XIX

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Durante todo este tiempo —y como es comprensible—, los Stirling no abandonaron a la pobre loca ni refrenaron sus heroicos esfuerzos para rescatar su alma y su reputación, ambas en grave peligro. El tío James, que   no había encontrado más apoyo en su abogado que en su médico, apareció un día en casa de Abel, y al encontrar a Valancy sola en la cocina, tal como suponía, la regañó enérgicamente, afirmando que estaba rompiendo el corazón de su madre y deshonrando a su familia.
—Pero ¿por qué? —dijo Valancy, sin dejar de fregar la cazuela de potaje graciosamente—. Estoy haciendo un trabajo honrado por un salario honrado. ¿Qué tiene eso de deshonroso? —No te detengas en nimiedades, Valancy —dijo el tío James solemnemente—.
Este no es un lugar adecuado para ti, y lo sabes. Además, me han dicho que ese ex convicto, Snaith, se deja caer por aquí todas las tardes.
—No todas las tardes —dijo Valancy pensativamente—. No todas las tardes,
ciertamente.
—¡Esto… esto es intolerable! —dijo el tío James con violencia—. Valancy, tienes que volver a casa. No se te juzgará con severidad. Te lo aseguro. Pasaremos esto por alto.
—Gracias —dijo Valancy. —¿No sabes lo que es la vergüenza? —preguntó el tío James.
—¡Oh, sí! Pero las cosas de las que me avergüenzo no son las mismas que le
avergüenzan a usted. Valancy procedió a enjuagar su paño de cocina meticulosamente. El tío James aún conservaba la paciencia. Se agarró a los brazos de su silla y apretó los dientes.
—Sabemos que tu mente no está bien. Seremos indulgentes. Pero tienes que volver a casa. No puedes quedarte aquí con ese borracho sinvergüenza, blasfemo y viejo…
—¿Se refiere usted a mí, señor Stirling? —exigió Abel el Aullador, apareciendo de pronto por la puerta del porche trasero donde había estado todo ese tiempo fumando tranquilamente su pipa mientras escuchaba la diatriba del «viejo Jim Stirling» con un placer inconmensurable.
Su barba roja se había erizado de la indignación y sus enormes cejas temblaban de rabia.
Pero la cobardía no estaba entre los defectos de James Stirling.
—Yo mismo. Y además quiero decirle que ha actuado de manera infame para apartar con engaños a esta muchacha débil e indefensa de su casa y sus amigos, y le haré pagar por ello…
James Stirling no pudo ir más allá. Abel el Aullador cruzó la cocina de un salto, le cogió por el cuello y los pantalones y lo arrojó por la puerta al otro lado del jardín sin el menor esfuerzo aparente, como si hubiera arrojado a un gatito molesto fuera de su camino.
—La próxima vez que venga a mi casa —bramó—, le arrojaré por la ventana… Y mucho mejor si la ventana está cerrada. ¡Venir aquí creyéndose Dios para dar
lecciones a todo el mundo! Valancy, con franqueza y desvergonzadamente, se reconoció a sí misma que había visto pocos espectáculos tan satisfactorios como los faldones del abrigo del tío James volando sobre una alfombra de espárragos. En alguna ocasión había temido los
juicios de este hombre. Y ahora veía que no era más que un estúpido y pequeño ídolo de barro provinciano.
Abel el Aullador se volvió con una estruendosa carcajada.
—Pensará durante años en esto, especialmente cuando se despierte por las noches. El Todopoderoso cometió un error al traer al mundo a tantos Stirling. Pero dado que ya están aquí, debemos afrontarlos; son demasiados para eliminarlos. Dentodos modos, si se aventuran a venir aquí a molestarnos, les ahuyentaré antes de que el gato pueda lamer su oreja.
En la siguiente ocasión enviaron al doctor Stalling. Con toda seguridad Abel el
Aullador no le arrojaría sobre el cultivo de espárragos.
El doctor Stalling no estaba tan seguro de ello y desaprobaba la misión. No creía que Valancy hubiera perdido la
razón. Siempre había sido un poco extraña, e incluso el propio doctor Stalling nunca había sido capaz de entenderla. En verdad, era innegablemente extraña. Y ahora, tan solo era un poco más extraña de lo habitual.
