XXV

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La tarde del día posterior al funeral, Abel el Aullador salió a emborracharse.
Había permanecido sobrio durante cuatro días completos y le resultaba imposible resistir durante más tiempo. Antes de marcharse, Valancy le dijo que se iría al día siguiente. Abel lo lamentó, y así se lo comunicó. Una prima lejana de los arrabales vendría para hacerse cargo de las tareas del hogar… bastante dispuesta, ahora que ya no era necesario atender a ninguna muchacha enferma. Pero Abel no se hacía ninguna ilusión con respecto a ella.
—No será como tú, niña mía. Bueno, estoy en deuda contigo. Me sacaste de un agujero terrible y jamás lo olvidaré. Y tampoco olvidaré lo que hiciste por Cissy. Soy tu amigo, y si alguna vez deseas que le dé algunos azotes a cualquiera de los Stirling en una esquina, solo tienes que buscarme. Voy a tomarme un trago. ¡Dios, estoy seco! No creo que regrese antes de mañana por la noche, así que si te vas a casa mañana, me despido ahora.
—Puede que mañana vuelva a casa —dijo Valancy—, pero no retorno a Deerwood.
—Que no ret…
—Encontrará la llave en el clavo de la leñera —le interrumpió Valancy, de un modo educado pero rotundo—. El perro estará en el granero y el gato en el sótano. No se olvide de alimentarlos hasta que venga su prima. La despensa está llena y hoy he hecho pan y pasteles. Adiós, señor Gay. Ha sido muy amable conmigo y se lo agradezco.
—Hemos pasado una temp… una temporada muy digna juntos, eso hay que reconocerlo —dijo Abel el Aullador—. Eres la muchacha más buena del mundo, y tu dedo meñique vale mucho más que todo el clan Stirling junto. Adiós y buena suerte. Valancy salió al jardín. Le temblaban ligeramente las piernas pero, por lo demás, se sentía y parecía tranquila. Aferraba algo en su mano con fuerza. El parterre descansaba bajo la magia del crepúsculo caluroso y fragante de julio. Habían aparecido unas cuantas estrellas, y los petirrojos cantaban atravesando los silencios aterciopelados de los baldíos. Valancy se detuvo junto a la cancela, expectante. ¿Vendría? Si no lo hacía…
Barney se acercaba. Valancy escuchó a Lady Jane en la lejanía del bosque. Su respiración se aceleró ligeramente. Más cerca, cada vez más cerca, ya podía ver a Lady Jane avanzaba dando tumbos por la carretera, más cerca, más cerca, ahí estaba él, había salido del coche y se encontraba apoyado sobre la verja, mirándola. —¿Vuelve a casa, señorita Stirling?
—No lo sé… todavía —respondió Valancy lentamente. Había tomado una decisión, sin posibilidad de dar marcha atrás, pero el momento resultaba demasiado
extraordinario.
—He pensado en acercarme y preguntarle si hay algo que pueda hacer por usted —dijo Barney.
Valancy no desaprovechó la oportunidad.
—Sí, puedes hacer algo por mí —repuso, con voz clara y nítida—. ¿Quieres
casarte conmigo?
Barney guardó silencio durante un instante. En su rostro no apareció ninguna expresión en particular. Entonces rio de un modo extraño.
—¡Vaya! Sabía que la suerte me esperaba a la vuelta de la esquina. Todas las señales han estado apuntando hoy en esa dirección.
—Espera —Valancy alzó la mano—. Hablo en serio, pero quiero recuperar el aliento después de haber planteado esa pregunta. Claro está, al hacerla soy
perfectamente consciente de que es una de esas cosas que una dama jamás debería
pedir.
—Pero ¿por qué?… ¿por qué?
—Por dos razones.
A Valancy todavía le costaba respirar, pero miró a Barney fijamente a los ojos; mientras, todos los difuntos Stirling se revolvieron súbitamente en sus tumbas… y los
vivos no hicieron nada porque no sabían que Valancy le estaba proponiendo lícito
matrimonio al infame Barney Snaith.
—La primera razón es que yo… yo… —Valancy intentó decir «te quiero», pero no pudo. Tuvo que refugiarse en una pretendida frivolidad—… estoy loca por ti. La
segunda razón es… esta.
Le entregó la carta del doctor Trent.
Barney la abrió con el aspecto de un hombre que se siente agradecido de encontrar algo sensato y prudente que llevar a cabo. Mientras la leía su rostro cambió.
