XXIV

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Valancy preparó a Cissy para recibir sepultura. Ningunas manos ajenas a las suyas debían tocar ese cuerpo exangüe y frágil. El día del entierro la casa lució inmaculada.
Barney Snaith no asistió. Había hecho todo cuanto estaba en su mano para ayudar a Valancy antes de aquel momento; había cubierto el cuerpo lívido de Cecily con rosas blancas cogidas en el jardín, y después había regresado a su isla.
Pero todos los demás se congregaron allí. Acudió todo Deerwood; también la gente de los arrabales. Al fin perdonaron a Cissy de un modo admirable. El señor Bradly recitó una hermosa elegía. Valancy hubiese preferido al anciano de la iglesia metodista libre, pero Abel el Aullador se mostró obstinado. Era presbiteriano y solo un ministro presbiteriano debía enterrar a su hija. El señor Bradly demostró mucho tacto. Evitó mención alguna a cualquier asunto que pudiera resultar controvertido y resultó a todas luces evidente su plena confianza en que todo saliese bien.
Seis respetables ciudadanos de Deerwood introdujeron a Cecily Gay en su tumba en el decoroso cementerio de la ciudad. Entre ellos se hallaba el tío Wellington. Todos los Stirling asistieron al funeral, tanto hombres como mujeres. Se habían
reunido en cónclave familiar para debatir sobre el asunto. Ahora que Cissy Gay había muerto, sin duda Valancy volvería a casa.
De ninguna de las maneras podía quedarse con Abel el Aullador. Así las cosas, el modo más inteligente de proceder, tal y como decretó el tío James, era asistir al funeral… legitimar todo el asunto, por así decirlo; mostrarle a Deerwood que Valancy había llevado a cabo un acto de lo más encomiable al cuidar de Cecily Gay, y que toda su familia la respaldaba ante semejante decisión.
La muerte, hacedora de milagros, consiguió que toda esta cuestión fuese repentinamente de lo más respetable.
Si Valancy regresaba a casa y volvía a comportarse de un modo decente mientras la opinión pública seguía bajo su influencia, aún cabía la posibilidad de que todo marchase bien. La sociedad había comenzado a olvidar, de un día para otro, todos los malvados hechos cometidos por Cecily, y recordaban la cosita tan preciosa y modesta que había sido
—«y sin madre, ya sabe… ¡sin madre!»—. El tío James señaló que era el momento psicológico adecuado. Por tanto, los Stirling concurrieron al responso. Incluso la neuritis de la prima
Gladys le permitió acudir. La prima Stickles se hallaba allí, con su bonete cubriendo todo su rostro, y llorando con tanta tristeza que tal parecía que Cissy hubiese sido para ella un ser de lo más querido. Los funerales siempre le hacían recordar a la prima Stickles la triste pérdida que ella había sufrido. Y tío Wellington fue uno de los portadores del féretro.
Valancy, pálida, con aspecto melancólico, los ojos rasgados teñidos de púrpura, luciendo un vestido de un apagado color marrón, moviéndose discretamente,
acomodando a la gente en sus asientos, consultando en voz baja con el pastor y el
enterrador, reuniendo a los dolientes en el salón, se mostró tan decorosa y formal, al más puro estilo Stirling, que su familia recobró la esperanza. Esta no era, no
podía ser la muchacha que había permanecido en el bosque, durante toda una noche, sentada junto a Barney Snaith… que se había paseado en coche por todo Deerwood y Port Lawrence sin un sombrero que cubriese su cabeza. Esta era la
Valancy que ellos conocían;
sorprendentemente eficiente y capacitada. Quizás siempre la habían reprimido demasiado, Amelia era bastante estricta, a decir verdad, y jamás había tenido la oportunidad de demostrar su auténtica valía. Así pensaban
los Stirling.
Y Edward Beck, quien vivía en la carretera que llevaba a Port Lawrence, un viudo a cargo de una familia numerosa que comenzaba a prestar
atención a las mujeres de nuevo, se fijó en Valancy y pensó que podría convertirse en una segunda esposa de lo más apropiada. No era una belleza… pero siendo como era un viudo de cincuenta años, el señor Beck se dijo a sí mismo, muy razonablemente, que no podía aspirar a tenerlo todo. En conjunto, parecía que las expectativas
matrimoniales de Valancy jamás habían sido tan prometedoras como lo fueron en el
funeral de Cecily Gay.
Lo que hubiesen pensado los Stirling y Edward Beck de haber sabido lo que se ocultaba en lo más profundo de la mente de Valancy debe ser dejado a la imaginación.
Valancy odiaba el funeral… odiaba a las personas que acudían a contemplar con curiosidad el rostro pálido como el mármol de Cecily… odiaba la
petulancia… odiaba los cánticos melancólicos y aburridos… odiaba los prudentes tópicos del señor Bradly.
De haber podido hacer las cosas a su absurda manera, no se
hubiese celebrado ningún funeral en absoluto. Habría cubierto a Cissy con flores, la
hubiese protegido de ojos entrometidos, y la hubiese enterrado junto a su pequeño bebé sin nombre en el terreno del camposanto cubierto de hierba que se hallaba bajo los pinos de la iglesia de los arrabales, acompañada por una breve y bondadosa
oración recitada por el anciano pastor metodista libre. Recordó que Cissy había dicho una vez:
—Me gustaría que me diesen sepultura en lo más profundo del corazón del bosque, donde nadie pudiese acudir jamás para decir «Cissy Gay yace enterrada aquí» y revelar mi miserable historia.
¡Pero esto! Sin embargo, pronto llegaría a su fin. Valancy sabía exactamente —no
así los Stirling ni Edward Beck— lo que pensaba hacer a continuación. Había permanecido despierta durante toda la noche anterior pensando en ello, y finalmente
había tomado una decisión.
Cuando el cortejo fúnebre abandonó la casa, la señora Frederick halló a Valancy en la cocina.
—Hija mía —dijo trémulamente—, ¿vendrás ahora a casa?
—Casa —repitió Valancy con tono ausente. Se estaba poniendo un delantal y calculando cuánto té debía preparar para la cena. Asistirían muchos invitados de los arrabales… parientes lejanos de los Gay que no se habían acordado de ellos durante años. Y se encontraba tan cansada que deseó poder tomar prestadas un par de patas de gacela.
—Sí, a casa —dijo la señora Frederick, con cierta aspereza—. Supongo que no
fantasearás con permanecer aquí ahora… a solas con Abel el Aullador.
—Oh, no, no voy quedarme aquí —replicó Valancy—. Claro está, me quedaré un día o dos para poner algo de orden en la casa. Pero eso será todo. Espero que me disculpe, madre, pero tengo muchas cosas que hacer… toda esa gente de los arrabales estará aquí a la hora de la cena.
La señora Frederick se retiró considerablemente aliviada, y los Stirling se
marcharon a casa sintiendo más livianos sus corazones.
—Cuando regrese la trataremos como si nada hubiese ocurrido —decretó el tío Benjamin—. Ese será el mejor plan. Simplemente como si nada hubiese ocurrido.

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