Primavera. Mistawis estuvo inmersa en la oscuridad y el silencio durante una semana o dos, para luego volver a resplandecer de azul zafiro y turquesa, lila y rosa, riendo a través del mirador, acariciando sus islas de amatista,
meciéndose a merced de brisas suaves como la seda. Las ranas, pequeñas hechiceras verdes de las ciénagas y los estanques, croando
por doquier durante los largos crepúsculos hasta bien entrada la noche; islas de aspecto feérico sumergidas en una verde niebla; la magnificencia evanescente de los jóvenes árboles silvestres con sus primeras hojas; la belleza semejante a la escarcha del nuevo follaje de los juníperos; los bosques vistiéndose de florecillas primaverales; entes delicados y espirituales semejantes al alma de la naturaleza; neblina roja en los arces; sauces engalanados con candelillas de un fulgente plateado; todas las violetas olvidadas de Mistawis floreciendo nuevamente; el encanto de las lunas de abril.
—Piensa en las miles de primaveras que han sobrevenido aquí en Mistawis… y todas ellas hermosas —dijo Valancy—. ¡Oh, Barney, mira ese ciruelo silvestre! Voy a… necesito citar a John Foster. Hay un pasaje en uno de sus libros… lo he leído una y otra vez, cientos de veces. Tuvo que escribirlo ante un árbol igual que ese.
Contemplo el joven ciruelo silvestre que se ha adornado, siguiendo la moda de tiempos inmemoriales, con un velo nupcial de un delicado encaje. Los dedos de los elfos del bosque deben haberlo hilado, pues nada semejante ha sido jamás tejido por un telar terrenal. Juro que el árbol es consciente de su belleza. Se somete ante nuestros mismísimos ojos, como si en su hermosura no yaciese el elemento más efímero del bosque; es el más excepcional y extraordinario de todos, pues hoy existe y mañana se habrá desvanecido. Cada viento del sur que susurre a través de sus ramas diseminará una lluvia de gráciles pétalos. ¿Pero qué importancia tiene? Hoy es el rey de las tierras salvajes, y siempre es hoy en los bosques.
—Estoy seguro de que te sientes mucho mejor al haber expulsado eso de tu interior —dijo Barney con crueldad.
—Aquí hay un terreno plagado de dientes de león —prosiguió Valancy indomable —. Sin embargo, los dientes de león no deberían crecer en los bosques. Carecen por completo de cualquier sentido de lo apropiado de las cosas. Son demasiado risueños y están demasiado satisfechos de sí mismos. No detentan el misterio y cautela de las auténticas flores del bosque.
—En pocas palabras, no guardan secretos —dijo Barney—. Pero espera un
momento. Los bosques conseguirán salirse con la suya incluso con esos espontáneos dientes de león. Dentro de no mucho tiempo toda esa flagrante amarillez y complacencia se habrán desvanecido, y aquí no encontraremos más que neblina; esferas fantasmales flotando sobre esas largas hierbas en plena armonía con las tradiciones de la floresta. —Eso se asemeja mucho al estilo de John Foster —bromeó Valancy.
—¿Qué he hecho para merecer una crítica tan feroz como esa? —se quejó Barney. Una de las primeras señales de la llegada de la primavera fue el renacimiento de
Lady Jane. Barney la hizo rodar por sendas que ningún otro coche se hubiese atrevido siquiera a contemplar, y atravesaron Deerwood llenos de barro hasta los ejes. Se cruzaron con varios Stirling, quienes se lamentaron y razonaron que ahora que había comenzado la primavera se encontrarían con ese par de desvergonzados por doquier.
Valancy, dando un paseo por las tiendas de Deerwood, se cruzó por la calle con el tío Benjamin; pero él no se percató, hasta que no se hubo alejado dos manzanas de que esa muchacha vestida con un mantón de cuello color escarlata, las mejillas arreboladas bajo la penetrante brisa de abril, y el flequillo de cabello oscuro sobre unos ojos risueños y rasgados, era Valancy.
Cuando se dio cuenta, el tío Benjamin se indignó. ¿Qué motivo podía tener Valancy para parecer… parecer… una jovencita? El sendero que debía recorrer aquel que se rebelaba era severo. Debía serlo, según los principios religiosos y decentes. Y, a pesar de todo, la vida de Valancy no podía ser difícil. No tendría ese aspecto si lo fuese. Debía existir alguna equivocación. Casi bastaba para que un hombre se convirtiese en un progresista. Barney y Valancy traquetearon hasta Port Lawrence, de modo que ya había
oscurecido cuando atravesaron de nuevo Deerwood. Un repentino impulso se apoderó de Valancy ante su antiguo hogar; salió del coche, abrió la pequeña cancela y se acercó de puntillas a la ventana de la salita de estar. Allí se hallaban sentadas con aspecto sombrío su madre y la prima Stickles, tejiendo con determinación. Más desconcertantes e inhumanas que nunca.
Si hubiesen ofrecido un aspecto un poco menos desolado, Valancy habría entrado. Pero no era así; y Valancy no las hubiese interrumpido por nada del mundo.

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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...