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No puedo evitar estar preocupada de cojones por Hache. Iván me sacó a rastras del motel por la mañana y nos marchamos sin esperar a su jefe de seguridad. Ni si quiera le llamó para decirle que nos íbamos ni él contactó con Iván para nada. No sé nada de Hache desde hace más de veinticuatro horas y no dejo de pensar que Castelier lo ha mandado al otro barrio. No conozco mucho a Hache pero ha sido lo suficientemente bueno conmigo como para preocuparme por él.

Me siento culpable porque no dejo de pensar que si a Hache le ha pasado algo malo es por mí, por haberme ayudado y haber intentado ocultarle a Castelier que le mandé un email a mi padre.

—Estás muy calladita... —su tono burlón me crispa. No aparta la mirada de delante para no salirse de la carretera—. No sé si eso me gusta o me aburre.

No respondo y fijo la mirada en mi ventanilla. El paisaje que hay es triste y sin vida, sólo hay tierra, tierra y más tierra. Ni siquiera un simple arbusto.

No le contesto por el simple hecho de que sé que la conversación dará la vuelta y me sentiré mal. Iván sabe perfectamente como encender mi rabia y después de que ayer quedé como un tonta al suplicarle con la mirada que me hiciera suya, hablarle me da hasta vergüenza. Iván sabe muy bien lo que se hace. Sabe que tiene el control ante cualquier situación y sabe que puede conseguir lo que quiera cuando le plazca, hasta a mí. Yo misma me dejé sucumbir a la sensualidad que derrocha su cuerpo, sus acciones y su olor. Soy tan estúpida como cualquiera de las mujeres con las que ha mantenido relaciones y él lo sabe, y yo me odio por eso.

Castelier hace que el coche se desvíe en una gasolinera en medio del desierto y para el motor a pocos metros.

—No te muevas de aquí —me ordena, y para asegurarse quita las llaves del contacto y cierra con seguro cuando sale del vehículo.

«Imbécil...»

Le veo caminar hasta entrar en la tienda de la gasolinera y tres minutos después sale con una bolsa colgando de una mano, pero no se dirige hacia donde estoy, sino a la cabina telefónica que hay a un lado de la tienda. Descuelga el auricular y marca los números. No sé a quién estará llamando pero tampoco le dice mucho porque un par de palabras bastan para que cuelgue el auricular de nuevo.

«Espero que se trate de Hache...»

Abre el coche, se sienta y me deja la bolsa sobre las piernas.

—Come —ordena.

—No tengo hambre.

Arranca el motor y nos pone en marcha otra vez.

—No te he preguntado si tienes hambre o no, te he dicho que comas.

Abro la bolsa y veo montones de bolsas de diferentes patatas. Le echo un vistazo al hombre serio que mira la carretera y vuelvo a mirar el contenido de la bolsa. Agarro los Doritos.

Hace unos tres días que no como bien porque por culpa de Castelier y su maldita manía de tener que huir me alimento a base de frituras y comida precocinada. Los Doritos están bien, me gustan, pero sería genial poder comer carne, arroz o cualquier tipo de comida casera.

—Dame una bolsa —dice, metiendo su mano en la bolsa grande donde están las patatas.

Las mejillas se me calientan cuando toca mi entrepierna, pero al mirarle parece no haberse dado cuenta porque no aparta la cara del camino. Acaba cogiendo una bolsa de Cheetos de queso.

La abre y se lleva una patata a la boca.

—No deberías hacer eso —digo—, es una distracción y podríamos salirnos de la carretera.

Riesgos TentadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora