XXXVI

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Finalmente, Valancy se fue a la cama. Antes volvió a leer la carta del doctor Trent.
Encontró cierto consuelo en ella. Tan segura. Tan inequívoca. La caligrafía negra y firme. No era el escrito de un hombre que no supiera lo que estaba redactando. Pero fue incapaz de quedarse dormida, aunque aparentó estarlo cuando Barney entró. También él fingió que se dormía, pero Valancy sabía perfectamente que no era así; que yacía ahí tumbado, con la mirada fija penetrando en la oscuridad. ¿Pensando en qué? ¿Intentando hacer frente a qué? Valancy, que había pasado tantas horas nocturnas y felices en vela tumbada junto
a esa ventana, ahora pagaba el precio de todas ellas en esta única noche de miseria. Una realidad terrible y aciaga se hacía paulatinamente evidente ante ella, atravesando la nebulosa de sospechas y temores. No podía cerrar los ojos ante su presencia… rehuirla… ignorarla. Sin importar lo que el doctor Trent hubiese dicho, su corazón no podía estar tan
gravemente enfermo. De haberlo estado, esos treinta segundos la hubiesen matado.
De nada serviría aludir a la carta del doctor Trent y a su reputación. Los grandes especialistas también cometen errores de vez en cuando, y el doctor Trent había cometido uno. Poco antes de despuntar el alba, Valancy cayó en un sueño intermitente marcado
por ridículos sueños. En uno de ellos Barney la menospreciaba por haberle engañado. En su sueño, ella perdía los nervios y le golpeaba violentamente en la cabeza con su rodillo de amasar. Resultó ser de cristal, y cayó al suelo hecho añicos. Se despertó profiriendo un grito de terror… un jadeo de alivio… una breve sonrisa por la irracionalidad de su sueño… un recuerdo miserable y enfermizo de lo que había ocurrido. Barney se había marchado. Valancy sabía, tal y como las personas a veces sabemos las cosas, de un modo incuestionable sin que nos las hayan dicho que no se encontraba en la casa ni tampoco en el cuarto de Barba Azul. Reinaba un silencio extraño en el salón. Un silencio que tenía algo de inquietante.
El viejo reloj se había detenido. Seguramente a Barney se le había olvidado darle cuerda, pues era la primera vez que sucedía.
La habitación sin ese sonido estaba muerta, a pesar de que la luz del sol entraba a raudales por el mirador, y surcos de luz provenientes de lejanas olas danzarinas se estremecían sobre las paredes. La canoa había desaparecido, pero Lady Jane se hallaba bajo los árboles de tierra firme. Barney se había dirigido hacia el bosque. No regresaría hasta la noche… quizás ni siquiera para entonces. Debía estar enfadado con ella. Ese silencio furioso suyo tal vez era ira: un resentimiento frío, profundo y justificado. Pues bien, Valancy
sabía lo primero que tenía que hacer. Ya no sufría intensamente, aunque el extraño aturdimiento que impregnaba todo su ser era en cierto modo peor que el dolor. Parecía como si algo en su interior hubiese muerto. Se obligó a cocinar e ingerir un desayuno ligero, y mecánicamente puso en perfecto orden el Castillo Azul. Entonces se vistió con su sombrero y su abrigo, cerró la puerta escondiendo la llave en el hueco del viejo pino, y cruzó hacia tierra firme en el bote a motor. Encaminó sus pasos hacia Deerwood para hablar con el doctor Trent. Tenía que saberlo.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora