Valancy no durmió aquella noche. Permaneció despierta durante las largas horas sombrías, sin dejar de pensar. Hizo un descubrimiento que la sorprendió: ella, que había tenido miedo de casi todo en la vida, no temía a la muerte. No le parecía terrible en lo más mínimo. Y ahora no tenía por qué tener miedo de nada más. ¿Por qué había sentido tanto miedo de todo?
La causa era la propia vida. Sentía miedo del tío Benjamín por la amenaza de la pobreza en la vejez. Pero ahora ya nunca sería vieja, ni abandonada, ni «soportada». Había temido ser una solterona toda la vida; pero ahora ya no sería una solterona por mucho más tiempo. Miedo de ofender a su madre y a su familia, porque se veía obligada a vivir con ellos y entre ellos, y no podría vivir en paz si no se mantuviera siempre de acuerdo con ellos. Pero ahora ya no tenía por qué hacerlo, y Valancy sintió una extraña sensación de libertad. No obstante, sentía un miedo terrible por la agitación que se produciría cuando les
desvelara la noticia. Valancy se estremeció al pensar en ello. No podía soportarlo. Ah, ella sabía bien lo que ocurriría. En primer lugar habría indignación; sí, la indignación del tío James porque había acudido a la consulta de un médico —un médico cualquiera— sin consultarle a ÉL. La indignación de su madre hacia ella por haberse mostrado tan astuta y haberla engañado: «a tu propia madre, Doss». La indignación por parte de todo el clan por no haber acudido a la consulta del doctor Marsh. Luego vendría la preocupación. La llevarían a ver al doctor Marsh, y cuando este confirmara el diagnóstico del doctor Trent, acudirían a especialistas de Toronto y Montreal. El tío Benjamín se haría cargo del pago de la factura en un espléndido gesto de generosidad hacia la huérfana y la viuda, y más tarde hablaría sin cesar de los exorbitantes honorarios de los especialistas por parecer eruditos y confesar su impotencia ante la enfermedad. Y cuando los especialistas manifestaran que no podían hacer nada, su tío James insistiría en que se tomara las Pastillas Púrpuras «que habían curado a algunas personas cuando todos los médicos se habían rendido»; su madre insistiría también en que tomara las Píldoras Amargas Redfern, y la prima Stickles insistiría en que frotara su pecho cada noche con el linimento Redfern bajo el pretexto de que podría hacerle algún bien sin causarle daño alguno; y todo el mundo tendría su propio remedio preferido para aconsejarle. El doctor Stalling la visitaría a su vez y le diría muy solemnemente: «Está muy enferma. ¿Está preparada para lo que pueda pasar?». Y eso si es que no sacudía su dedo índice ante ella, un dedo índice que no se había encogido ni era menos huesudo con la edad. Y ella sería observada y tratada como un bebé y nunca la dejarían hacer nada ni ir sola a ninguna parte. Tal vez ni siquiera se le permitiera dormir sola por si moría durante el sueño; y la prima
Stickles o su madre insistirían en compartir su habitación y la cama. Sí, sin duda alguna aquello era lo que harían.
Fue este último pensamiento el que decidió realmente a Valancy.
No podía soportar esa idea y no estaba dispuesta a ello. Cuando el reloj marcó la medianoche en el salón de la planta baja, Valancy decidió, repentinamente y sin ninguna duda, que
no le contaría nada a nadie. Siempre le habían dicho, hasta donde podía recordar, que debía ocultar sus sentimientos. «No es propio de una dama tener sentimientos», le
había dicho en una ocasión la prima Stickles con desaprobación. Pues bien, ella se guardaría todos sus sentimientos como venganza. Pero, aunque no temía a la muerte, no le resultaba indiferente.
Descubrió que sentía cierto resentimiento; no le parecía justo morir sin ni siquiera haber vivido. La rebelión inflamó su alma a medida que
discurrían las horas sombrías, no porque no tuviera futuro, sino porque carecía de
pasado.
«Soy pobre, fea y fracasada… y estoy al borde de la muerte», pensó. Ya podía ver
su nota necrológica en el Deerwood Weekly Times, tomada del Port Lawrence Journal. «Una profunda tristeza ha caído sobre la ciudad de Deerwood, etc, etc».
