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Por supuesto debía comprar el té en la tienda de comestibles del tío Benjamin. Comprarlo en algún otro lugar resultaba impensable.
Sin embargo, Valancy no sentía ningún deseo de ir a la tienda del tío Benjamin justo el día de su veintinueve cumpleaños, pues no había esperanza alguna de que no se lo recordara.
—¿Por qué las señoritas son tan torpes en gramática? —preguntó el tío Benjamin lanzándole una mirada de soslayo mientras empaquetaba su té. Con la herencia del tío Benjamin en el fondo de sus pensamientos, Valancy respondió tímidamente:
—No lo sé. ¿Por qué?
—Porque —rio sarcásticamente— no pueden declinar matrimonio.
Sus dos empleados, Joe Hammond y Claude Bertram, se carcajearon a su vez y Valancy les detestó aún más de lo que ya lo hacía.
El primer día que Claude Bertram la había visto en la tienda, le escuchó susurrarle a Joe:
—¿Quién es esa? A lo que Joe respondió:
—Valancy Stirling, una de las solteronas de Deerwood.
—¿Curable o incurable? —había preguntado Claude con una risita, pensando, obviamente, que su pregunta había sido muy ingeniosa. Valancy sintió que el dardo de aquel viejo recuerdo le punzaba de nuevo.
—Veintinueve años —decía el tío Benjamin—. ¡Dios mío, Doss, te acercas peligrosamente a la treintena y ni siquiera piensas en casarte! Veintinueve años. Parece imposible.
A continuación, el tío Benjamin dijo una cosa muy original:
—¡Cómo pasa el tiempo! —Yo creo que se arrastra —dijo Valancy apasionadamente.
La pasión era una
peculiaridad tan ajena a la percepción que el tío Benjamin tenía de Valancy que no supo qué responder. Para disimular su desconcierto, planteó otra de sus adivinanzas mientras empaquetaba sus habas, la prima Stickles había recordado en el último momento que debían comer habas. Las habas eran muy baratas y nutritivas.
—¿Cuáles son las dos edades de la ilusión? —preguntó el tío Benjamin; y sin esperar a que Valancy diera con la solución, añadió:
—Mir-age y marri-age.
—M-i-r-a-g-e se pronuncia mirazh —dijo Valancy rápidamente, recogiendo su té y sus habas.
Por un instante no le importó que el tío Benjamin la desheredara. Salió de la tienda dejando al tío Benjamin con la boca abierta y sus ojos clavados en ella. Luego
este sacudió la cabeza.
—¡Pobre Doss, se lo está tomando muy mal! —exclamó.
Valancy ya se arrepentía de sus palabras al llegar al siguiente cruce. ¿Por qué había perdido la paciencia de semejante modo? El tío Benjamin se habría ofendido y
muy probablemente le diría a su madre:
«Doss ha sido muy impertinente…“¡Conmigo!”»; y su madre la sermonearía durante una semana.
«Me he mordido la lengua durante veinte años —pensó Valancy—. ¿Por qué no he podido callarme una vez más?».
Sí, hacía justo veinte años —pensó Valancy— que había sido ofensivamente
ridiculizada por su condición de «no amada». Recordaba perfectamente aquel amargo momento. Acababa de cumplir nueve años y se encontraba sola en el patio de la escuela, mientras el resto de las niñas de su clase jugaban a un juego en el que debías ser elegida por un muchacho como pareja, para poder comenzar a jugar. Nadie había
elegido a Valancy; la pequeña y pálida Valancy, de cabellos oscuros, con su recatado
mandilón de largas mangas y sus extraños ojos rasgados.
—¡Oh! —le dijo una preciosa niña—. Estoy realmente desolada por ti. No tienes pretendiente.
Valancy había respondido con un tono desafiante, como continuaría haciéndolo
durante los veinte años siguientes.
—Yo no quiero un pretendiente.
Pero esa tarde Valancy dejó de decir aquello de una vez por todas.
«Seré honesta conmigo misma —pensó con furia—. Las charadas del tío
Benjamin me molestan porque son ciertas. Quiero casarme. Quiero tener mi propia casa… quiero un marido… quiero pequeños y adorables bebés mofletudos».
Valancy se detuvo repentinamente, aterrada por su propia temeridad. Estaba segura de que el reverendo doctor Stalling, que en aquel momento pasaba junto a ella, podía leer sus pensamientos y los desaprobaba en su totalidad. Valancy temía al doctor Stalling; le temía desde aquel famoso domingo, veintitrés años atrás, en que asistió por primera vez a la iglesia de Saint-Albans. Valancy llegó aquel día con
retraso a la escuela dominical, por lo que entró discretamente en el templo y tomó asiento en uno de los bancos. No había nadie más en la iglesia, a excepción del nuevo pastor, el doctor Stalling, que se levantó frente a la puerta del coro, la llamó, y le dijo
con tono severo:
—Ven aquí, jovencito.
