Valancy echó lentamente un vistazo a su antigua habitación. Su aspecto era también el mismo, por lo que casi le resultaban imposibles de creer todos los cambios que se habían producido en su vida desde la última vez que había dormido en ella. Parecía en cierto modo indecente que todo permaneciese exactamente igual. Ahí estaba la reina Luisa, bajando eternamente las escaleras. Nadie había dejado entrar y guarecerse al triste cachorro en los días de lluvia. También estaban la persiana de papel color púrpura y la ventana color verdoso. Fuera, la vieja tienda de carruajes con sus atrevidos carteles publicitarios. Más allá, la estación en la que perduraban las mismas flappers, coquetas y descuidadas. Ahí le esperaba su antigua vida, como una especie de ogro ceñudo que aguarda su
momento y se relame el hocico. El terror atroz que desprendía se apoderó de ella repentinamente. Cuando cayó la noche, se desvistió y se metió en la cama; desapareció ese compasivo aturdimiento y yació atormentada recordando su isla bajo las estrellas. Las hogueras… todas sus pequeñas bromas, frases y muletillas domésticas… sus preciosos y peludos gatos… luces resplandeciendo sobre las islas feéricas… canoas desplazándose sobre el Mistawis bajo la magia del amanecer… abedules blancos sobresaliendo entre las oscuras píceas como torsos de hermosas mujeres… las nieves invernales y los fulgores de la puesta de sol… lagos embriagados del resplandor de la luna… todos los placeres de su paraíso perdido. Se negaba a pensar en Barney. Solo se permitiría hacerlo sobre estas cosas de menor importancia porque pensar en Barney le resultaba insoportable. Entonces, inevitablemente, pensó en él. Le echó de menos. Anheló sus abrazos,
su rostro contra el suyo, cómo le susurraba al oído. Recordó cada una de sus ocurrencias, sus bromas, sus miradas llenas de afecto… sus pequeños cumplidos… sus caricias. Las contó todas igual que una mujer podría contar sus joyas; ni una sola olvidó desde el primer día en que se conocieron. Esos recuerdos eran todo lo que le quedaba. Cerró los ojos y rezó. «¡Permíteme recordarlos todos, Dios! ¡No me dejes olvidar ni uno solo de ellos!». Y, sin embargo, mejor sería que olvidase. Esta agonía de añoranza y soledad no
resultaría tan terrible si fuese capaz de olvidar. También a Ethel Traverse. Esa bruja deslumbrante de pálida piel, ojos oscuros y pelo resplandeciente. La mujer a quien Barney había amado. La mujer a la que todavía amaba. ¿Acaso no le había dicho que jamás cambiaba de opinión? ¿Quién le estaba esperando en Montreal? ¿Quién era la esposa adecuada para un hombre rico y famoso? Barney se casaría con ella, naturalmente, cuando consiguiese el divorcio. ¡Cómo la odiaba Valancy! ¡Y la envidiaba! Barney le había dicho «te quiero» a ella. Valancy se había preguntado con qué tono diría Barney «te quiero»… la mirada de sus ojos violeta profundo al hacerlo. Ethel Traverse lo sabía. Valancy la odiaba por saberlo… la odiaba y la envidiaba. «Todas esas horas en el Castillo Azul jamás serán suyas. Me pertenecen», pensó Valancy apasionadamente. Ethel no prepararía mermelada de fresa ni bailaría al son del violín de Abel ni freiría beicon para Barney en una hoguera. Nunca pondría un pie en la pequeña choza de Mistawis.
¿Qué estaba haciendo Barney… pensando… sintiendo en ese momento? ¿Habría
llegado a casa y encontrado su carta? ¿Seguiría enfadado con ella? ¿O se sentiría un poco miserable? ¿Estaría tumbado en su cama observando el tormentoso Mistawis a través de la ventana y escuchando la lluvia caer sobre el tejado? ¿O seguiría vagando por la naturaleza inhóspita, enfurecido a causa del aprieto en el que se encontraba? ¿La odiaba? El dolor se apoderó de ella y la hizo retorcerse como si de un enorme gigante inmisericorde se tratase. Se levantó y caminó por la estancia. ¿Acaso jamás llegaría la mañana que diese fin a una noche tan espantosa? Y, sin embargo, ¿qué iba a ofrecerle el nuevo amanecer? Su antigua vida sin aquella familiar inactividad que al menos resultaba soportable. Su antigua vida con nuevos recuerdos, nuevas añoranzas, y una naciente agonía.
—Oh, ¿por qué no me moriré? —gimió Valancy.

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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...