La vida no se detiene porque sobrevenga una tragedia. Hay que seguir preparando las comidas aun cuando tu hijo acabe de morir y el porche deba ser reparado, e incluso si tu única hija pierde la razón. La señora Frederick, siempre tan metódica, había previsto la segunda semana de junio para la reparación del porche delantero, cuyo techo estaba cediendo peligrosamente. Abel el Aullador se había comprometido a repararlo hacía muchas lunas y, en consecuencia, se presentó temprano la mañana del primer día de la segunda semana, y se puso manos a la obra. Por supuesto, estaba borracho. Abel el Aullador siempre estaba borracho. Pero apenas estaba en el primer estadio de la borrachera por lo que se mostraba hablador y amable.
El olor a whisky en su aliento casi volvió locas a la señora Frederick y a la prima Stickles durante el desayuno. Incluso a Valancy, a pesar de su emancipación, le resultaba difícil soportarlo.
Pero a ella le gustaba Abel, le agradaban su vivacidad y su hablar elocuente, y después de lavar los platos del desayuno salió a sentarse en los escalones y a conversar con él. La señora Frederick y la prima Stickles encontraron su comportamiento indigno,
pero ¿qué podían hacer ellas? Valancy se limitó a sonreír burlonamente cuando la llamaron, e hizo oídos sordos.
Resulta tan fácil desafiar a alguien una vez que se empieza a hacerlo. El primer paso era el único que realmente importaba. La madre y la prima Stickles temían decir algo que provocara una escena ante Abel el Aullador que posteriormente se difundiría por todo el pueblo añadiendo sus propios comentarios y exageraciones.
Hacía demasiado frío ese día —a pesar del sol de junio — para que la señora Frederick se sentara a la ventana del comedor a escuchar lo que hablaban. Se vio obligada a cerrar la ventana y Valancy y Abel el Aullador pudieron conversar tranquilos.
No obstante, si la señora Frederick hubiera sospechado las consecuencias de aquella conversación, la habría impedido sin dudarlo aunque el porche nunca fuera reparado.
Valancy se sentó en los escalones desafiando a la brisa helada de junio; era una brisa tan glacial que reafirmaba la idea de la tía Isabel de que las estaciones estaban cambiando. A Valancy no le importó coger un resfriado. Era tan agradable sentarse en el exterior, en ese mundo hermoso, frío y fragante, y sentirse libre. Llenó sus pulmones y abrió los brazos extendidos al vivificante y hermoso viento que la despeinaba, mientras escuchaba a Abel el Aullador relatando sus problemas entre golpes de martillo y viejas canciones escocesas. A Valancy le gustaba oírle. Cada golpe de martillo iba acompasado a cada nota. El viejo Abel Gay, pese a sus setenta años, aún resultaba apuesto de una manera majestuosa y patriarcal. Su enorme barba —que caía sobre su camisa de franela azul— aún conservaba su llameante rojo encendido a pesar de su cabello blanco como la
nieve, y en sus ojos brillaba aún el azul ardiente de la juventud. Sus enormes cejas, de
un color blanco rojizo, recordaban más a un bigote que a unas cejas; quizá por ese motivo mantenía su labio superior escrupulosamente afeitado. Tenía las mejillas rojas
y la nariz también debería estarlo, pero no era el caso. Su nariz era fina, recta y aguileña, como la que hubiera querido tener el romano más noble.
Abel medía casi un metro noventa, era ancho de espaldas y muy delgado. En su juventud había sido un célebre seductor que encontraba a todas las mujeres demasiado encantadoras para
comprometerse con una sola. Su vida había sido un panorama colorido y salvaje de locas aventuras, galanterías, venturas y desventuras. Se había casado a los cuarenta y cinco años con una bonita joven que murió después de soportar sus tejemanejes
durante algunos años. Abel estaba religiosamente ebrio en su funeral e insistió en
repetir el quincuagésimo quinto capítulo de Isaías —Abel se sabía casi toda la Biblia y todos los salmos de memoria— mientras el pastor, a quien no le agradaba en
absoluto, oraba o trataba de orar. A partir de entonces una vieja y desaliñada prima suya fue quien se ocupó de las comidas y de mantener la casa ordenada. En ese
entorno tan poco prometedor había crecido Cecily Gay.
Valancy había conocido muy bien a «Cissy Gay» gracias a la democratización de
la escuela pública, aunque Cissy era tres años más joven. Sus caminos se habían
separado cuando dejaron la escuela y Valancy no había vuelto a saber nada de ella. El viejo Abel era presbiteriano. O, más bien, era un pastor presbiteriano el que había bendecido su matrimonio, bautizado a su hija y enterrado a su esposa. Sin embargo,
sabía más de teología presbiteriana que la mayoría de sus pastores, quienes temían por encima de todo mantener discusiones teológicas con él. Pero Abel el Aullador no iba jamás a la iglesia. Cada uno de los pastores presbiterianos que habían pasado por
Deerwood intentaron reformarle al menos en una ocasión. Pero en los últimos tiempos ya no le molestaban.
