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Tengo los músculos agarrotados. El cuello me duele una barbaridad y noto las piernas entumecidas por la incomodidad que provoca el sillón. Es uno de esos que te eleva las piernas, pero, aún así, es incómodo de narices. Iván sobornó a un par de enfermeras y a otro par de celadores para dejarnos pasar la noche en la habitación porque no queríamos marcharnos y dejar al pobre Hache solo.

Lo primero que hago al incorporarme es observar a Hache para torturarme mentalmente creyendo que ha despertado; sin embargo, no es así. Lo siguiente que hago es girar el cuello en círculos para aliviar la tensión de los músculos. Es entonces cuando me doy cuenta de que Iván no está. El Rolex que siempre usa y las llaves de su coche descansan en la mesita que hay al lado de la cama, pero su móvil y su cartera no están.

Me levanto y le doy a mis extremidades la oportunidad de estirarse mientras reviso si sus pulsaciones han aumentado, pero mi ánimo decae cuando siguen siendo demasiado bajas.

«Es normal» me digo, «sólo han pasado veinticuatro horas. Al menos está estable...».

Camino descalza hacia el aseo para orinar y ya de paso me lavo las manos y la cara. No hay cepillos de dientes ni pasta dental, así que me enjuago la boca simplemente con agua. Vuelvo al sillón y me quedo mirando al paciente fijamente con el corazón en un puño.

—Lo siento muchísimo, Hache... —susurro compungida, presa de la culpabilidad—. Todo esto es culpa mía.

Me levanto del sillón otra vez, notando que mis ojos se empañan, y me aproximo a la cama donde él lucha por sobrevivir.

—Si tan sólo hubiera... —la voz se me rompe por el llanto que intento contener.

No me atrevo a tocarle todavía porque no siento ser merecedora de acariciar su piel como tantas veces él hizo conmigo. Tocarle sería como traicionar su confianza, esa que puso en mí y yo no supe valorar. Me siento tan malditamente culpable... Tan jodidamente mal que noto un agujero en el pecho.

Escucho que la puerta se abre y me limpio las lágrimas derramadas para aparentar, al menos, un poco de fortaleza, aunque por dentro me sienta como la peor de las mierdas.

Veo a Iván pasar por mi lado.

—Buenos días —digo, pero no obtengo respuesta.

Se sienta en el sillón en el que pasó la noche y yo hago lo mismo a su lado porque ambos muebles están pegados.

Me tiende un café sin mediar palabra, observando a Hache fijamente y dándole un trago a su café.

—Gracias.

Trago el nudo que tengo atascado en la garganta y le doy un sorbo al líquido caliente, decidiendo si sería conveniente intentar entablar una conversación con él o no. Decido no hacerlo para dejarle pensar en sus cosas, tiene demasiadas preocupaciones y responsabilidades como para lidiar con una idiota e inconsciente como yo.

El silencio me perturba, o en realidad lo que lo hace es el sonido que emite la máquina al contar los latidos de su corazón, no lo sé. Noto que cada minuto se me hace eterno y que con cada segundo que pasa, más peso acarrean mis hombros. Ni las peores torturas son tan malignas y dolorosas como presenciar que Hache apenas puede respirar.

Me encojo en el sillón con el café en la mano, abrazando mis rodillas sin apartar los ojos de él, y recuerdo los momentos a su lado desde que le conocí: esa insinuación que inventé para distraerle y en la que él no opuso mucha resistencia que digamos. Esa manera de contarme que solía investigar a las mujeres que le gustaban. Nuestro primer beso en mi habitación cuando me dejó llamar a papá por primera vez o nuestra primera vez juntos en su habitación de aquel hotel, donde me trató mejor de lo que cualquier mujer podría soñar. Esa delicadeza al tocarme... Esa manera tranquila y cuidadosa de hablarme... Sus labios suaves sobre mi piel... La adoración en su mirada... El comportamiento sereno y sensual a la vez con el que me veneraba... Cómo me gustaría que abriera los ojos en este momento.

Riesgos TentadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora