan Stirling envidiaban la chimenea de gas excepto Valancy. Cuando las noches de otoño eran frescas, ardían gloriosas chimeneas en cada estancia de su Castillo Azul; pero hubiera preferido morir de frío antes de cometer el sacrilegio de utilizar una chimenea de gas.
El tío Herbert hizo su broma habitual cuando le preguntó a la tía Wellington, mientras la ayudaba con los embutidos:
«Mary, ¿deseas un poco de cordero?».
La tía Mildred contó la misma vieja historia según la cual en una ocasión había encontrado un anillo perdido en una granja de pavos.
El tío Benjamín relató a su vez su prosaico cuento favorito sobre cómo había perseguido y posteriormente castigado a un hombre ya célebre por robar manzanas.
La segunda prima Jane describió todo el sufrimiento que le había causado un absceso dental.
La tía Wellington admiró el diseño de las cucharillas de plata de la tía Alberta y lamentó que se hubiera perdido una de las suyas.
-Se me echó a perder el juego. Nunca encontraré una cucharilla idéntica. Y fue el regalo de bodas de mi vieja y querida tía Matilda.
La tía Isabel encontró que las estaciones estaban cambiando y no podía imaginar lo que podría haber sido de aquellas buenas primaveras de antaño. La prima Georgiana, como de costumbre, se refirió al último funeral y se preguntó en voz alta: «¿Quién de nosotros será el próximo en desaparecer?». Porque la prima Georgiana nunca expresaría algo tan contundente como «morir».
Valancy pensó que podía decírselo, pero se contuvo. La prima Gladys, así mismo, y como era habitual, tenía una queja. Sus sobrinos, que estaban de visita, habían arrancado todas las yemas de sus plantas de interior y perseguido a sus selectas crías de pollo, «estrangulando a alguno de ellos hasta la muerte, querida».
-Los chicos siempre serán chicos -recordó el tío Herbert tolerante.
-Pero no tienen por qué trepar como fieras salvajes -replicó la prima Gladys, mirando en torno a la mesa para comprobar si apreciaban su ingenio.
Todo el mundo sonrió excepto Valancy. La prima Gladys tomó nota de ello; y unos minutos más tarde, cuando se discutía el caso de Ellen Hamilton, Gladys se refirió a esta última como «una de esas niñas tímidas y vulgares que no podían conseguir marido», y lanzó una significativa mirada a Valancy. El tío James pensó que la conversación caía a un nivel muy bajo de cotilleos personales, y trató de elevarlo iniciando una conversación abstracta sobre «la suprema felicidad». Se pidió entonces que cada uno expresara su idea de «la suprema felicidad».
La tía Mildred opinó que la suprema felicidad -para una mujer- era ser una esposa y madre cariñosa y amada. La tía Wellington pensó que sería poder viajar a
Europa. Olive sugirió que sería convertirse en una gran cantante como Tetrazzini.
La prima Gladys manifestó con tristeza que su mayor felicidad sería estar liberada
-totalmente liberada- de su neuritis.
La suprema felicidad de la prima Georgiana
sería «tener de regreso a Richard, su querido hermano muerto». La tía Alberta manifestó con vaguedad que la suprema felicidad se encontraba en la «poesía de la
vida» y se apresuró a darle algunas órdenes a su criada para evitar que le preguntaran a qué se refería. La señora Frederick argumentó que la suprema felicidad era pasar su vida en amoroso servicio a los demás, y la prima Stickles y la tía Isabel estuvieron de
acuerdo con ella; aunque la tía Isabel con cierto aire de resentimiento, como si pensara que la señora Frederick le había quitado las palabras de la boca.
-Todos somos muy propensos -continuó la señora Frederick, decidida a no perder tan buena oportunidad- a vivir en el egoísmo, el apego a las cosas materiales de este mundo, y el pecado.
Todas las demás mujeres se sintieron reprendidas por sus bajos ideales, y el tío James tuvo la convicción de que la conversación se había elevado en un espíritu de
venganza.
-La suprema felicidad -dijo repentina y nítidamente Valancy- es poder estornudar cuando uno lo desea.
Todos la miraron fijamente. Y nadie se sintió lo bastante seguro para contestarle.
¿Trataba Valancy de ser graciosa? Era increíble. La señora Frederick, que respiraba más tranquila a medida que la cena se desarrollaba sin ningún «brote» de Valancy,
comenzó a temblar de nuevo. Pero consideró prudente no decir cosa alguna.
El tío Benjamin no fue tan comedido, y se precipitó con premura allí donde la señora
Frederick había decidido retirarse.
-Doss -rio ahogadamente-, ¿cuál es la diferencia entre una jovencita y una
solterona?
-Una es feliz y despreocupada y la otra infeliz y preocupada -dijo Valancy-.
Si no recuerdo mal, es al menos la enésima vez que me formula la misma adivinanza, tío Ben. ¿Por qué no trata de buscar nuevos acertijos si quiere que realmente lo sean?
Es un error fatal tratar de resultar gracioso si nunca se consigue.
El tío Benjamin la miró fijamente como aturdido. Nadie se había atrevido nunca a hablarle en ese tono a Benjamin Stirling, de los Stirling y Frost. ¡Y menos aún Valancy! Miró discretamente en torno a la mesa para ver lo que pensaban los demás
de aquello.
Todos los rostros carecían de expresión. La pobre señora Frederick había cerrado los ojos, y sus labios se movían temblorosamente, como si estuviera rezando.
Tal vez lo hacía.
La situación no tenía precedentes y nadie sabía cómo actuar.
Y mientras, Valancy continuó comiendo su ensalada como si no hubiera ocurrido nada inusual.
Para no echar a perder la cena, la tía Alberta comenzó a relatar en detalle cómo la había mordido un perro recientemente. El tío James, para apoyarla, preguntó dónde la
había mordido el perro.
-Un poco más abajo de la iglesia católica -dijo la tía Alberta.
En ese momento Valancy se sonrió. Nadie más lo hizo. ¿Qué era tan gracioso?
-¿Es ese un órgano vital? -preguntó Valancy.
-¿Qué quieres decir? -respondió desconcertada la tía Alberta, y la señora
Frederick casi se vio obligada a creer que había servido a Dios innecesariamente
todos aquellos años.
La tía Isabel concluyó que dependía de ella el silenciar a Valancy.
-Doss, estás terriblemente delgada -dijo-. Eres toda tú un saco de huesos.
¿Has intentado engordar un poco alguna vez?
-No -Valancy no se batía en retirada-. Pero puedo decirle dónde puede encontrar un salón de belleza en Port Lawrence, si lo desea. Así podría reducir el
número de sus dobles barbillas.
-¡Va-lan-cy!
El grito de protesta fue lanzado por la señora Frederick. Pretendía que su tono fuera tan majestuoso y señorial como de costumbre, pero sonó más como un gemido suplicante. Y no había dicho «Doss».
-Está febril -dijo la prima Stickles al tío Benjamin, en un susurro agonizante -. Tiene aspecto febril desde hace días.
-En mi opinión se ha vuelto completamente chiflada -gruñó el tío Benjamin-.
Y si no lo estuviera, debería recibir una azotaina. Sí, un buen azote.
-No se le puede dar un azote -la prima Stickles estaba muy agitada-. Tiene veintinueve años.
-Hay un beneficio, al menos, en tener veintinueve años -dijo Valancy, que había oído este pedacito de la conversación.
-Doss -dijo el tío Benjamin-, cuando esté muerto puedes decir lo que quieras.
Pero mientras esté vivo te exijo ser tratado con respeto.
-Ah, pero usted sabe muy bien que todos nosotros estamos muertos -dijo
Valancy-; el clan Stirling al completo. Solo que algunos de nosotros estamos enterrados y otros no... aún. Esa es la única diferencia.
-Doss -dijo el tío Benjamin, pensando que podía intimidar a Valancy-, ¿recuerdas el día que robaste la confitura de frambuesa?
Valancy se sonrojó intensamente, no por vergüenza, sino porque le resultó difícil contener la risa. Estaba segura de que el tío Benjamin encontraría la manera de hablar de aquella historia de la mermelada.
-Claro que me acuerdo -replicó ella-. Estaba muy buena aquella confitura. Siempre me he arrepentido de no haber comido más antes de que usted me descubriera. Oh, mire la sombra del perfil de la tía Isabel en la pared. ¿Alguien ha
visto algo tan gracioso?
Todo el mundo la miró, incluyendo a la propia tía Isabel que, al volverse, hizo que la sombra se arruinara. Pero el tío Herbert dijo amablemente:
-Yo... yo no comería más si estuviera en tu lugar, Doss. No es porque no esté bueno... pero ¿no piensas que sería preferible para ti? Tu... tu estómago parece un
poco alterado.
-No se preocupe por mi estómago, viejecito encantador -dijo Valancy-. Está muy bien. Voy a seguir comiendo. Rara vez tengo la oportunidad de disfrutar de una comida placentera.
Era la primera vez que alguien utilizaba la expresión «viejecito encantador» en Deerwood.
Los Stirling pensaron que Valancy se había inventado aquella locución y comenzaron a temerla en ese mismo instante. Había algo tan extraño en aquella
expresión...
Pero en opinión de la pobre señora Frederick, el comentario que acababa de hacer
Valancy sobre lo raro que resultaba tener una comida placentera era lo peor que había dicho la joven. Valancy siempre había sido una decepción para ella. Pero ahora era
una deshonra. Pensó que sería mejor levantarse e irse de la mesa; no obstante, no se atrevía a dejar allí a Valancy.
La criada de la tía Alberta entró a quitar los platos de la ensalada y sirvió el
postre. Fue una distracción bienvenida. Todo el mundo se animó con la determinación de ignorar a Valancy y hablar como si ella no estuviera allí.
El tío Wellington mencionó a Barney Snaith. Siempre había alguien que terminaba
hablando de Barney Snaith en cada reunión familiar, pensó Valancy. Sea como fuere, era una persona que no podía ser ignorada. Se resignó a escuchar. Aquel tema ejercía una sutil fascinación sobre ella, aunque aún no fuera consciente de ese hecho. Podía sentir sus pulsaciones golpeando la punta de sus dedos.
Por supuesto, ellos le denostaron. Nadie tenía una buena palabra que decir de Barney Snaith. Se escudriñaron todos los viejos y descabellados cuentos, y se discutieron a fondo las historias más absurdas sobre el cajero-falsificador-infiel-
asesino a la fuga.
El tío Wellington estaba muy indignado porque a semejante criatura
se le permitiera convivir en el distrito de Deerwood. No entendía en qué estaba
pensando la policía de Port Lawrence. Iban a acabar todos asesinados en su cama una de esas noches. Era una pena que se le permitiera seguir en libertad, después de todo
lo que había hecho.
-¿Qué ha hecho? -preguntó Valancy de pronto.
El tío Wellington la miró fijamente, olvidando que debía ignorarla.
-¡Qué ha hecho! ¡Qué ha hecho! Ha hecho de todo.
-¿Qué ha hecho? -repitió Valancy inexorablemente-. ¿Acaso sabe usted lo
que ha hecho? Siempre está tratando de acusarle. ¿Y qué pruebas ha habido en su contra?
-No discuto con mujeres -dijo el tío Wellington-. Y yo no necesito pruebas.
Cuando un hombre se esconde como él allá arriba en una isla de Muskoka año tras año, y nadie sabe de dónde viene o cómo vive, o lo que hace allí..., es prueba
suficiente. Allí donde hay un misterio se encontrará un delito.
-¡Ya solo el hecho de que se llame Snaith! -replicó la prima segunda Sarah-. ¡Un nombre así es suficiente para condenarlo!
-No me gustaría encontrármelo en un callejón oscuro -se estremeció la prima
Georgiana.
-¿Y qué cree que le haría? -preguntó Valancy.
-Asesinarme -dijo solemnemente la prima Georgiana.
-¿Solo por el placer de hacerlo? -sugirió Valancy.
-Exactamente -dijo la prima Georgiana sin recelo-. Cuando hay tanto humo, por fuerza debe haber fuego. Temí que se tratara de un criminal desde que llegó aquí por primera vez. Sentí que tenía algo que ocultar; y mi intuición no suele fallarme.
-¡Un criminal! ¡Oh, por supuesto que es un criminal! -exclamó el tío
Wellington-. Nadie duda tal cosa -mirando a Valancy-. Dicen que ha estado en prisión por malversación de fondos. Yo no lo dudo. Y dicen que forma parte de esa
banda que está perpetrando todos esos robos a bancos de todo el país.
-¿Quién lo dice? -preguntó Valancy.
El tío Wellington arrugó su fea frente en dirección a la muchacha. ¿Qué se le
había metido en la cabeza a esta maldita joven? Ignoró su pregunta.
-Tiene el aspecto de un convicto -espetó el tío Benjamin-. Pude notarlo
desde la primera vez que lo vi.
El tío James declamó:
Un tipo marcado por la mano de la naturaleza.
Llamado a firmar hazañas vergonzosas.
Pareció extremadamente complacido de haber logrado enunciar por fin esta última cita. Había esperado esta oportunidad durante toda su vida.
-Una de sus cejas tiene forma curvada y la otra triangular -dijo Valancy-. ¿Es esa la razón por la que usted piensa que es tan malvado?
El tío James levantó sus cejas. Por regla general, cuando el tío James alzaba sus cejas, el mundo entero dejaba de existir. En esta ocasión, continuó respirando.
-¿Cómo es que conoces tan bien la forma de sus cejas, Doss? -inquirió Olive, no sin cierta malicia.
Una observación semejante habría avergonzado terriblemente a Valancy hacía dos semanas, y Olive lo sabía.
-Sí, ¿cómo lo sabes? -preguntó la tía Wellington.
-Le he visto dos veces y me fijé atentamente -respondió Valancy con sosiego -. Me pareció que su rostro era el más interesante que he visto en mi vida.
-No hay duda de que existe algo raro en el pasado de ese hombre -dijo Olive, que empezaba a creer que estaba definitivamente fuera de aquella conversación que, sorprendentemente, giraba en torno a Valancy-. Pero difícilmente puede ser culpable de todo aquello de lo que se le acusa, ya saben.
Valancy se sintió molesta con Olive. ¿Por qué hablaba sin reservas, aun cuando fuera para defender a Barney Snaith? ¿Qué tenía ella que ver con él? Y por lo demás, ¿qué tenía Valancy que ver con él, a su vez? Pero Valancy no se hizo esa pregunta.
-Dicen que mantiene a docenas de gatos en su cabaña de Mistawis -dijo la segunda prima Sarah Taylor, para no parecer ajena a los rumores que circulaban sobre Barney Snaith.
Gatos... A Valancy ese plural le sonó bastante atractivo. Se imaginó una isla plagada de gatitos.
-Eso es suficiente para demostrar que hay algo malo en ese hombre -decretó la tía Isabel.
-Las personas a las que no les gustan los gatos -dijo Valancy, atacando el
postre con entusiasmo-, siempre parecen pensar que hay una virtud peculiar en que no les gusten.
-Ese hombre no tiene ningún amigo, a excepción de Abel el Aullador -dijo el
tío Wellington-. Y si el Abel el Aullador se hubiera mantenido lejos de él como todos los demás, habría sido mejor para... para algunos miembros de su familia.