Valancy miró a su alrededor. No había ningún muchacho —no había absolutamente nadie en aquella enorme iglesia, aparte de ella—. Aquel hombre extraño de gafas azules no podía estar dirigiéndose a ella. Ella no era un chico.
—¡Jovencito! —repitió el doctor Stalling, con un tono aún más severo,
sacudiendo su índice en su dirección—, ¡ven aquí inmediatamente!
Valancy se levantó de un salto como si estuviera hipnotizada, y fue hacia él. Estaba demasiado aterrorizada para hacer otra cosa. ¿Qué horrible situación iba a tener lugar? ¿Qué le había sucedido? ¿Se había transformado verdaderamente en un
chico? Se detuvo frente al doctor Stalling, quien agitó su índice nuevamente, un
índice largo y huesudo en su dirección y le dijo:
—Jovencito, quítate el sombrero.
Valancy se despojó de su sombrero. Se había peinado con una raquítica cola de
caballo que caía sobre su espalda, pero el doctor Stalling era tan miope que no se percató de ello.
—Niño, vuelve a tu asiento y no olvides quitarte siempre el sombrero antes de
entrar en una iglesia. ¡Recuérdalo!
Valancy regresó a su banco como un autómata, con el sombrero fuertemente
aferrado entre sus manos. Su madre entró en aquel preciso momento.
—Doss —exclamó la señora Stirling—, ¿qué son esos modales de no llevar puesto tu sombrero? ¡Póntelo inmediatamente!
Valancy se puso el sombrero con premura. Estaba aterrorizada con la idea de que el doctor Stalling pudiera llamarla de nuevo frente a él. Por supuesto, se vería
obligada a acudir, en ningún momento se le pasó por la mente la idea de osar desobedecer al pastor y la iglesia se había llenado repentinamente de fieles. Oh, ¿qué haría si aquel horrible índice amenazante se agitaba de nuevo contra ella ante
todas aquellas personas? Valancy permaneció sentada durante todo el oficio, en aterrada agonía, y estuvo enferma durante toda la semana que siguió a ilícito
acontecimiento. Nadie supo jamás por qué, y la señora Frederick se lamentó de nuevo por la delicada salud de su niña.
Cuando el doctor Stalling descubrió su error se echó a reír a carcajadas ante Valancy, que no veía gracia alguna en el asunto. Jamás superó su miedo al doctor
Stalling. ¡Y ahora había sido sorprendida por él en la esquina de aquella calle, pensando todas aquellas cosas!
Finalmente, Valancy se procuró el libro de John Foster: Magic of Wings.
—Este es el último; no habla más que de pájaros —dijo la señorita Clarkson.
Estaba casi más convencida de regresar a casa que de visitar al doctor Trent. Su valentía la había abandonado por completo. Temía ofender al tío James, tenía miedo
de enojar a su madre, y miedo de enfrentarse a la huraña y adusta cabeza del viejo doctor Trent, quien probablemente le diría, al igual que había hecho con su prima
Gladys, que sus males eran fruto únicamente de su imaginación y que disfrutaba padeciéndolos. No, no iría; compraría un frasco de Pastillas Púrpuras Redfern. Las
Pastillas Púrpuras Redfern eran la medicina tradicional del clan Stirling. ¿Acaso no
habían curado a la prima segunda Geraldine a pesar de haber sido desahuciada por cinco médicos distintos? Valancy siempre se había sentido muy escéptica en relación a las virtudes de las Pastillas Púrpuras; pero tal vez hicieran algo aquellas píldoras y,
además, era más fácil tomarlas que enfrentarse al doctor Trent. Seguiría ojeando las revistas en la sala de lectura y luego regresaría a casa. Valancy intentó leer un artículo, pero este la irritó profundamente.
Página tras página se sucedía la imagen de una heroína rodeada de sus fervientes admiradores. Mientras ella, Valancy Stirling, ¡no tenía ni un solo pretendiente! Valancy cerró bruscamente la revista; abrió Magic of Wings, y sus ojos se posaron sobre el párrafo que cambió su vida.
El miedo es el pecado original —escribía John Foster—. Casi todos los
males del mundo tienen su origen en el miedo que siente alguien por alguna cosa. Es una serpiente fría y viscosa que se enrosca sobre uno mismo. Es horrible vivir con miedo; es el más degradante de todos los sentimientos.
Valancy cerró Magic of Wings y se levantó. Visitaría al doctor Trent.

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