XXXIX

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Debía escribir una nota. El diablillo que se alojaba en lo más profundo de su mente se carcajeó. En todas las historias que había leído a lo largo de su vida, cuando una esposa a la fuga huía con premura de la casa dejaba un mensaje, normalmente sobre el alfiletero. No se trataba de una idea demasiado original; pero había que dejar algo inteligible. ¿Qué otra cosa podía hacer salvo escribir una nota? Miró a su alrededor buscando
algo para hacerlo. ¿Tinta? No tenían. Valancy no había escrito nada desde su llegada al Castillo Azul, con la excepción de notas sobre necesidades domésticas para Barney. Con un lápiz sería suficiente, pero no encontraba ninguno. Valancy cruzó distraídamente en dirección a la puerta del cuarto de Barba Azul e intentó abrirla. En cierto modo esperaba encontrarla cerrada con llave, pero se abrió sin oponer resistencia alguna. Jamás antes había intentado abrirla, y no sabía si Barney la mantenía habitualmente cerrada o no. Si solía hacerlo, se enfadaría muchísimo por haberla dejado abierta. No fue
consciente de que estaba haciendo algo que él le había pedido que no hiciese. Solo buscaba algo que le permitiese escribir. Todas sus facultades estaban concentradas en decidir lo que iba a decir y cómo lo diría. No sentía la más mínima curiosidad cuando entró en el cobertizo. Sobre las paredes no había mujeres hermosas colgando de su pelo. Parecía un estudio de lo más inofensivo, con una pequeña estufa de chapa de hierro común y corriente situada en el centro, cuya tubería sobresalía por el tejado. En un extremo se hallaba una mesa o encimera llena de utensilios de aspecto extraño, usados sin duda por Barney en sus apestosos experimentos. Probablemente análisis químicos, reflexionó Valancy lentamente.
En el otro extremo se encontraba un gran escritorio y una silla giratoria. Las paredes laterales estaban forradas de libros. Valancy se dirigió hacia el escritorio sin pensar. Allí permaneció inerte durante algunos minutos, mirando algo que había sobre la mesa. Un fardo de galeradas. La primera página mostraba el título Wild Honey, y bajo el título se hallaban escritas las palabras «de John Foster». La frase de inicio rezaba: «Los pinos son árboles de mito y leyenda. Asientan sus
raíces profundamente en las tradiciones de un mundo ancestral, pero el viento y las estrellas aman sus nobles copas. Qué hermosa música suena cuando el anciano Eolo desliza su arco sobre las ramas de los pinos...». Había escuchado a Barney decir esas mismas palabras cierto día mientras caminaban a su sombra.
¡Así que Barney era John Foster!
Valancy no estaba impresionada. Había absorbido todas las emociones y sensaciones que era capaz de comprender en un mismo día. No le afectó ni en un sentido ni en otro. Simplemente pensó: «Esto lo explica».
Ese «lo» era un insignificante asunto que, en cierto modo, se había quedado atascado en su mente de un modo mucho más obstinado de lo que su importancia
parecía justificar. Poco después de que Barney le hubiese entregado el último libro de John Foster había visitado una librería de Port Lawrence, y allí había escuchado a un cliente pedir al librero el nuevo libro de este escritor. El dueño había dicho
bruscamente:
-Aún no ha salido. No lo hará hasta la semana próxima.
Valancy había abierto la boca para decir:
«Oh, sí que ha salido», pero la cerró de nuevo. Después de todo, no era asunto suyo. Supuso que el librero quería encubrir su negligencia al no tener el libro disponible de inmediato. Ahora lo entendía.
El libro que Barney le había dado era una de las copias que como obsequio se entregan al autor, y que le son enviadas por adelantado.
¡Vaya! Valancy apartó las pruebas con indiferencia y tomó asiento en la silla
giratoria. Cogió la pluma de Barney -que era de lo más repugnante-, se hizo con una hoja de papel y comenzó a escribir. Era incapaz de pensar en nada que decir que no fuesen los hechos evidentes.
Querido Barney,
Esta mañana he acudido a la consulta del doctor Trent y he descubierto
que me había enviado la carta equivocada por error. Jamás le ha ocurrido nada grave a mi corazón y me encuentro bastante bien actualmente.
Nunca tuve intención de engañarte. Por favor, créeme. Si no lo hicieses no podría soportarlo. Siento muchísimo el equívoco; pero estoy segura de que conseguirás el divorcio si soy yo quien te abandona. ¿La deserción es motivo suficiente de divorcio en Canadá? Naturalmente, si hay algo que pueda hacer para ayudar o acelerarlo lo haré con mucho gusto, si tu abogado así me lo
hace saber.
Te doy las gracias por toda la amabilidad que me has dispensado. Jamás la olvidaré. Piensa en mí con tanta generosidad como puedas, porque nunca
quise tenderte una trampa. Adiós.
Con todo mi agradecimiento, Valancy.
Era muy fría y austera, lo sabía.
Pero intentar decir algo más sería peligroso...
como romper un dique. No sabía qué torrente de frenéticas incoherencias y apasionados tormentos sería capaz de proferir. En una postdata añadió:
Tu padre ha estado hoy aquí. Volverá mañana. Me lo ha contado todo.
Creo que deberías regresar junto a él. Te echa mucho de menos.
Metió la carta dentro de un sobre, lo puso a nombre de «Barney» y lo dejó encima del escritorio. Sobre él extendió el collar de perlas. Si hubiesen sido los abalorios que ella creía que eran se las hubiese quedado como recuerdo de aquel maravilloso año. Pero no podía conservar el regalo de quince mil dólares de un hombre que se había casado con ella por lástima y a quien ahora estaba abandonando. Le dolió renunciar a su preciosa baratija. Pensó que era extraño. El hecho de abandonar a Barney no le dolía... todavía. Yacía en su corazón como algo frío e inconsciente. Si cobrase vida... Valancy se estremeció y salió. Se puso su sombrero y mecánicamente alimentó a Good Luck y a Banjo. Cerró la puerta con llave y la escondió cuidadosamente en el viejo pino. Entonces cruzó hacia tierra firme en la dippy. Permaneció inmóvil durante un instante en la orilla, con la mirada fija en su Castillo Azul. Todavía no había empezado a llover, pero el cielo estaba oscuro y Mistawis lucía gris y sombrío. La pequeña casa bajo los pinos tenía un aspecto de lo más patético... un alhajero al que han desvalijado todas sus joyas... una lámpara con la llama extinguida. «Jamás volveré a escuchar al viento aullar sobre Mistawis durante la noche»,
pensó Valancy. Eso también le dolió. Tuvo ganas de reír al pensar que una nimiedad como esa pudiera hacerle daño en un momento así.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora