XXVIII

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El verano siguió su curso. El clan Stirling —con la insignificante excepción de la prima Georgiana— había convenido tácitamente en seguir el ejemplo del tío James y dar por muerta a Valancy.
Pero, sin duda alguna, Valancy tenía la inquietante y espectral costumbre de resucitar reiteradamente cuando ella y Barney cruzaban Deerwood traqueteando en ese espantoso coche en dirección a Port Lawrence. Valancy, con la cabeza descubierta y estrellas en los ojos; Barney, con la cabeza descubierta y fumando su pipa. Pero afeitado. Ahora siempre iba afeitado, si es que alguno de ellos se había dado cuenta. Incluso poseían el atrevimiento de acudir a la tienda del tío Benjamín a comprar comestibles.
El tío Benjamín los ignoró en dos ocasiones. ¿Acaso no pertenecía Valancy al mundo de los muertos? Y Snaith jamás había llegado a existir. Pero la tercera vez le dijo a Barney que era un canalla y que deberían colgarle por haber alejado a una muchacha desgraciada y sin carácter de su hogar y sus amistades. Barney alzó su única ceja recta. —La he hecho feliz —dijo con frialdad—; se sentía miserable junto a sus
amistades. No hay nada más que hablar.
El tío Benjamin le miró fijamente. Jamás se le había pasado por la cabeza que a las mujeres se las tuviera o debiera que «hacer felices».
—¡Tú… mocoso! —dijo.
—¿A qué viene tan poca originalidad? —preguntó Barney con amabilidad—. Cualquiera puede llamarme mocoso. ¿Por qué no piensa en algo digno de los Stirling? Además, no soy un mocoso. En realidad soy un hombre de mediana edad. Treinta y cinco años, si tanto le interesa saberlo.
El tío Benjamin recordó justo a tiempo que Valancy estaba muerta. Le dio la espalda a Barney.
Valancy era feliz… gloriosa y plenamente feliz. Le parecía estar viviendo en una maravillosa casa de la vida, y cada día abría una nueva y misteriosa habitación. Se hallaba emplazada en un mundo que no tenía nada en común con el que había dejado atrás; un mundo donde el tiempo no existía… que era joven con una juventud inmortal, donde no existían ni el pasado ni el futuro, tan solo el presente. Se había rendido por completo a su encanto. La libertad absoluta que implicaba todo ello le resultaba inverosímil. Podían
hacer exactamente todo cuanto quisieran. Sin la señora Grundy. Sin tradiciones. Sin parientes. Ni familia política. «Paz, una paz perfecta, manteniendo alejados a los seres queridos», tal y como Barney citaba desvergonzadamente.
Valancy había visitado su casa de nuevo para llevarse sus cojines. Y la prima Georgiana le había dado uno de sus famosos cubrecamas de chenilla tejido con un diseño de lo más elaborado.
—Para la cama de la habitación de los huéspedes, querida —dijo.
—Pero si no tengo habitación para huéspedes —repuso Valancy.
La prima Georgiana se horrorizó. Una casa sin un cuarto de invitados le resultaba escandalosa.
—Pero es un cubrecama precioso —dijo Valancy dándole un beso—, y me alegro mucho de tenerlo. Lo pondré en mi propia cama. La vieja colcha de retales de Barney está cada vez más andrajosa.
—No entiendo cómo puede satisfacerte vivir allí —suspiró la prima Georgiana—. Está demasiado apartado del mundo.
—¡Satisfacerme! —rio Valancy. ¿Qué sentido tenía intentar explicárselo a la
prima Georgiana?—. Así es —accedió—, un lugar glorioso y plenamente excluido del mundo.
—¿Y eres realmente feliz, querida? —preguntó la prima Georgiana con tristeza.
—Lo soy —contestó Valancy muy solemne, al tiempo que sus ojos danzaban.
—El matrimonio es algo muy serio —se lamentó la prima Georgiana.
—Solo cuando va a durar mucho tiempo —convino Valancy.
La prima Georgiana no entendió ni una sola de estas últimas palabras. Pero le preocuparon, y pasó muchas noches en vela preguntándose qué había querido decir
Valancy al pronunciarlas.
Valancy amaba su Castillo Azul y estaba completamente satisfecha con él. El gran salón tenía tres ventanas, todas ellas dominando unas vistas deliciosas sobre el exquisito Mistawis. La que se hallaba situada al final de la estancia era un mirador que Tom MacMurray, según le había explicado Barney había sustraído de alguna
pequeña y vieja iglesia de los arrabales que había sido vendida. Estaba orientado hacia el oeste y, cuando las puestas de sol lo inundaban, Valancy se hincaba de rodillas rezando como si se hallase en el interior de una gran catedral. Las lunas nuevas siempre lo traspasaban con su luz, las ramas del pino más bajo se mecían sobre su techado y, todas las noches, el tenue y sombrío color plateado del lago soñaba a través de él.
Había una chimenea de piedra justo al otro lado. No era una irreverente imitación de gas, sino una chimenea auténtica donde podían quemarse leños de verdad. En el
suelo ante ella había dispuesta una enorme piel de oso pardo y, a su costado, un espantoso sofá de felpa rojo que había pertenecido a Tom MacMurray. Pero su
fealdad estaba cubierta por unas pieles plateadas de lobos grises, y los cojines de Valancy le dieron un aspecto alegre y cómodo.
En una esquina hacía tictac un reloj antiguo, pausado, alto y bonito… un reloj. De los que no daban las horas con premura, sino que marcaban sus compases deliberadamente. Su aspecto era de lo más divertido. Se trataba de un reloj enorme y voluminoso, con el rostro redondo y grande de un hombre pintado sobre él; las manecillas sobresalían desde la nariz, y las horas lo circundaban asemejándose a un halo. Había un gran baúl de cristal que contenía búhos disecados y varias cabezas de ciervo —también de la época de Tom MacMurray—, y algunas cómodas sillas que invitaban a sentarse sobre ellas. Así mismo, un pequeño asiento bajo con un cojín que pertenecía indiscutiblemente a Banjo. Si alguien más osaba sentarse sobre él, Banjo lo fulminaba con sus ojos de color topacio circundados de negro. Banjo poseía la adorable costumbre de colgarse por su respaldo en un intento por atrapar su propia cola. Perdía los nervios cuando era incapaz de apresarla, y le daba un fiero y rencoroso mordisco si conseguía atraparla, maullando maliciosamente a causa del sufrimiento. Barney y Valancy se reían de él hasta que tenían que parar a causa del dolor. Pero al que veneraban era a Good Luck. Ambos estaban de acuerdo en que era tan adorable que prácticamente se había convertido en una obsesión. Un lado de la pared estaba flanqueado por estanterías irregulares hechas a mano repletas de libros, y entre las dos ventanas laterales colgaba un vetusto espejo bordeado por un desvaído marco dorado, con unos cupidos regordetes retozando en el panel situado sobre el cristal. Un espejo, pensó Valancy que debía ser semejante a la legendaria luna en la que se había mirado Venus una vez, y en la que, a partir de ese momento, toda mujer que se hubiera contemplado habría visto reflejada su misma belleza. Valancy pensó que en ese espejo casi parecía hermosa. Pero bien podía deberse a que se había cortado el pelo por encima de los hombros. Esto fue antes de que se pusiera de moda el bob, y por entonces era
considerado un acto inaudito y salvaje… a menos que se padeciese de fiebre tifoidea. Cuando la señora Frederick se enteró, a punto estuvo de tomar la decisión de eliminar el nombre de Valancy de la Biblia familiar. Barney le cortó el pelo, dejándoselo recto en la zona de la nuca y con un flequillo corto y oscuro sobre la frente. Le daba a su pequeño rostro triangular un sentido y un propósito que jamás antes había tenido. Incluso su nariz dejó de irritarla. Sus ojos brillaban, y su piel cetrina se había aclarado hasta adquirir una tonalidad marfil cremosa. El viejo chiste familiar se había hecho realidad: había ganado mucho peso… sea como sea, ya no estaba escuálida. Puede que Valancy no llegase jamás a ser hermosa, pero era de esa clase de personas que ofrecen su mejor aspecto en el bosque: delicada, divertida, seductora. Su corazón apenas le preocupaba. Cuando sufría la amenaza de un ataque, normalmente era capaz de prevenirlo gracias a las prescripciones del doctor Trent. La única crisis grave que había sufrido aconteció durante una noche en la que se le había agotado temporalmente la medicina. Y fue muy grave. En ese instante, Valancy se dio cuenta de un modo muy vivido que la muerte estaba realmente esperando para abalanzarse sobre ella en cualquier instante. Pero el resto del tiempo no iba a… no se había permitido recordarlo en absoluto.

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