X

104 17 0
                                    

—Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar y consagra nuestra vida a tu servicio. ¡Amén! —dijo el tío Herbert enérgicamente.
La tía Wellington frunció el ceño. Siempre había considerado que las
plegarias del tío Herbert eran demasiado cortas e irreverentes. Una plegaria, para ser considerada como tal a los ojos de la tía Wellington, debía durar al menos tres minutos y ser pronunciada con una entonación casi sobrenatural, entre un canto y un lamento. A modo de protesta, mantuvo su cabeza inclinada durante un tiempo perceptible —a pesar de que el resto ya la había levantado—. Cuando finalmente se permitió sentarse erguida constató que Valancy la estaba observando.
La tía Wellington afirma que desde ese preciso momento comprendió que algo no andaba bien en la cabeza de Valancy. En aquellos extraños ojos rasgados —deberían haberse imaginado que algo no iba bien en ella con unos ojos como los suyos— percibió un extraño destello de burla y diversión, como si Valancy se estuviera riendo de ella. Ciertamente, tal cosa era algo impensable. Así pues, la tía Wellington dejó de pensar en ello. Valancy se divertía. Jamás se había divertido antes en aquellas «reuniones familiares». Durante estas actividades sociales, y al igual que en los juegos infantiles, sentía que estaba de más. Su clan siempre la había considerado extremadamente aburrida, pues no conocía los ardides de salón con los que comportarse en público. Además, tenía la costumbre de refugiarse en su Castillo Azul, escapando así del hastío de aquellas tertulias familiares, lo cual la arrastraba a un estado de distracción que no hacía sino agravar su reputación de muchacha tediosa e insulsa.
—No tiene presencia en sociedad, en absoluto —había decretado la tía Wellington definitivamente. Nadie podía imaginar que Valancy se mantenía muda en su presencia solo porque les tenía miedo. Ahora el miedo había desaparecido. Su alma se había liberado de los grilletes. Estaba dispuesta a tomar la palabra si la ocasión lo requería. Entretanto, se otorgaba una libertad de pensamiento que nunca antes había osado permitirse. Se abandonó a una salvaje excitación interior, mientras el tío Herbert tronchaba el pavo.
El tío Herbert observaba con más atención a Valancy aquel día. En su condición de hombre no sabía muy bien lo que había hecho la joven con su cabello, pero pensó con sorpresa que Doss no era una chica tan fea, después de todo, y añadió otra porción de pechuga a su plato.
—¿Qué planta es la más peligrosa para la belleza de una joven dama? —propuso el tío Benjamín para entrar en materia (para aligerar un poco el ambiente, como él mismo hubiera dicho).
Valancy, cuyo deber era responder un «no sé», no pronunció palabra. Y como todos permanecieron en silencio, el lío Benjamín, tras una pausa llena de expectación, hubo de responder:
—El tomillo.
Y sintió que su adivinanza no había resultado graciosa. Miró a Valancy con resentimiento, pues nunca le había fallado antes, pero la joven no parecía consciente
siquiera de su presencia. Miraba alrededor de la mesa, examinando despiadadamente a cada uno de los miembros de aquella deprimente asamblea de gente sensata, observando su irritación con una sonrisa abstraída y divertida.
Aquellas eran las personas por las que había sentido tanto temor y reverencia.
Ahora parecía mirarlas con nuevos ojos.
La gruesa, competente, condescendiente y locuaz tía Mildred, que se creía la mujer más inteligente de su clan; su marido, casi tan perfecto como un ángel; y sus hijos, verdaderos prodigios de la naturaleza. ¿No le habían salido todos los dientes a su hijo Howard a los once meses? ¿Y no poseía ella el don de indicar cuál era la
mejor manera de hacer las cosas, desde la cocción de los champiñones hasta la caza de serpientes? ¡Qué pesada era! ¡Y qué horribles lunares salpicaban su rostro!
La prima Gladys, que siempre estaba alabando al hijo que había fallecido a temprana edad, y se peleaba sin tregua con el superviviente. Sufría de neuritis —o más bien de algo que ella llamaba neuritis—. Su neuritis se desplazaba de una parte a otra de su cuerpo, lo cual resultaba de lo más conveniente. Si alguien quería que fuera
a algún lugar al cual no quería ir, desarrollaba una neuritis en las piernas. Y cada vez
que alguna cosa exigía de ella un esfuerzo mental, sufría de neuritis en la cabeza. No se puede pensar con una neuritis en la cabeza, querida.
