El tío Benjamin descubrió que no había contado con la opinión de la interesada cuando prometió alegremente llevar a Valancy al médico. Valancy no iría. Valancy se sonrió en su cara.
—Pero ¿por qué diablos debo ir yo a ver al doctor Marsh? No hay ninguna
turbación en mi cabeza. Y aunque todos ustedes piensen que de pronto me he vuelto loca… pues bien, no es el caso. Simplemente me he cansado de vivir para complacer a todo el mundo y he decidido hacer mi propia voluntad. De este modo tendrán más temas de los que hablar, además del robo de la mermelada de frambuesa. Eso es todo. —Doss —dijo el tío Benjamin en tono solemne y exasperado—, no eres… no eres la misma.
—¿Y quién soy entonces? —preguntó Valancy. El tío Benjamin se quedó bastante sorprendido.
—Eres como tu abuelo Wansbarra —respondió a la desesperada.
—Gracias —Valancy pareció satisfecha—. Es un verdadero elogio el que me hace. Recuerdo bien a mi abuelo Wansbarra. Es uno de los pocos seres humanos que he conocido; quizá el único. En cualquier caso, es inútil regañarme, amenazarme u ordenarme, tío Benjamin, o intercambiar angustiosas miradas con mi madre o la prima Stickles. No voy a ir a ningún médico. Y si trae alguno a casa, no le veré. De modo que, ¿qué piensa hacer al respecto? En efecto, ¿qué podía hacer? No era conveniente, ni incluso posible, arrastrar a
Valancy al médico usando la fuerza. Y no había otra manera de convencerla, aparentemente. Las lágrimas y las súplicas de su madre fueron en vano. —No se preocupe, madre —dijo Valancy, sutil, pero respetuosamente—. Es poco probable que vaya a hacer algo terrible, pero quiero tener un poco de diversión.
—¡Diversión! La señora Frederick pronunció la palabra como si Valancy acabara de decir que
deseaba sufrir un «poco» de tuberculosis.
Olive, enviada por su madre para comprobar si ejercía alguna influencia sobre Valancy, se marchó con las mejillas encendidas y los ojos furiosos. Le dijo a su madre que no había nada que hacer con Valancy. Después de que ella, Olive, le hubiera hablado como una hermana, con ternura y sabiduría, todo lo que Valancy había alcanzado a decir, entrecerrando sus extraños ojos hasta que no fueron más que un simple trazo, fue:
«Al menos yo no muestro mis encías cuando me río».
—Como si hablara para sí misma en lugar de para mí. De hecho, madre, todo el tiempo que estuve hablando con ella me dio la impresión de que realmente no me estaba escuchando. Y eso no es todo. Cuando finalmente comprendí que no tenía influencia alguna sobre ella, le rogué que al menos no dijera nada extraño en presencia de Cecil cuando venga la próxima semana. ¿Y qué piensa, madre, que me respondió?
—Estoy segura de que no puedo siquiera imaginarlo —se lamentó la tía Wellington, preparada para escuchar cualquier cosa.
—Me respondió: «Me gustaría provocar a Cecil. Su boca es demasiado roja para ser la de un hombre». Madre, ya nunca podré sentir lo mismo por Valancy.
—Su mente está perturbada, Olive —dijo la tía Wellington solemnemente—. No
debes hacerla responsable de lo que dice. Cuando la tía Wellington le contó a la señora Frederick lo que Valancy le había dicho a Olive, la señora Frederick exigió que Valancy se excusara con su prima.
—Hace quince años me obligó a disculparme ante Olive por una falta que no había cometido
—dijo Valancy—. Aquella disculpa compensa la de ahora. Se celebró un nuevo y solemne cónclave familiar. Todos estaban presentes
excepto la prima Gladys, que había estado sufriendo grandes tormentos a causa de su neuritis «desde que la pobre Doss había perdido la cabeza», y no podía asumir ninguna responsabilidad. Decidieron —o mejor, aceptaron la calidad ante la que eran impotentes— que lo más prudente era dejar a Valancy tranquila por un tiempo.
«Que haga su voluntad —como dijo el tío Benjamín—, sin perderla de vista pero dejándola sola y tranquila». En aquella época aún no se conocía la expresión «espera vigilante», pero esa fue, en la práctica, la política que los desconcertados parientes de Valancy decidieron adoptar.
—Debemos guiarnos por los acontecimientos —dijo el lío Benjamin—. Es más fácil mezclar los huevos —añadió en tono solemne— que desligarlos. En todo caso, si se vuelve violenta… El tío James consultó al doctor Ambrose Marsh; y el doctor Ambrose Marsh
aprobó su decisión y le señaló al iracundo tío James —que hubiera querido encerrar a Valancy en algún lugar, lejos de todos—, que hasta ahora Valancy no había hecho ni dicho cosa alguna que pudiera interpretarse como una prueba de su locura; y sin pruebas no se podía encerrar a nadie en esta época degenerada.
Nada de lo que el tío James había relatado le pareció demasiado alarmante al doctor Marsh, que se llevó la mano al rostro para ocultar una sonrisa en varias ocasiones.
Pero el doctor Marsh no era un Stirling, y no conocía gran cosa de la antigua Valancy. El tío James salió a grandes zancadas y regresó a Deerwood pensando que Ambrose Marsh no era un buen médico, después de todo, y que Adelaide Stirling habría hecho mejor si nunca le hubiera consultado.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...