Valancy se detuvo durante un instante en el porche de la casa de ladrillo rojo de Elm Street. Sintió que debía llamar a la puerta, igual que un extraño. Advirtió distraídamente que en su rosal habían brotado cuantiosos capullos.
La planta del caucho se erguía junto a la recatada puerta. Un momentáneo horror se apoderó de ella… el horror de la existencia a la que estaba retornando. Entonces abrió y entró.
«Me pregunto si el hijo pródigo realmente se sintió de nuevo como en casa», pensó. La señora Frederick y la prima Stickles se hallaban en la salita. El tío Benjamin
también se encontraba allí. Miraron a Valancy con rostro circunspecto, comprendiendo al instante que algo marchaba mal.
Ante sus ojos no se encontraba la muchacha insolente y descarada que se había reído de ellos en aquella misma estancia el pasado verano. Era una mujer de rostro macilento con los ojos de una criatura a la que se ha asestado un golpe mortal. Valancy miró en derredor con indiferencia. Ella había cambiado mucho… y la
habitación no había cambiado nada. Los mismos cuadros colgaban de las paredes. La pequeña huérfana que, arrodillada, rezaba una oración sin fin junto a la cama sobre la que reposaba el minino negro que jamás creció para convertirse en gato. Los grabados en acero grises representando Quatre Bras donde el ejército británico siempre permanecía a la espera. La ampliación pintada a la cera del padre de aspecto juvenil que ella jamás había conocido. Ahí colgaban todos, en su sitio de siempre. La verde cascada de judíos errantes aún sobresalía de la vieja vasija de granito situada sobre el borde de la ventana. El artesanal jarrón que jamás había sido usado permanecía en el mismo ángulo en la estantería del aparador. Los floreros azules y dorados que formaban parte de los regalos de boda de su madre seguían adornando remilgadamente la repisa de la chimenea, flanqueando el reloj de porcelana pintada que no se alteraba con el paso del tiempo. Las sillas situadas exactamente en los mismos emplazamientos.
Su madre y la prima Stickles, igualmente inmutables, observándola con fría descortesía. Valancy se vio obligada a iniciar la conversación.
—He vuelto a casa, madre —dijo con aire cansado.
—Ya lo veo —la voz de la señora Frederick sonó gélida. Se había resignado ante la deserción de Valancy. Casi había conseguido olvidar que existía una Valancy. Había reorganizado y estructurado su sistemática vida sin hacer mención alguna a esa criatura desagradecida y rebelde. Había retomado nuevamente su lugar en una sociedad que omitía el hecho de que alguna vez hubiese tenido una hija y que la compadecía, si es que acaso lo hacía, en discretos susurros y apartes. La pura verdad
era que, para entonces, la señora Frederick no quería que Valancy volviese a casa…
no quería volver a verla ni escuchar hablar sobre ella nunca más.
Y ahora, evidentemente, Valancy estaba ahí. Con la tragedia, el escándalo y la deshonra siguiendo su rastro de modo visible.
—Ya lo veo —repitió la señora Frederick—. ¿Puedo preguntar por qué?
—Porque… no… voy… a morir —contestó Valancy con voz ronca.
—¡Cielo santo! —exclamó el tío Benjamin—. ¿Y quién te había dicho que ibas a morir?
—Supongo —dijo la prima Stickles de muy mal humor; la prima Stickles tampoco anhelaba el regreso de Valancy—, supongo que has averiguado que tiene
otra esposa, tal y como nosotros hemos asegurado desde el principio.
—No. Ojalá fuese así —repuso Valancy. No estaba sufriendo especialmente, pero
se sentía muy cansada. Ojalá hubiesen llegado a su fin las explicaciones y estuviese arriba, en su vieja y fea habitación… sola. ¡Sola! El tintineo de las cuentas de las
mangas de su madre, mientras oscilaban sobre los brazos de la silla de bambú, casi la vuelven loca. Ninguna otra cosa la perturbaba pero, de pronto, pareció como si
simplemente fuese incapaz de soportar ese tintineo insistente y agudo.
—Mi casa, tal y como te dije, está siempre abierta para ti —dijo la señora
Frederick fríamente—, pero jamás podré perdonarte.
Valancy rio sin alegría.
—Eso me importaría bien poco si fuese capaz de perdóname a mí misma — replicó.
—Vamos, vamos —dijo el tío Benjamin de un modo muy impertinente. Pero lo cierto es que estaba disfrutando. Tenía la sensación de que Valancy se hallaba de nuevo bajo su control—. Basta ya de misterios. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has
abandonado a ese hombre? No cabe duda que existen razones suficientes, pero… ¿de
qué razón en particular se trata?
Valancy comenzó a hablar mecánicamente. Contó su historia de un modo preciso y sin rodeos.