El reverendo señor Bently oficiaba en Deerwood desde hacía ocho años, pero no se había dirigido a Abel el Aullador desde el tercer mes de su curato. Por aquel entonces había ido a visitar a Abel el Aullador y lo encontró en
un estado de auténtica ebriedad teológica; ebriedad que seguía sistemáticamente al
estadio sentimental y sensiblero, y precedía a la fase del aullido y la blasfemia. Y seguida, en última instancia, de una fase de elocuente plegaria en el transcurso de la cual se sometía temporal e intensamente a un Dios enojado. Abel nunca iba más lejos. Por lo general se dormía sobre sus rodillas y se despertaba sobrio, pero nunca había estado «totalmente borracho» en su vida. Le dijo al pastor Bently que era un
buen presbiterano y seguro de su fe. Y que no tenía pecados —que él pudiera recordar— de los que tuviera que arrepentirse.
—¿No ha hecho nada en su vida de lo que se arrepienta? —preguntó el pastor Bently.
Abel el Aullador se rascó su espesa cabellera blanca y fingió pensar.
—Pues bien, sí —dijo al fin—. Hay algunas mujeres a las que podría haber besado y no lo hice. Siempre me he arrepentido de eso.
El señor Bently salió y regresó a su casa.
Abel había querido que Cissy fuera debidamente bautizada —él estaba felizmente borracho también ese día—. Con el tiempo la envió a los oficios religiosos y a la
escuela dominical con regularidad. Las gentes de la iglesia la recibieron con los brazos abiertos y fue a su vez miembro de la Misión, de la Cofradía de las jóvenes, y de la Sociedad de las muchachas misioneras. Era una joven trabajadora, discreta, fiel
y sincera. A todo el mundo le agradaba Cissy Gay y la compadecía. Era una jovencita muy modesta, sensible y bonita; de esas bellezas delicadas y fugaces cuya hermosura se desvanece muy rápidamente cuando no puede nutrirse de ternura y amor.
Pero la simpatía y la compasión no impidieron que los miembros de esta comunidad la
destrozaran anímicamente saltando sobre ella como gatos hambrientos cuando
sobrevino la catástrofe. Hacia cuatro años, durante la temporada estival, Cissy Gay se
había ido a trabajar como camarera en un hotel de Muskoka. Cuando regresó en otoño lo hizo muy cambiada. Se escondió lejos y no se la vio en ninguna parte. La
razón pronto fue conocida y estalló el escándalo. Ese invierno nació el bebé de Cissy,
y nadie supo quién era el padre. La joven mantuvo sus pobres y pálidos labios firmemente sellados en lo referente a su triste secreto. Nadie se atrevía a preguntarle a
Abel el Aullador cuestión alguna referida a ella. Los rumores y las conjeturas designaron culpable a Barney Snaith, pues una diligente investigación —entre las
restantes camareras del hotel— reveló que nadie había visto jamás a Cissy Gay «en compañía de un hombre». «Vivía apartada», afirmaron más bien con resentimiento.
«Demasiado buena para nuestros bailes. ¡Y mírala, ahora!».
El bebé vivió un año. Y después de su muerte, Cissy desapareció. Hacía dos años que el doctor Marsh le había dado seis meses de vida —sus pulmones estaban
irremediablemente enfermos—; pero aún estaba viva. Nadie iba a verla. Las mujeres no iban a la casa de Abel el Aullador. El señor Bently había ido en una ocasión, en ausencia de Abel, pero la terrible y vieja prima, que estaba fregando el suelo de la cocina, le dijo que Cissy no quería ver a nadie. La vieja prima había muerto con el
paso del tiempo y Abel el Aullador había tenido dos o tres criadas de mala reputación
—las únicas que se atrevían a entrar en una casa en la que una muchacha se moría de
consunción—. Pero la última se había marchado y Abel el Aullador no tenía ahora a
nadie que cuidara de Cissy y se ocupara de las cosas que no podía hacer. Tal era la denuncia que le refería Abel a Valancy, condenando a los «hipócritas» de Deerwood y las comunidades circundantes con algunos sabrosos juramentos que llegaron a los oídos de la prima Stickles cuando atravesaba el vestíbulo y casi terminaron con la
pobre mujer.
¿Estaba Valancy escuchando eso?
Valancy apenas reparó en las blasfemias. Su atención se centró en el horrible destino de la pobre, infeliz, deshonrada y pequeña Cissy Gay, enferma e indefensa en esa vieja y triste casa de la carretera de Mistawis, sin un alma para ayudarla y
consolarla. ¡Y tal cosa se daba en una comunidad cristiana en el año de gracia de mil novecientos…!
—¿Quiere decir que Cissy está sola en este momento…, sin nadie que pueda ayudarla… nadie?