«…Deja un gran círculo de amistades que la llorarán, etc, etc, etc». Mentiras y más
mentiras. ¡Tristeza, ni soñarlo! Nadie la echaría de menos. Su muerte no afectaría absolutamente a nadie. Ni siquiera su madre la quería; su madre, que se había sentido tan decepcionada porque no fuera un niño… o al menos, una jovencita bonita.
Valancy hizo un balance de toda su vida entre la medianoche y el primaveral amanecer. Había vivido una existencia muy monótona, pero aquí y allá surgían acontecimientos cuyo significado no se ajustaba a su importancia real. Todos aquellos
acontecimientos eran desagradables de una forma u otra, y nada realmente placentero
le había pasado jamás a Valancy.
«Nunca he tenido una hora plenamente feliz en toda mi vida… ni una sola — pensó Valancy—. No he sido más que una persona insignificante y sosa. Recuerdo haber leído en alguna parte que toda mujer tenía derecho a unos instantes de felicidad absoluta en toda su vida, si tan solo pudiera encontrarlos. Yo nunca he encontrado mi
momento…, jamás, jamás. Y ya nunca podré hacerlo. Si tan solo hubiera tenido unas
horas de felicidad, estaría dispuesta a morir».
Estos significativos detalles se mantuvieron flotando en su mente como fantasmas
espontáneos, sin encadenamiento alguno en el tiempo o en el espacio.
Por ejemplo, aquella vez que, a la edad de dieciséis años, había puesto demasiado azulete en una tina llena de ropa. O aquella otra en que, a los ocho años, había «robado» un poco de
mermelada de frambuesa de la despensa de la tía Wellington. Valancy nunca dejó de escuchar referencias a estos dos delitos menores, y en casi todas las reuniones del
clan se hacían chascarrillos a su costa por ellos. El tío Benjamín le recordaba
inevitablemente, en referencia al incidente de la mermelada de frambuesa, que había
sido él quien la había sorprendido con la cara toda embadurnada de confitura.
«Ciertamente, he cometido tan pocas faltas en mi vida que tienen que seguir insistiendo en las antiguas», pensó Valancy. Pero no, yo nunca me he peleado con
nadie. Y no tengo enemigos. ¡Qué débil de carácter debo ser para no tener siquiera un
enemigo!
También estaba aquel incidente de la pila de polvo en la escuela cuando tenía siete años. Valancy siempre lo recordaba cuando el doctor Stalling se refería al texto:
«Al que tiene, más se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».
Otras personas podrían romperse la cabeza para entender su significado, pero tales palabras nunca desconcertarían a Valancy. Desde la historia de la pila de polvo, toda
su relación con Olive no hizo más que confirmar dicho enunciado.
Valancy asistía a la escuela desde hacía un año, cuando Olive, que era un año más joven que ella, comenzó las clases con todo el glamour de ser la «jovencita nueva»,
añadido al de su extremada hermosura. Era la hora del recreo y todas las muchachas,
grandes y pequeñas, se encontraban en la calle frente a la escuela, jugando con una
gran pila de polvo. El objetivo de cada muchacha era conseguir el montón más alto.
Valancy era muy hábil en el arte de hacer pilas de polvo —verdaderamente, es un arte —, y esperaba secretamente salir victoriosa del juego; pero Olive, que trabajaba
apartada, de pronto se alzó como la joven que había conseguido la mayor pila de todas. Valancy no sintió celos de ninguna clase. Su pila era lo suficientemente grande como para dejarla satisfecha; pero entonces una de las niñas de más edad tuvo una
inspiración.
—Pongamos todas nuestras pilas de polvo sobre la de Olive, y hagamos un montón inmensamente grande —exclamó. Un frenesí pareció apoderarse de las niñas. Se lanzaron sobre las pilas con cubos
y palas, y en pocos segundos la pila de Olive era una verdadera pirámide. En vano
trató Valancy de proteger la suya con sus esqueléticos bracitos extendidos. Fue
implacablemente apartada a un lado, su pila recogida, y vertida sobre la de Olive.