El doctor Stalling tenía sus propias razones para que Abel el Aullador le desagradara. En los primeros días de su llegada a Deerwood, el doctor Stalling tenía debilidad por los largos paseos por el lago
Mistawis y los alrededores de Muskoka. Durante uno de aquellos paseos se perdió, y
después de mucho vagar se había encontrado con Abel el Aullador, con su arma al hombro. El doctor Stalling le había hecho la pregunta más estúpida posible. Le dijo:
—¿Puede decirme a dónde voy?
—¿Cómo diablos voy a saber a dónde vas, gansito? —replicó Abel
despectivamente.
El doctor Stalling se puso tan furioso que no supo qué decir por unos instantes, y Abel eligió ese momento para desaparecer en el bosque. El doctor Stalling,
finalmente, encontró el camino de vuelta a casa, pero nunca había anhelado encontrarse con Abel Gay de nuevo.
No obstante, acudió a cumplir con su deber. Valancy le saludó con el corazón encogido. Se vio obligada a admitir que el doctor Stalling aún le causaba un gran temor. Tenía la lamentable convicción de que si sacudía su dedo largo y huesudo en su dirección y le decía que regresara a casa, ella no se atrevería a desobedecer.
—Señor Gay —dijo el doctor Stalling educada y condescendientemente—,
¿puedo ver a la señorita Stirling a solas durante unos minutos?
Abel estaba ligeramente ebrio —lo suficiente para ser extremadamente amable y muy astuto—. Había estado a punto de irse cuando el doctor Stalling llegó, pero en
ese momento decidió quedarse y se sentó cruzado de brazos en un rincón de la sala.
—No, no, señor —dijo solemnemente—. Eso estaría mal, no va a poder ser. Es la reputación de mi casa la que está en juego. Debo hacer de carabina de la joven. No puede haber cortejos a mis espaldas.
Presa de indignación, el doctor Stalling parecía tan enfurecido que Valancy se preguntó cómo Abel podía soportar su apariencia. Pero a Abel no le preocupaba en absoluto.
—En todo caso, ¿qué sabe usted sobre eso? —preguntó cordialmente.
—¿Qué sé yo sobre qué?
—Sobre cortejos —dijo Abel fríamente.
El pobre doctor Stalling nunca se había casado porque creía en un clero célibe, y no entendió este comentario procaz. Le dio la espalda a Abel y se dirigió a Valancy.
—Señorita Stirling, estoy aquí para satisfacer los deseos de su madre. Ella me rogó que viniera. Soy el portador de algunos mensajes suyos. ¿Querría… —sacudió
su dedo índice— querría escucharlos?
—Sí —dijo Valancy débilmente, mirando a su dedo índice. Ejercía un efecto hipnótico sobre ella.
—El primero es este. Si abandona este… esta…
—¡Casa! —interrumpió Abel el Aullador—. C-a-s-a. Tiene un problema en el habla, ¿no es así, señor?
—… este lugar y regresa a casa, el señor James Stirling pagará a una buena enfermera para que venga aquí y se ocupe de cuidar a la señorita Gay.
Recuperada del susto, Valancy sonrió para sus adentros, el tío James debía considerar el asunto como una causa desesperada para consentir en aflojar los
cordones de su bolsa como lo hacía.
En cualquier caso, su clan ya no la despreciaba
ni la ignoraba. Se había convertido en importante para ellos.
—Eso es cosa mía, señor —replicó Abel—. La señorita Slirling puede irse si lo desea, o quedarse si quiere. Hice un trato justo con ella, y es libre de finiquitarlo
cuando lo estime conveniente. Ella me prepara las comidas que satisfacen mi apetito.
Nunca olvida echar sal a los potajes. Nunca da portazos y, cuando no tiene nada que decir, se calla. Eso es extraño en una mujer, como usted sabrá, señor. Estoy muy
satisfecho. Si ella no lo está, es libre de irse. Pero ninguna mujer entrará en mi casa con un sueldo pagado por Jim Stirling. Si lo hiciera —la voz de Abel sonó misteriosamente dulce y educada—, regaré la carretera con sus sesos. Puede transmitírselo con todos los saludos de Abel Gay.
—Doctor Stalling, Cissy no necesita una enfermera —dijo Valancy con seriedad —. No está tan enferma como para eso. Lo que necesita es compañía… Alguien a
quien ella conoce y con quien simplemente le gusta compartir su vida. Usted puede entender eso, estoy segura.
—Puedo entender que sus intenciones son… ejem… muy encomiables…
El doctor Stalling sentía que era muy tolerante, ciertamente; sobre todo porque en lo más profundo de su alma no creía que los motivos de Valancy fueran en absoluto encomiables. No tenía la menor idea de cuáles eran sus intenciones, pero estaba
seguro de que, fueran las que fueran, no eran dignas de elogio. Cuando no podía entender alguna forma de proceder, inmediatamente la condenaba. ¡La simplicidad en sí misma!
—… No obstante, su primera obligación debe ser su madre. Ella la necesita e implora que vuelva a casa… Se lo perdonará todo solo con que regrese.
—Es un pensamiento bastante mediocre —comentó Abel meditabundo mientras
desmenuzaba un poco de tabaco en la mano.
El doctor Stirling le ignoró.
—Ella le suplica, pero yo, señorita Stirling… —el doctor Stalling recordó que era un embajador de Jehová—… yo se lo ordeno. Como su pastor y su guía espiritual, le
ordeno que regrese a casa conmigo… ahora mismo. Coja su sombrero, cúbrase y
sígame ahora.
El doctor Stalling sacudió su dedo índice en dirección a Valancy. Ante la visión de ese implacable dedo, la joven se encorvó y languideció visiblemente.
«Está cediendo —pensó Abel el Aullador—. Se va a ir con él. Es incomprensible
el poder que tienen estos hombres predicadores sobre las mujeres».
Valancy estaba a punto de someterse a la voluntad del doctor Stalling. Debía regresar a casa con él y darse por vencida. Volvería a ser Doss Stirling y pasados unos pocos días o semanas sería la acobardada e inútil criatura que siempre había sido. Era su destino, caracterizado por ese índice levantado, implacable. Ya no podía
escapar de él, del mismo modo que Abel el Aullador no podía escapar a su propia
fatalidad. Ella lo atisbo como los fascinados ojos del pájaro atisban a la serpiente.
Otro momento…
«El miedo es el pecado original —dijo de pronto una voz suave y apacible que provenía de lo más profundo de la conciencia de Valancy—. Porque casi todo el mal
que hay en el mundo tiene su origen en el hecho de que alguien tiene miedo de algo».
Valancy se puso en pie. Aún se encontraba entre las garras del miedo, pero su alma era suya de nuevo. No podía traicionar a esa voz interior.
—Doctor Stalling —dijo lentamente—. Ya no tengo obligación ninguna para con mi madre. Ella está bien. Tiene toda la ayuda y la compañía que precisa; no me necesita en absoluto. Soy necesaria aquí, y voy a quedarme.
—Tiene valor esta muchacha —dijo Abel el Aullador con admiración.
El doctor Stalling dejó caer su índice. Uno no puede continuar agitando su dedo para siempre.
—Señorita Stirling ¿no hay nada que pueda hacerla cambiar de opinión? ¿Recuerda sus días de infancia?
—Perfectamente. Y los odio.
—¿Ha pensado en lo que va a decir la gente? ¿Lo que están diciendo ya?
—Puedo imaginarlo —dijo Valancy encogiendo los hombros. De pronto se encontró libre de miedos de nuevo—. No he escuchado en vano durante veinte años, bien en las recepciones o las tardes de costura, todos los cotilleos de Deerwood. Pero, doctor Stalling, le aseguro que no me importa lo más mínimo lo que puedan decir… Ni lo más mínimo. El doctor Stalling regresó a Deerwood. ¡Una muchacha a la que no le importaba en absoluto la murmuración pública! ¡Para quien los vínculos sagrados de la familia no ejercían influencia alguna! ¡Y que odiaba sus recuerdos de la infancia! Seguidamente se presentó la prima Georgiana —por iniciativa propia, pues nadie habría creído que mereciera la pena enviarla—. Encontró a Valancy sola, quitando las malas hierbas en el pequeño huerto que había plantado, y le hizo las súplicas más triviales que se puedan imaginar. Valancy la escuchó pacientemente. La prima Georgina no era una mala persona. Luego dijo: —Y ahora que me ha dicho todo esto, prima Georgiana, ¿puede decirme cómo preparo el bacalao a la crema para que no se vuelva tan espeso como las gachas de avena y tan salado como el Mar Muerto?
—Tendremos que esperar —dijo el tío Benjamin—. Después de todo, Cissy Gay no vivirá mucho tiempo. El doctor Marsh me ha dicho que podría ocurrir de un momento a otro. La señora Frederick se echó a llorar. Ciertamente, todo habría sido más fácil de
soportar si Valancy hubiera muerto. En tal caso, al menos hubiera podido ponerse el luto.

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