—Hace un año, el doctor Trent me informó de que sufría una angina de pecho y que no me quedaba mucho tiempo de vida. Quería tener una… vida… antes de morir.
Por eso me marché. Por eso me casé con Barney. Y ahora he descubierto que fue un error. A mi corazón no le pasa nada. Voy a vivir… y Barney solo se casó conmigo por
compasión. Así que tengo que dejarle libre.
—¡Cielo santo! —dijo el tío Benjamin. La prima Stickles comenzó a llorar.
—Valancy, si hubieses confiado en tu propia madre.
—Sí, sí, lo sé —dijo Valancy con impaciencia—. ¿Qué sentido tiene discutir eso ahora? No puedo hacer desapareen este último año. Dios sabe que lo haría si pudiese.
He engañado a Barney para que se casase conmigo y en realidad se llama Bernard Redfern. Es el hijo del doctor Redfern, de Montreal. Y su padre quiere que vuelva junto a él.
El tío Benjamin profirió un sonido extraño. La prima Stickles retiró de sus ojos el pañuelo de bordes negros y miró fijamente a Valancy. Un fulgor insólito inundó
repentinamente los ojos color pizarra de la señora Frederick.
—El doctor Redfern, ¿no será el hombre de las Pastillas Púrpuras? —preguntó.
Valancy asintió.
—También es John Foster, el escritor de esos libros sobre naturaleza.
—Pero pero —la señora Frederick se encontraba visiblemente agitada, pero no tanto como para obviar el hecho de que era la suegra de John Foster—, ¡el doctor
Redfern es millonario!
El tío Benjamin cerró la boca con un chasquido.
—Diez veces millonario.
Valancy asintió de nuevo.
—Sí. Barney se marchó de casa hace años, por culpa de ciertos problemas, cierto
desengaño. Ahora lo más probable es que regrese. Así que ya ven, he tenido que volver a casa. No me ama. No puedo encadenarle a un vínculo al que se vio unido
mediante artimañas.
El tío Benjamin parecía increíblemente taimado.
—¿Te lo ha dicho él? ¿Quiere deshacerse de ti?
—No. No le he visto desde que me enteré. Pero les aseguro que solo se casó
conmigo por lástima, porque yo se lo pedí, porque pensó que solo sería durante un tiempo.
La señora Frederick y la prima Stickles intentaron hablar al mismo tiempo, pero el tío Benjamin agitó una mano en su dirección y frunció el ceño portentosamente.
«Yo me ocuparé de esto», parecían decir su ceño fruncido y su mano agitándose una y otra vez. Entonces se dirigió a Valancy:
—Bueno, bueno, querida, hablaremos sobre esto más tarde. Verás, todavía no entendemos del todo la situación. Tal y como dice la prima Stickles, deberías haber confiado antes en nosotros. Con el tiempo, me atrevo a decir que hallaremos una solución a todo esto.
—Piensa que Barney puede obtener fácilmente el divorcio, ¿verdad? —preguntó Valancy ansiosamente.
El tío Benjamin silenció con otra sacudida de su mano la exclamación de horror que sabía estaba estremeciendo los labios de la señora Frederick.
—Confía en mí, Valancy. Todo se arreglará por sí solo. Dime una cosa, Dossie. ¿Has sido feliz en los arrabales? ¿Se portaba bien contigo Sna… el señor Redfern?
—He sido muy feliz y Barney era muy bueno conmigo —dijo Valancy, como si estuviese recitando una lección. Recordó que cuando estudiaba gramática en la
escuela no le gustaban el pasado ni el pretérito perfecto. Siempre le habían parecido
patéticos. «He sido»… Todo había terminado.
—Entonces no te preocupes, pequeña —¡qué asombrosamente paternal se mostraba el tío Benjamin!—. Tu familia está de tu parte. Veremos qué se puede hacer.
—Gracias —repuso Valancy débilmente. A decir verdad, el tío Benjamin se estaba comportando de un modo muy decente—. ¿Puedo acostarme un rato? Estoy… estoy cansada.
—Claro que estás cansada —el tío Benjamin le dio unas palmaditas en la mano
suavemente… muy delicadamente—. Completamente agotada y nerviosa. Ve y acuéstate, por supuesto. Verás las cosas desde una perspectiva muy diferente tras haber dormido un poco.
Mantuvo la puerta abierta. Mientras ella la cruzaba, murmuró:
—¿Cuál es la mejor manera de conservar el amor de un hombre?
Valancy sonrió lánguidamente. Había regresado a su antigua vida… a los antiguos
grilletes.
—¿Cuál? —preguntó tan dócilmente como en el pasado.
—No devolviéndoselo —dijo el tío Benjamin con una risita ahogada. Cerró la puerta y se frotó las manos. Asintió y sonrió misteriosamente mientras daba vueltas
por la estancia.
—¡Pobrecita Doss! —dijo con voz lastimera.
—¿De veras crees que… Snaith… puede ser realmente el hijo del doctor Redfern? —jadeó la señora Frederick.
—No veo ninguna razón para ponerlo en duda. Dice que el doctor Redfern ha estado allí. Vaya, ese hombre es rico como una tarta de bodas, Amelia. Siempre he
creído que Doss tenía mucho más que ofrecer de lo que la gente pensaba. La has sujetado demasiado… la has reprimido. Jamás tuvo la oportunidad de demostrar lo que llevaba dentro. Y ahora ha cazado a un millonario como esposo.
—Pero… —dudó la señora Frederick— él… él… se han dicho cosas terribles sobre él.
—Todo eran chismes e invenciones… solo chismes e invenciones. Siempre me ha parecido un misterio la razón por la cual la gente está tan dispuesta a inventar y
divulgar calumnias sobre otras personas de las que no saben absolutamente nada. Soy incapaz de comprender por qué prestasteis tanta atención a los rumores y las
suposiciones. Escogió una vida apartada de todo el mundo, y la gente se sintió ofendida a causa de ello. Descubrí con sorpresa que parecía un tipo de lo más decente
aquella vez que acudió a mi tienda junto a Valancy, y deseché todas esas historias.
—Pero fue visto completamente borracho en Port Lawrence en una ocasión — dijo la prima Stickles con reservas, como si estuviese de lo más predispuesta a ser
convencida de lo contrario.
—¿Quién le vio? —preguntó el tío Benjamin con aspereza—. ¿Quién le vio? El viejo Jemmy Strang dijo que le había visto. Yo no daría mucha credibilidad a lo que
diga el viejo Jemmy Strang. Él mismo está tan borracho la mitad del tiempo que apenas ve por donde va. Dijo que le había visto completamente ebrio tumbado sobre un banco en el parque. ¡Bah! Redfern se habría quedado dormido allí. No os preocupéis por eso.
—Pero su ropa… y ese viejo coche espantoso… —dijo la señora Frederick
indecisa.
—Excentricidades de un genio —declaró el tío Benjamín—. Ya habéis oído a Doss decir que era John Foster. No estoy al día sobre literatura, pero escuché manifestar a un profesor de Toronto que los libros de John Foster habían situado a Canadá en el mapa literario del mundo.
—Supongo… que debemos perdonarla —cedió la señora Frederick. —¡Perdonarla! —resopló el tío Benjamín. De veras, Amelia era una mujer
increíblemente estúpida. No era de extrañar que la pobre Doss hubiese acabado hastiada y cansada de vivir con ell —. ¡Bueno, sí, creo que mejor será que la perdones! La cuestión es… ¡si Snaith nos perdonará a nosotros!
—¿Y si ella insiste en abandonarle? No tienes ni idea de lo obstinada que puede llegar a ser —dijo la señora Frederick. —Déjamelo todo a mí, Amelia. Déjamelo todo a mí. Vosotras las mujeres ya lo habéis complicado bastante. Todo este asunto ha sido un despropósito de principio a fin. Si te hubieses tomado ciertas molestias hace unos años, Amelia, no se hubiese rebelado de esa manera. Déjala tranquila… no la importunes con consejos o preguntas hasta que esté preparada para hablar. Resulta evidente que ha huido presa del pánico porque tiene miedo de que esté enfadado con ella por haberle engañado. ¡Que Trent le contase semejante historia resulta de lo más insólito! Eso es lo que ocurre cuando se acude a médicos desconocidos. Bueno, bueno, no debemos culparla muy severamente, pobre criatura. Redfern vendrá a buscarla. Si no lo hace, iré a buscarle y hablaré con él de hombre a hombre. Puede que sea millonario, pero Valancy es una Stirling. No puede repudiarla solo porque estuviese equivocada sobre su enfermedad cardíaca. Tampoco es probable que quiera hacerlo. Doss está un poco tensa. Dios mío, debo acostumbrarme a llamarla Valancy. Ya no es una niña pequeña. Recuérdalo, Amelia. Sé amable y compasiva.
Era demasiado esperar que la señora Frederick se mostrase amable y compasiva.
Pero lo hizo lo mejor que pudo. Cuando la cena estuvo preparada subió las escaleras y le preguntó a Valancy si le apetecía una taza de té. Valancy, tumbada sobre su cama, la rechazó. Solo quería que no la molestasen durante un rato. La señora Frederick la dejó tranquila. Ni siquiera le recordó a Valancy que el aprieto en que se encontraba era consecuencia de su propia falta de respeto y obediencia filial. Una no podía decirle cosas como esa a la nuera de un millonario.
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El Castillo Azul
RomansaLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...