La conclusión poco concreta de la frase del tío Wellington se debió a una mirada conyugal de la tía Wellington recordándole lo que casi parecía haber olvidado... que había señoritas a la mesa.
-Si se refiere -dijo Valancy apasionadamente- a que Barney Snaith es el
padre del hijo de Cecily Gay, se equivoca. Es una mentira perversa.
A pesar de su indignación, Valancy se divertía enormemente ante la visión de los
rostros congregados a la mesa festiva. No había visto cosa igual desde aquel día del aniversario de la tía Gladys -Valancy contaba entonces diecisiete años- cuando se descubrió que la escuela había logrado meterle ALGO en la cabeza: ¡Piojos!
A Valancy se le habían terminado los eufemismos.
La pobre señora Frederick casi perdió el conocimiento. Aún creía -o fingía creer- que Valancy suponía que los niños venían de París.
-¡Shhhht-shhht! -imploró la prima Stickles.
-No tengo intención alguna de callarme -dijo Valancy perversamente-. Me he callado toda la vida. Gritaré si lo deseo. No me hagan desearlo. Y dejen de decir tonterías sobre Barney Snaith.
Valancy no entendía muy bien su propia indignación. ¿Por qué iban a importarle a
ella las faltas y los delitos imputados a Barney Snaith? ¿Y por qué, de todos aquellos
presuntos delitos, el de ser el falso amante de Cecily Gay era el que le parecía más intolerable? Porque le parecía verdaderamente intolerable. No le importaba que le
acusaran de ladrón, falsificador y convicto; pero no podía soportar la idea de que hubiera amado y arruinado la vida de Cecily Gay. Recordó su rostro en las dos ocasiones en que se habían encontrado casualmente, con su sonrisa sinuosa, enigmática y encantadora, el parpadeo de sus ojos, sus delicados labios sensibles, casi
ascéticos, y su aspecto general de franca audacia. Un hombre con aquellos labios y
aquella sonrisa no podía haber asesinado o hurtado; no podía haber traicionado la
confianza de nadie. De pronto comenzó a odiar a todos cuantos decían o pensaban aquellas cosas de él.
-Cuando yo era jovencita, jamás pensé ni hablé sobre tales asuntos, Doss -dijo la tía Wellington tajantemente.
-Pero yo no soy una jovencita -replicó Valancy, sin sentirse abrumada en lo más mínimo-. De todos modos, ¿acaso no es eso lo que siempre intenta hacerme entender? Todos ustedes no son más que un montón de chismosos insensibles y
malintencionados. ¿No pueden dejar en paz a la pobre Cissy Gay? Se está muriendo, y cualquiera que sea su culpa, Dios o el mismo diablo la han castigado suficientemente por ello. No tienen por qué meterse también en ese asunto. Y en cuanto a Barney Snaith, el único crimen que ha cometido es vivir a su manera y
ocuparse de sus propios asuntos. Él puede, al parecer, vivir bien sin ustedes. Lo cual es sin duda un pecado imperdonable en su pequeña snobocracia.
Valancy acuñó súbitamente aquella palabra final, y sintió que había sido una inspiración. Les definía exactamente, y ni uno solo se encontraba en condiciones de
enmendar al prójimo.
-Valancy, tu pobre padre se revolvería en su tumba si pudiera oírte -dijo la señora Frederick.
-Creo que le gustaría esto para variar -dijo Valancy con descaro.
-Doss -dijo el tío James con gravedad-, los Diez Mandamientos están de
actualidad todavía, particularmente el quinto. ¿Lo has olvidado?
-No -respondió Valancy-, pero pensaba que usted sí los había olvidado... en especial el noveno. ¿Ha pensado alguna vez, tío James, hasta qué punto sería aburrida la vida sin los Diez Mandamientos? Ciertamente, es solo cuando una cosa se prohíbe, cuando se convierte en fascinante.
Pero la excitación había sido demasiado fuerte para ella. Se dio cuenta, por ciertas señales de advertencia inconfundibles, que le sobrevenía una crisis; y no debía padecerla allí. Se levantó de su silla.
-Me voy a casa. Solo vine para la cena. Estaba muy buena, tía Alberta, aunque creo que al aliño de la ensalada le faltaba sal, y que una pizca de pimienta de Cayena
hubiera mejorado su sabor.
A ninguno de los atónitos invitados a la celebración de las bodas de plata se le
ocurrió qué decir hasta que la puerta del jardín resonó al cerrarse tras Valancy en aquel atardecer. Y entonces...
-Está febril... ya dije desde el principio que estaba febril -refunfuñó la prima Stickles.
El tío Benjamin golpeó violentamente su mano izquierda con su regordeta mano derecha.
-Ha perdido la razón... para mí que ha perdido la razón -resopló airadamente -. Eso es todo lo que hay que decir. Completamente chiflada.
-¡Oh, Benjamin! -dijo la prima Georgiana con dulzura-. No la condenemos demasiado precipitadamente. Debemos recordar lo que decía el viejo y querido
Shakespeare: «La caridad no piensa mal».
-Caridad... ¡Tonterías! -gruñó el tío Benjamin-. Nunca he oído hablar tales cosas a una joven en toda mi vida. Debería darle vergüenza incluso pensarlas, y mucho menos expresarlas. ¡Ha blasfemado! ¡Nos ha insultado! Lo único que merece es una buena azotaina y me gustaría propinársela. ¡H-uh-h-h-h!
El tío Benjamin sorbió la mitad de su taza de café hirviendo.
-¿Pensáis que las paperas pueden afectar a una persona de esa manera? -gimió la prima Stickles.
-Abrí un paraguas en el interior de mi casa ayer -resopló la prima Georgiana -. Ya sabía yo que presagiaba alguna desgracia.
-¿Habéis tratado de averiguar si tiene fiebre? -preguntó la prima Mildred.
-No permitiría que Amelia le pusiera el termómetro bajo la lengua -gimoteó la
prima Stickles.
La señora Frederick estaba llorando. Todas sus defensas se habían desplomado.
-Debo admitir -dijo sollozando- que Valancy tiene un comportamiento muy extraño desde hace dos semanas. No la reconozco... Christine puede confirmarlo.
Esperaba que, contra todo pronóstico, fuera solo uno de sus resfriados. Pero sin
duda... sin duda debe ser algo más serio.
-Esto provocará que padezca de nuevo mi neuritis -dijo la prima Gladys, llevándose la mano a la cabeza.
-No llores, Amelia -dijo Herbert con amabilidad, tirando nerviosamente de sus erizados cabellos grises. Odiaba las «disputas familiares», y le parecía muy
desconsiderado por parte de Doss desencadenar una en sus bodas de plata. ¿Quién la hubiera creído capaz de algo así?-. Tendrás que llevarla al médico. Puede que solo
sea una... eh... crisis nerviosa. Creo que se dan crisis nerviosas hoy en día, ¿no es así?
-Yo... sugerí que consultara a un médico ayer -gimió la señora Frederick-. Y me respondió que no iría a ningún médico... que no iría. ¡Oh, he tenido bastantes problemas con eso!
-Y se niega a tomar las Pastillas Redfern -dijo la prima Stickles.
-O cualquier otra cosa -añadió la señora Frederick.
-Y está decidida a ir a la iglesia presbiteriana -dijo la prima Stickles,
callándose, no obstante, cosa que le honraba, la historia de la barandilla.
-Eso prueba que está trastornada -gruñó el tío Benjamin-. Me di cuenta de que había algo extraño en ella, tan pronto como llegó. Y también lo había notado con anterioridad -el tío Benjamin estaba pensando en su «mirazh»-. Todo lo que ha dicho en el día de hoy muestra una mente desequilibrada. Su pregunta: «¿Es ese un
órgano vital?»... ¿Tiene algún sentido dicha observación? ¡Ninguno en absoluto! Nunca he visto nada semejante en los Stirling. Debe ser cosa de los Wansbarra.
La pobre señora Frederick estaba demasiado aturdida como para sentirse
indignada.
-Nunca he oído hablar de algo parecido en los Wansbarra -dijo sollozando.
-Tu padre era bastante extraño -dijo el tío Benjamin.
-Sí, mi pobre padre era bastante peculiar -admitió la señora Frederick entre
lágrimas-, pero su mente nunca estuvo perturbada.
-Habló durante toda su vida tal como lo ha hecho hoy Valancy -replicó el tío Benjamin-. Y creía que era la reencarnación de su bisabuelo. Le oí confesarlo. No me puedes decir que un hombre que creía tal cosa pudiera estar en su sano juicio.
Vamos, vamos, Amelia, deja de gimotear. Bien es cierto que Doss nos ha ofrecido un espectáculo terrible de sí misma en el día de hoy, pero no es responsable de ello. Las
solteronas suelen ser muy propensas a crisis como estas. Si se hubiera casado a su debido tiempo, nada de esto hubiera sucedido.
-Nadie ha querido casarse con ella -dijo la señora Frederick, quien consideraba que, de alguna manera, el tío Benjamin la culpaba a ella.
-¡Pues bien! Afortunadamente no hay ningún extraño entre nosotros -espetó el
tío Benjamin-. Todo esto debe permanecer en la familia. Mañana la llevaré a ver al doctor Marsh. Sé cómo tratar a la gente con la cabeza de chorlito. ¿No es lo más
conveniente, James?
-Debemos tener consejo médico, sin duda -coincidió el tío James.
-Entonces, está decidido. Mientras tanto, Amelia, actúa como si nada hubiera ocurrido y no la pierdas de vista. No la dejes sola. Por encima de todo, no la dejes
dormir sola.
La señora Frederick redobló sus sollozos.
-No puedo evitarlo. Anteanoche le sugerí que era mejor que Christine durmiera con ella. Ella rehusó, por supuesto... y cerró la puerta con llave. ¡Oh, no sabes hasta
qué punto ha cambiado! No quiere trabajar, o al menos, no quiere coser. Cumple con sus labores domésticas habituales, ciertamente; pero no quiso barrer el salón ayer por la mañana, a pesar de que siempre se barre los jueves. Dijo que esperaría a que
estuviera sucio. Le pregunté si prefería barrer una habitación sucia o una limpia, y
ella me respondió:
«Por supuesto que prefiero barrer una habitación sucia. Al menos mi trabajo serviría para algo». ¡Ya me entiendes!
El tío Benjamín podía entenderlo.
-La jarra de flores secas -la prima Stickles pronunció las palabras como si las deletreara- ha desaparecido de su habitación. La encontré hecha pedazos en la
parcela contigua, y se niega a decirnos qué pasó.
-Nunca lo hubiera imaginado de Doss -dijo el tío Herbert-. Siempre ha sido tan tranquila, tan sensata. Un poco ingenua... pero sensata.
-Lo único de lo que puede uno estar seguro en este mundo es de la tabla de multiplicar -dijo el tío James, sintiéndose más perspicaz que nunca.
-Bueno, debemos animarnos -sugirió el tío Benjamín-. ¿En qué se parecen las coristas a los buenos ganaderos?
-¿En qué? -preguntó la prima Stickles, puesto que Valancy no estaba allí para hacerlo.
-En que a ambos les gusta exhibir sus pantorrillas -rio ahogadamente el tío
Benjamín.
La prima Stickles pensó que el tío Benjamín se había mostrado un poco
irrespetuoso. Olive también; pero, a fin de cuentas, era un hombre. El tío Herbert comenzó a pensar que la cena resultaba más bien aburrida, ahora que Doss se había marchado.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...