—Oh, se las arregla para desplazarse en espacios cortos para tomar un bocado y beber cuando tiene hambre o sed. Pero no puede trabajar. Es d… d… difícil para un
hombre trabajar duro todo el día y volver por la noche a casa cansado y hambriento y tener que ponerse uno a cocinar sus propias comidas. Algunas veces lamento haber sacado a patadas a la vieja Rachel Edwards.
Y Abel se ponía a describir a Rachel de un modo muy pintoresco.
—Tras echar un vistazo a su rostro, se podría decir que había pertenecido a un centenar de cuerpos. Limpiaba… Bueno, hablando de carácter… Ningún carácter
para la limpieza.
Era demasiado lenta para atrapar gusanos, y sucia… s… s… sucia. No soy un insensato. Sé que es normal que un hombre viva cosas desagradables antes de morir; pero ella fue demasiado lejos. ¿Qué piensas que le vi hacer a esta buena mujer? Se
puso a hacer mermelada de calabaza que colocó en varios tarros de vidrio —sin tapa — sobre la mesa. El perro se subió a la mesa y metió la pata en uno de ellos. ¿Sabes
qué hizo ella? ¡Atrapó al perro y sacudió su pata para devolver la mermelada al tarro!
Luego enroscó las tapas y los metió todos juntos en la despensa. Entonces yo abrí la puerta y le dije a la vieja: «¡Vete!». Y la mujer se fue mientras yo le arrojaba los botes
de mermelada de calabaza a la cabeza, de dos en dos. Pensé que me moría de la risa al ver correr a la vieja Rachel con todos esos frascos de mermelada lloviendo tras
ella. Le dijo a todo el mundo que yo estaba loco, de modo que nadie vendrá por amor al dinero.
—Pero Cissy debería tener a alguien que cuidara de ella insistió Valancy, cuyo
pensamiento estaba especialmente centrado en ese aspecto del caso. No le importaba si Abel el Aullador tenía a alguien para hacerle la comida o no. Pero su corazón se
encogía por Cecily Gay.
—Oh, ella se organiza. Barney Snaith siempre la visita cuando pasa y la ayuda en todo lo que le pide. Le trae naranjas y flores y cosas por el estilo. Ahí tienes a un
buen cristiano. Y sin embargo, esos santurrones y gimoteadores de St. Andrew no caminarían a su lado. Sus perros irán al cielo antes que ellos. Y su pastor… tan
lustroso como si le hubiera lamido una vaca.
—Hay mucha gente buena, tanto en St. Andrew como en St. George, que sería
amable con Cissy si usted… se portara bien
—dijo Valancy severamente—. Tienen
miedo de acercarse a su casa.
—Porque soy un triste perro viejo… Pero no muerdo, nunca he mordido a nadie en mi vida. Algunas palabras aquí y allá no hacen daño. Y yo no le pido a nadie que venga… No quiero que aparezcan a inspeccionar y curiosear en todo. Lo que necesito
es un ama de llaves. Si me afeitara todos los domingos y fuera a la iglesia tendría todas las amas de llaves que quisiera. Y sería respetable, entonces. Pero ¿de qué sirve ir a la iglesia cuando todo está predestinado? Dígame, señorita.
—¿Es eso cierto? —pregunto Valancy.
—Sí, y no hay modo de escapar de ninguna manera. Ojalá pudiera escapar a mi destino. No quiero el cielo o el infierno para siempre. Ojalá el hombre pudiera tener una mezcla de ambos en proporciones iguales.
—¿No es así como funciona el mundo? —dijo Valancy, pensativa, pero más bien como si su mente estuviera reflexionando sobre algo que no fuera la teología. —No, no —explotó Abel dando un violento golpe de martillo sobre un clavo rebelde—. Hay demasiado infierno aquí… demasiado infierno, ciertamente. Es por eso que me emborracho con tanta frecuencia. Eso le libera a uno durante un rato… Uno se libera de sí mismo… Sí, por Dios, libre de toda predestinación. ¿Alguna vez lo has intentado?
—No, no tengo manera alguna de liberarme —dijo Valancy distraídamente—.Pero hablemos de Cissy ahora. Debería tener a alguien que se ocupara de ella… —¿Por qué insistes tanto con Sis? Me parece que no has estado muy preocupada por ella hasta ahora. Nunca vas a verla. Y sin embargo, a ella le gustabas.
—Debería haberlo hecho —dijo Valancy—. Pero eso no importa ahora… Usted no lo entendería. En todo caso, necesita un ama de llaves.
—¿Y dónde podría encontrarla? Podría pagar un salario decente si pudiera encontrar una mujer que también lo fuera. ¿O acaso crees que me gustan las viejas brujas?
—¿Y yo serviría? —dijo Valancy.
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El Castillo Azul
RomanceLucy Maud Montgomery, escritora canadiense mundialmente célebre por la serie de novelas infantiles «Ana, la de Tejas Verdes», nos dejó en «El castillo azul» su más preciosa historia escrita para el público adulto. El Castillo Azul cuenta la historia...