Valancy volvió con resolución, comenzó a construir una nueva pila, y de nuevo una
niña de más edad se abalanzó sobre ella. Valancy se colocó ante su pila, enrojecida o
indignada, con los brazos extendidos.
—No la tomes —suplicó—. Por favor, no la tomes.
—Pero ¿por qué? —preguntó la niña mayor—. ¿Por qué no nos ayudas a levantar
la pila de Olive más grande?
—Porque quiero tener mi propia y pequeña pila de polvo —dijo Valancy
lastimosamente.
Su súplica fue ignorada. Mientras ella discutía con una de las jovencitas, otra acumulaba y vertía su pila de polvo. Valancy se marchó entonces dando media vuelta,
con el corazón inflamado y los ojos llenos de lágrimas.
—¡Celosa, estás celosa! —exclamó una de las niñas burlonamente.
—Has sido muy egoísta —le dijo su madre con frialdad, cuando Valancy le contó lo sucedido aquella noche.
Aquella fue la primera y última vez que Valancy le contó alguno de sus
problemas a su madre.
Valancy no era celosa ni egoísta; pero le hubiera gustado tener su propia pila de polvo, sin importar si era pequeña o grande. Una manada de caballos había avanzado
por la calle dispersando la pila de polvo de Olive; había sonado la campana, las niñas
entraron en tropel en la escuela y ya habían olvidado todo el asunto antes de llegar a
sus asientos. Pero Valancy nunca lo olvidó; e incluso a día de hoy se resentía en lo más profundo de su alma. ¿Pero no era ese el sino de toda su existencia?
«Nunca he podido tener mi propia pila de polvo», pensó Valancy.
Recordó también la enorme luna roja que había visto en una ocasión levantarse al
final de la calle, una tarde de otoño, durante el trascurso de su sexto año. Se había
indispuesto de pavor y frío ante aquella visión tan terrorífica y extraña. Tan cercana, tan grande. Se había precipitado temblorosa en los brazos de su madre y su madre se había reído de ella. Luego había corrido a acostarse ocultando su rostro bajo las ropas, aterrada, para no ver aquella luna horrible brillando a través de la ventana.
Recordó, así mismo, al muchacho que había tratado de besarla en una fiesta cuando tenía quince años. Ella no se lo había permitido, claro está, lo había esquivado
y huido a continuación. Aquel había sido el único jovencito que había tratado de besarla; y ahora, catorce años después, Valancy se sorprendió pensando que debía habérselo permitido.
Recordó el día en que se vio obligada a pedir disculpas a Olive por algo que no había hecho. Olive había dicho que Valancy la había empujado al barro y había echado a perder sus zapatos nuevos a propósito. Valancy sabía que no era cierto.
Había sido un accidente y no se le podía culpar por ello, pero nadie la creería. Tuvo que disculparse y besar a Olive para ser perdonada. Toda una serie de injusticias
ardieron en su alma aquella noche.
Recordó el verano en el que Olive lucía el sombrero más hermoso, adornado con un velo amarillo cremoso, una guirnalda de rosas rojas y pequeñas lazadas de cinta bajo la barbilla. Valancy había querido un sombrero como ese más de lo que nunca
había deseado nada. Suplicó que le compraran uno, pero no recibió sino burlas; tuvo que llevar todo el verano un pequeño sombrero marrón con elástico que se le clavaba por detrás de las orejas. Ninguna de las chicas quería salir con ella porque iba muy
desharrapada; ninguna, a excepción de Olive. Y todo el mundo encontraba a Olive
muy dulce y generosa.
«Yo resultaba un excelente contraste para que ella resaltara —pensó Valancy—.
Incluso entonces, ella era plenamente consciente de ello».
En una ocasión Valancy había tratado de ganar un premio por asistencia a la escuela dominical. Pero fue Olive quien ganó.
Muchos domingos Valancy debía quedarse en casa por estar aquejada de resfriados. En otra ocasión había tratado de «recitar un poema» en la escuela un viernes por la tarde, y se había quedado en
blanco. Olive recitaba muy bien y jamás había tenido un lapsus de memoria.
También recordó la noche que había pasado en Port Lawrence con la tía Isabel cuando tenía diez años. Byron Stirling estaba allí; había llegado de Montreal, tenía
doce años y era un chico pretencioso y perspicaz. Durante la oración matinal de la familia, Byron había pellizcado tan salvajemente el delgado bracito de Valancy, que esta no pudo evitar lanzar un grito de dolor. Una vez terminada la oración, Valancy
fue llamada al escrutinio de la tía Isabel; pero cuando la niña relató que Byron la había pellizcado, el muchacho negó toda implicación. Alegó que había gritado porque el gatito la había arañado, y añadió que ella había subido el gatito a su silla y se había
puesto a jugar con él en lugar de atender a la oración del tío David. Y le creyeron. En el clan de los Stirling siempre se creía a los niños antes que a las niñas. Valancy fue enviada de regreso a casa caída en desgracia a causa de su pésimo comportamiento
durante la oración familiar, y la tía Isabel no la invitó de nuevo antes de que pasaran muchas lunas.
Recordó a su vez el momento de la boda de su prima Betty. De alguna manera Valancy tuvo conocimiento de que Betty iba a pedirle que fuera una de sus damas de honor, y se había sentido secretamente eufórica. Sería algo muy agradable ser una
dama de honor. Y, por supuesto, tendría un vestido nuevo para la ocasión —un bonito
vestido nuevo—; un vestido de color rosa, pues Betty deseaba que sus damas de honor vistieran de color rosa. Pero Betty nunca le pidió que fuera su dama de honor.
Valancy no podía adivinar por qué, pero mucho después de que se secaran las lágrimas de su decepción, Olive le confesó que Betty, tras muchas consultas y
cavilaciones, había decidido que Valancy era demasiado insignificante, y echaría a perder el resultado final. Eso había sucedido hacía nueve años, pero esa noche
Valancy contuvo la respiración mientras sentía revivir en el alma el escozor de aquel
antiguo dolor.
Recordó el día de su undécimo cumpleaños, cuando su madre la había acosado hasta hacerla confesar algo que nunca había hecho. Valancy lo negó durante mucho tiempo, pero finalmente, en aras de la paz, terminó por ceder y declararse culpable.
La señora Frederick siempre se las ingeniaba para empujar a las personas a situaciones en las que se veían obligadas a mentir. Luego su madre la había hecho arrodillarse en el suelo de la sala de estar, entre ella y la prima Stickles, y la había
obligado a decir:
«Oh, Dios, perdóname por no decir la verdad»; pero cuando se levantaba, susurró: «Pero oh, Dios mío, tú sabes que decía la verdad». Valancy nunca había oído hablar de Galileo, pero su destino fue muy similar al suyo. Fue castigada
tan severamente como si no hubiera confesado ni orado.
En invierno asistía a la escuela de danza. El tío James había decretado que debía asistir y había pagado sus lecciones. ¡Cuánto las había deseado! ¡Y cuánto llegó a odiarlas! Nunca tuvo una pareja voluntaria. El profesor siempre tenía que pedirle a algún muchacho que bailara con ella, y por lo general lo hacían a regañadientes. Sin
embargo, Valancy era una buena bailarina, tan ligera como una pluma; mientras que Olive, a pesar de que nunca le faltaban parejas deseosas de bailar con ella, era pesada y torpe.
También recordó el asunto de la cadena de botones, cuando contaba diez años.
Todas las niñas en la escuela tenían cadenas de botones. Olive tenía una cadena muy
larga con una gran cantidad de botones hermosos. Valancy tenía una también, y aunque la mayoría de los botones de su cadena eran muy vulgares, tenía seis piezas
que eran verdaderas joyas. Eran los botones del vestido de boda de la abuela Stirling
—brillantes botones de oro y cristal—, mucho más hermosos que cualquiera de los
que Olive poseía. Su propiedad le confería a Valancy cierta distinción, y ella sabía que todas las niñas de la escuela la envidiaban por la posesión exclusiva de aquellos hermosos botones. Cuando Olive los vio en la cadena de botones —que había
examinado estrechamente—, no dijo nada; al menos no en ese momento. Pero al día
siguiente la tía Wellington se presentó en Elm Street y le dijo a la señora Frederick
que pensaba que Olive tenía derecho a alguno de aquellos botones —la abuela Stirling era tanto la madre de la tía Wellington como de la señora Frederick—. La
señora Frederick había accedido amistosamente. No podía permitirse el lujo de enemistarse con la tía Wellington; y además, el asunto no tenía tanta importancia. La tía Wellington se llevó cuatro botones, dejando dos, en su generosidad, para Valancy.