Lo entendió todo… más de lo que quizás Valancy pretendía que comprendiese.
—¿Estás segura de que no pueden hacer nada por ti?
Valancy no malinterpretó la pregunta.
—Sí. Conoces la reputación del doctor Trent en lo que respecta a las enfermedades del corazón. No me queda mucho tiempo de vida… quizá solo unos meses… unas pocas semanas. Quiero vivirlas. No puedo regresar a Deerwood…,
sabes cómo era mi vida allí. Y… —esta vez lo consiguió—… te quiero. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Eso es todo.
Barney apoyó los brazos sobre la cancela, y miró solemnemente hacia una estrella blanca y atrevida que le guiñaba un ojo justo por encima de la chimenea de la cocina
de Abel el Aullador.
—No sabes nada sobre mí. Podría ser un asesino.
—Es cierto. Podrías ser algo espantoso. Todo lo que dicen sobre ti podría ser cierto. Pero me da igual.
—¿Tanto te importo, Valancy? —preguntó Barney con incredulidad, apartando la mirada de la estrella y fijándola en sus ojos… sus misteriosos y extraños ojos.
—Me importas… mucho —contestó Valancy en voz baja. Estaba temblando. Le había llamado por su nombre de pila por primera vez. Escucharle pronunciar su
nombre de aquella manera era más dulce de lo que podría haber sido la caricia de cualquier otro hombre.
—Si vamos a casarnos —dijo Barney, hablando repentinamente con voz informal y despreocupada—, debemos puntualizar ciertas cosas.
—Todo debe quedar entendido de antemano —convino Valancy.
—Hay asuntos que deseo ocultar —prosiguió Barney fríamente—. No me preguntes sobre ellos.
—No lo haré —dijo Valancy.
—Jamás debes pedir leer mi correspondencia.
—Jamás.
—Y nunca fingiremos ser nada el uno para el otro.
—No lo haremos —aseguró Valancy—. Ni siquiera tendrás que aparentar que te agrado. Si te casas conmigo sé que solo lo harás por compasión.
—Y no existirán mentiras entre nosotros de ninguna clase… sean importantes o
insignificantes.
—Sobre todo insignificantes —accedió Valancy.
—Y tendrás que venir a vivir conmigo en mi isla. No viviré en ningún otro sitio.
—En cierto modo esa es la razón por la que quiero casarme contigo —dijo Valancy.
Barney la miró detenidamente.
—Creo que hablas en serio. De acuerdo… casémonos entonces.
—Gracias —dijo Valancy, recuperando de repente la mojigatería. Se hubiese
sentido mucho menos avergonzada si él la hubiera rechazado—. Supongo que no tengo derecho alguno a establecer condiciones. Pero voy a disponer una. Jamás menciones mi corazón o mi predisposición a una muerte repentina. Jamás me ruegues que sea precavida. Quiero que olvides… que olvides por completo… que mi salud no es perfecta. He escrito una carta para mi madre. Aquí está, consérvala. Lo explico todo en ella. Si muero repentinamente, como es muy probable que suceda…
—Me exonerará ante los ojos de tu familia de la sospecha de haberte envenenado
—dijo Barney con una sonrisa.
—Exactamente —rio alegremente Valancy—. Vaya, me alegro de que esto haya llegado a su fin. Ha sido una dura prueba. Verás, no tengo por costumbre deambular
por ahí pidiendo a los hombres que se casen conmigo. Eres muy amable al no rechazarme… ¡ni ofrecerme comportarte como un hermano!
—Mañana iré a Port Lawrence para obtener la licencia. Podremos casamos mañana por la noche. Lo hará el doctor Stalling, supongo.
—Cielos, no —Valancy se estremeció—. Además, no lo haría. Sacudiría su dedo ante mí y yo abandonaría el altar dejándote plantado. No, quiero que me case el anciano señor Towers.
—¿Te casarás conmigo si voy vestido así? —preguntó Barney. Un coche de paso, lleno de turistas, hizo sonar la bocina con estrépito… burlonamente en apariencia.
Valancy le miró. Camisa azul de andar por casa, sombrero anodino, mono embarrado. ¡Sin afeitar! —Sí —contestó.
Barney extendió sus manos por encima de la cancela y tomó las suyas, pequeñas y frías.
—Valancy —dijo, intentando hablar a la ligera—, resulta evidente que no estoy enamorado de ti… jamás se me ha pasado por la cabeza enamorarme. Pero ¿sabes?, siempre he pensado que eras un poquito adorable.

El Castillo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora