Lo siguiente que los Stirling supieron fue que Valancy había sido vista con Barney Snaith en una sala de cine de Port Lawrence y más tarde cenando con él en un restaurante chino.
Tal cosa era muy cierta, y nadie se sorprendió más por ello que la propia Valancy.
Barney había llegado al volante de su Lady Jane en uno de aquellos tenues crepúsculos y había invitado a la joven, sin ceremonias, a dar un paseo en coche.
—Voy a Port Lawrence. ¿Quiere venir conmigo? Sus ojos bromeaban y había un cierto tono de desafío en su voz. Valancy, que no se ocultó a sí misma que le hubiera seguido hasta el fin del mundo, subió al coche sin más tardanza. Arrancaron y atravesaron Deerwood. La señora Frederick y la prima Stickles, que tomaban un poco de aire en el porche, los vieron pasar en una nube de polvo y buscaron un poco de consuelo intercambiando sus miradas.
Valancy, que en un tiempo no demasiado lejano tenía miedo a los coches, no llevaba sombrero y su pelo volaba salvajemente alrededor de su cara. Sin duda contraería una bronquitis… y moriría en casa de Abel el Aullador. Llevaba un vestido escotado y sus brazos estaban desnudos. Aquella criatura, Snaith, iba en mangas de camisa y fumando en pipa. Circulaban a cuarenta millas por hora… sesenta, según afirmó la prima Stickles.
Lady Jane podía batir records cuando se lo proponía. Valancy agitó su mano alegremente para saludar a su familia. En cuanto a la señora Frederick, le hubiera
gustado ser capaz de tener una crisis de histeria.
—¿Para esto sufrí los dolores de la maternidad? —inquirió en un tono lúgubre.
—No puedo creer —añadió solemnemente la prima Stickles— que nuestras oraciones no tengan respuesta.
—¿Quién… quién protegerá a esa desafortunada muchacha cuando me haya ido?—gimió la señora Frederick.
En cuanto a Valancy, se preguntaba si realmente hacía tan solo unas pocas semanas que se había sentado con ellas en aquella veranda. Odiaba la planta del caucho. Que la acosaran con preguntas burlonas como si fueran moscardones. Tener que preocuparse siempre por las apariencias. Sentirse intimidada por las cucharillas de la tía Wellington y el dinero del tío Benjamin. Vivir atormentada por la pobreza. Tener miedo de todo el mundo. Sentir envidia de Olive. Vivir esclava de tradiciones apolilladas. No tener esperanza alguna en el futuro. Y ahora, cada día era una jovial aventura. Lady Jane voló literalmente durante las quince millas que separaban Deerwood de
Port Lawrence. Barney sobrepasó a los policías de tráfico de un modo bastante arrogante. Las luces de las casas comenzaron a brillar intermitentemente como
estrellas en el aire teñido de limón de aquel crepúsculo.
Fue la única ocasión en la que a Valancy le gustó la ciudad, y se deleitó con la velocidad. ¿Era posible que hubiera tenido miedo de los coches alguna vez? Se sentía plenamente feliz en el vehículo junto a Barney. No se engañó a sí misma pensando que aquel paseo tuviera algún significado. Sabía muy bien que Barney le había pedido que lo acompañara por el impulso del momento, un impulso que nacía de un sentimiento de lástima por ella y por sus pobres sueños hambrientos. Tenía aspecto fatigado tras una noche alerta por una nueva crisis, seguida de un día muy ajetreado. Tenía tan pocos momentos de diversión. Él le había dado la oportunidad de ir de excursión para variar. Por otra parte, Abel, sentado en la cocina, estaba en esa fase de la embriaguez en la que declaraba no creer en Dios y comenzaba a entonar sus obscenas canciones.
Le haría bien salir de la casa por unas horas. Barney conocía de sobra el repertorio de Abel el Aullador. Fueron a ver una película, Valancy nunca había visto una película. Luego,
viendo que tenían hambre, se fueron a comer pollo frito, increíblemente delicioso en el restaurante chino. Y después regresaron a casa dejando tras de sí un devastador rastro de escándalo.
La señora Frederick dejó de ir a la iglesia por completo. No podía resistir las compasivas miradas de sus amigos y sus preguntas.
Pero la prima Stickles asistía a los oficios todos los domingos.
Decía que se les había otorgado un vía crucis que soportar.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...