La joven los había arrancado de su cadena arrojándolos al suelo —no había aprendido aún que era impropio de una dama tener sentimientos—, y había sido enviada a la cama sin cenar por su forma de proceder.
Recordó también la noche de la fiesta de Margaret Blunt. Había hecho grandes y patéticos esfuerzos para estar bonita aquella noche. Rob Walker estaría allí; y dos noches antes, a la luz de la luna en la veranda de la cabaña del tío Herbert en Mistawis, Rob parecía realmente atraído por ella. Sin embarco, en la fiesta de Margaret, Rob ni siquiera la invitó a bailar, e incluso no pareció percibirse en absoluto de su presencia. Fue ignorada, como de costumbre. Esta fiesta, claro está, se había celebrado años atrás. En la actualidad, y desde hacía mucho tiempo, la gente de Deerwood había dejado de invitar a Valancy a sus bailes; no obstante, a la joven le
parecía que la humillación y la decepción aún eran recientes. Su cara se encendió en la oscuridad cuando se recordó a sí misma allí sentada con su fino pelo lastimosamente rizado, y con las mejillas que se había pellizcado durante una hora antes de llegar, en un esfuerzo porque parecieran sonrosadas. Todo lo que trascendió
de aquella noche fue la descabellada idea de que Valancy Stirling se había puesto colorete en la fiesta de Margaret Blunt. En aquella época en Deerwood tal cosa era
suficiente pura arruinar la reputación de cualquiera para siempre. Sin embargo, no arruinó la de Valancy, y ni siquiera la dañó. Todo el mundo sabía que la joven no podía ser de moral disoluta, aun en el caso de que lo intentara; y solo se burlaron de ella.
No he tenido más que una existencia de segunda categoría —decidió Valancy—.
Me he perdido todas las grandes emociones de la vida. Nunca he tenido una pena. ¿Y alguna vez he amado de verdad a alguien? ¿Quiero realmente a mi madre? No, no la quiero. Es la verdad, por muy vergonzosa que resulte… no la quiero. Nunca la he
querido y, lo que es peor, nunca he sentido afecto alguno por ella; así las cosas, no he experimentado jamás ningún tipo de amor. Mi vida ha estado vacía… vacía. Nada hay peor que la vacuidad. ¡Nada! Valancy gritó el último «nada» con pasión. Luego gimió y dejó de pensar por unos instantes. Tenía uno de sus ataques. Cuando todo terminó, algo le había pasado a Valancy; quizás la culminación del proceso que se había estado fraguando en su mente desde que había leído la carta del doctor Trent. Eran las tres de la mañana, la hora más discreta y más maldita del reloj; aunque en ocasiones nos hace libres. —Toda mi vida he tratado de complacer a todo el mundo… y fracasé —dijo—. Ahora voy a complacerme a mí misma. Nunca más volveré a fingir. Siempre he respirado una atmósfera de mentiras, pretextos y evasivas. ¡Qué lujo será decir la verdad! Quizás no sea capaz de hacer todo lo que me gustaría, pero nunca volveré a hacer nada que no quiera hacer. Mi madre se pondrá de mal humor durante semanas… pero no me preocuparé por ello. La desesperación es un hombre libre; la esperanza es un esclavo. Valancy se levantó y se vistió con una extraña y profunda sensación de libertad. Cuando terminó de arreglarse el cabello abrió la ventana y arrojó la jarra de flores secas sobre el terreno adyacente, que fue a estrellarse gloriosamente contra el cutis de una colegiala de la vieja tienda de carruajes.
—Estoy harta de la fragancia de las cosas muertas —dijo Valancy.

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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...