«¡Que vieja cuentista eres!», pensó Valancy impíamente.
La tía Isabel. Valancy contaba sus dobles barbillas. La tía Isabel era la crítica del clan. Había pasado toda su vida oprimiendo a los demás. No era Valancy la única de la familia que le tenía miedo; todos reconocían que podía resultar extremadamente
mordaz.
«Me pregunto qué le ocurriría a su cara si algún día sonriera», reflexionó Valancy, sin rubor alguno.
La prima segunda Sarah Taylor, con sus grandes ojos anémicos e inexpresivos, destacaba por la variedad de sus recetas de pepinillos, y nada más. Tenía tanto pavor a cometer una indiscreción que jamás decía nada que valiera la pena escuchar. Era tan
mojigata que se ruborizaba ante una simple publicidad de corsés y había vestido a su pequeña estatuilla de la Venus de Milo confiriéndole un aspecto «ciertamente delicioso».
La pequeña prima Georgiana. No era tan mala; pero sí aburrida
—muy aburrida—. Diríase que acababan de almidonarla y plancharla. Siempre temerosa de dejarse
llevar. Lo único que la complacía eran los funerales. Al menos, sabía a qué atenerse
con un cadáver. Nada podía sucederle. Pero allí donde había vida, sentía miedo.
El tío James. Bien parecido, malévolo, embaucador, sarcástico, con canosas patillas y cuya diversión favorita era escribir controvertidas cartas al Christian Times atacando al Modernismo. Valancy se había preguntado siempre si mantendría aquel aire solemne durante su sueño, tal como lo mostraba cuando estaba despierto. No era de extrañar que su esposa hubiera muerto joven. Valancy la recordaba. Una persona
bella y sensible. El tío James le había negado todo cuanto deseaba y la había cubierto de bagatelas que no le interesaban. Él la había matado… con toda legalidad. Había
perecido asfixiada y famélica.
El tío Benjamin, asmático y presuntuoso. Con enormes bolsas bajo los ojos que en nada le reverenciaban.
El tío Wellington. De rostro alargado, afilado y pálido, cabello rubio y ralo —un verdadero Stirling—, cuerpo menudo y encorvado, una frente abominablemente alta
con horribles arrugas, y «ojos tan inteligentes como los de un pez», pensó Valancy.
«Parece una caricatura de sí mismo».
La tía Wellington. De nombre Mary, pero designada por el apellido de su esposo para no confundirla con la tía abuela Mary. Una dama firme, llena de dignidad, con los cabellos grises como el acero siempre peinados de manera espléndida y un
ostentoso vestido bordado con perlas, muy a la moda. Se había hecho quitar sus
lunares por medio de la electrólisis cuestión que la tía Mildred calificó como una perniciosa evasión de los propósitos de Dios.
El tío Herbert, con sus cabellos grises erizados. La tía Alberta, que torcía la boca de un modo muy desagradable cuando tomaba la palabra, y tenía una gran reputación por su altruismo pues siempre regalaba las cosas que ya no necesitaba.
El juicio de Valancy respecto a ellos era menos severo porque los quería, aunque fueran
— aludiendo a la expresión más elocuente de Milton— «estúpidamente buenos».
Pero la joven se preguntó por qué incomprensible razón la tía Alberta había tenido a bien atar una cinta de terciopelo negro alrededor de sus rollizos brazos, justo por encima de los codos.
A continuación dirigió su mirada al otro extremo de la mesa y vio a Olive. Olive, quien, desde que podía recordar, había sido considerada como un ideal de belleza,
buena educación y éxito. «¿Por qué no te mantienes erguida como Olive, Doss?
¿Por qué no te comportas correctamente como Olive, Doss?
¿Por qué no te expresas con tanta gracia como Olive, Doss? Esfuérzate un poco, Doss».
Los ojos de duendecillo de Valancy perdieron su brillo burlón,
volviéndose
reflexivos y melancólicos. No podía ignorar o desdeñar a Olive. Era imposible negar que era muy hermosa y eficiente y, en ocasiones, algo inteligente. Su boca resultaba algo desmesurada, de modo que solía mostrar con profusión sus finos dientes, blancos y regulares, cuando sonreía. Pero, dicho esto, Olive rendía gracia a la
descripción del tío Benjamín:
«una muchacha deslumbrante». Sí, en lo más profundo de su corazón, Valancy estaba de acuerdo. Olive era ciertamente deslumbrante.
Una densa cabellera de un castaño dorado siempre impecablemente peinada con una cinta reluciente que mantenía sus brillantes rizos a raya; unos enormes y azules ojos brillantes y unas sedosas pestañas, muy densas; un rostro sonrosado y un niveo
escote despejado; bolitas de perlas adornando sus orejas; la llama blanco azulada de un diamante en su largo y fino dedo de cera, con su sonrosada uña puntiaguda. Sus
brazos de mármol resplandecientes bajo la verde muselina y los calados encajes.
Valancy se sintió repentinamente agradecida de llevar sus escuálidos brazos
decentemente revestidos en seda marrón; y a continuación retomó el elenco de los encantos de Olive.
Grandiosa. Majestuosa. Confiada. Todo aquello que Valancy no era. Con
hoyuelos en mejillas y barbilla. «Una mujer con hoyuelos siempre obtiene lo que quiere», pensó Valancy con un estremecimiento de amargura ante la fatalidad que le había negado incluso un miserable hoyuelo.
Olive era tan solo un año menor que Valancy, aunque cualquier desconocido bien
podría suponerle diez años menos; pero nadie había temido nunca la soltería para Olive. Desde su adolescencia, siempre había estado rodeada de una multitud de
anhelantes pretendientes, al igual que su espejo siempre estaba enmarcado por un
sinfín de tarjetas, fotografías, programas e invitaciones. A los dieciocho años, tras
haber obtenido su graduación en la escuela Havergal, Olive se había comprometido con Will Desmond, un futuro abogado. Pero Will Desmond murió y Olive lloró convenientemente su desaparición durante dos años. A los veintitrés, tuvo una tormentosa aventura con Donald Jackson; pero la tía y el tío Wellington desaprobaron esta relación y finalmente Olive, obedientemente, renunció a ella. Nadie del clan Stirling —pensaran lo que pensaran— dio a entender que lo hizo realmente porque el
propio Donald comenzaba a enfriarse. Sea como fuere, el tercer intento de Olive recibió la unánime aprobación de todos. Cecil Price era apuesto e inteligente y «uno de los cotizados solteros de Port Lawrence». Olive estaba comprometida con Cecil
desde hacía tres años. Él acababa de graduarse en ingeniería civil y pretendían contraer matrimonio tan pronto como consiguiera un contrato. Su ajuar rebosaba de exquisitos tesoros y Olive ya le había confesado a Valancy cómo sería su vestido de novia. A saber, de seda color marfil cubierto de encaje, con una cola de blanco satén
forrada de seda georgette de color verde claro, y un velo de encaje de Bruselas reliquia de la familia.
Así mismo, Valancy también sabía —aunque Olive jamás se lo
había confesado— que las damas de honor ya habían sido elegidas y ella no se encontraba entre las afortunadas.
Valancy siempre había sido, por así decirlo, la confidente de Olive; tal vez porque era la única chica del círculo de Olive que, a cambio, no la aburría con sus
confidencias. Olive describía a Valancy todos los detalles de sus amoríos, desde el día
en que unos niños la «persiguieron» en la escuela con sus cartas de amor. Valancy ni
siquiera podía consolarse pensando que aquellas historias eran fruto de la
imaginación de Olive, pues la joven vivía realmente aquellas anécdotas. Muchos
hombres habían enloquecido por ella, además de los tres afortunados que habían
disfrutado de sus atenciones.
—Verdaderamente, no sé lo que esos pobres idiotas ven en mí que les hace
doblemente idiotas —tenía Olive la costumbre de decir. A Valancy le habría encantado decirle: «Yo tampoco». Pero la realidad y la diplomacia la hacían contenerse. Olive era bien consciente de lo que aquellos hombres veían en ella. Que Olive Stirling era una de esas mujeres por las que los hombres pierden la cabeza, era un hecho tan inexorable como que ella, Valancy, era una de esas mujeres en las que los hombres nunca se fijan dos veces. «Y, sin embargo —pensó Valancy, concluyendo de un modo nuevo y despiadado —, ella es como una mañana sin rocío. Hay algo de lo que carece».

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora