CAPÍTULO V: La Enfermedad Y La Flor.

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Pasaron exactamente seis años. Seis oscuros años, en los que el pueblo estaba desierto. El sol, ya no salía por ahí, tenía miedo de que lo mataran también a él. La gente tenía temor al salir de sus casas. Pensaba que se encontrarían con en rey o alguno de su temeroso ejército. Dissior gobernaba en paz; hacía lo que quería, mataba a quien él le parecía correcto.

Los habitantes se enteraron de la cruel muerte de Eleonor, y se sentían preocupados por Philips. No sabían lo que podía hacerle a su propio hijo si ya le había hecho eso a su esposa.
Mientras tanto, en el castillo, Philips, se crío con la muchacha que hace seis años mendiga a por las calles del pueblo. El niño la llamaba Liseth. Siempre jugaban juntos en su sala de juegos, o en el dormitorio del pequeño. Se lo pasaban en grande. Para el niño era como la madre que no llegó a conocer, y eso a Liseth, la hizo muy feliz.
Philips veía a su padre por la mañana, cuando salía el sol. Dissior quería comprobar si su hijo se acordaba de todo lo que pasaba con su madre y de su muerte en los brazos de esta. No quería que lo recordara, y si era al contrario, no que quería que se escapara. Pero el rey le decía que quería verlo justo cuando salía el sol para saber como estaba y hacerle un interrogatorio de preguntas. Preguntas, que a Philips le parecían curiosas cuando las pensaba rato después en su habitación.
-¿Te acuerdas algunas cosas de cuando tenías varios meses? No debes preguntarme sobre tu madre; murió cuando naciste tú, así que, eso queda zanjado,¿comprendes? ¿Tuviste alguna pesadilla? ¿Has salido del castillo?
Philips contestaba siempre las mismas respuestas:
-No, padre.
-Sí, padre, no preguntaré.
-Nunca he tenido, padre.
-Siempre me quedo con Liseth; ella me acompaña a todos sitios del castillo, y no, nunca he salido, ni saldré.
Decía triste el niño. Siempre salía de la sala del rey con la cabeza cabizbaja y la mirada perdida. Ya tenía seis hermosos años. Era un niño con el pelo negro como su padre, pero todos los demás rasgos salieron a su madre; los ojos marrones y unas pequitas que salieron alrededor de su pequeñita nariz. Su sonrisa era preciosa.

• • •

Marit también había cumplido seis años, junto con su único padre, Melfos. Unidos, hacían cosas muy divertidas, como jugar al pilla-pilla o al escondite. El juego preferido de la niña era bañarse en el río que había al lado del pozo.
Pero un día, la pequeña Marit cayó muy enferma. El frío del agua la congeló, y Melfos no sabía qué hacer. La niña tenía muchísima fiebre, llevaba días y días en su cama. Cada uno de ellos, estaba peor. La preocupación de Melfos no tenía límites. Lloraba junto a ella, de rodillas en el suelo, al lado de la cama, rezando por que se recuperara pronto. La desesperación fue inmensa. El anciano probaba cualquier cosa. Todas las plantas las había utilizado para curarla, pero ninguna hacía el resultado que esperaba.
El último día de aquella enfermedad, Melfos tuvo un pensamiento; un milagro que salvaría la vida de los dos. La flor de pétalos azules y amarillos. La flor que jamás pudo encontrar con los años. Se oían rumores de personas que se pasaban las décadas buscándola y morían en el intento con los años.
Melfos, emprendió un pequeño viaje para encontrar la dichosa y milagrosa flor. «Podría curar a Marit». Ese era el único pensamiento que habitaba en su cabeza, cuando estaba en el bosque. Este ya no era como antes. Ahora estaba oscuro y siniestro. Parecía que no vivían animales; como si hubieran desaparecido o huido. ¿De qué?

Melfos buscaba en cada escondite, en cada agujero, en cada matorral. Nada. ¿Cómo estaría Marit? «por favor, aguanta mi criatura». Sus ojos empezaron a brillar y una gota brillante cayó por su mejilla hasta caer muy suavemente en el suelo duro de tierra.
Fue un milagro; estaba claro.
El anciano dio un par de pasos hacia adelante de la gota que había caído, pero un sonido extraño hizo que el cuerpo de él se diera media vuelta. La tierra había absorbido la gota, y de ella salio lentamente la flor que estaba buscando. La flor mágica.
El anciano se inclinó en el duro suelo y la miró con emoción. Sus lágrimas volvieron a caer, pero estas se secaron en sus mejillas, rojas y sucias por la sudor y el cansancio.
Con tal delicadeza, la arrancó de su raíz.
El destino la había puesto en su camino.
Él era mágico.
Tenía magia en su cuerpo.
Y ahora, lo sabía.

• • •

Melfos corría sin parar, con las manos ocupadas por su hermosa flor, salida de una lágrima mágica. Esa lágrima apareció porque el amor era tan intenso y tan hermoso por lo que sentía por su criatura, que no le cabía en el corazón. Era algo milagroso. Estaba feliz; muy feliz. Sus lágrimas ya no habían tristeza ni pena. Solo quedaba amor, esperanza y alegría. Cuando entró en sus tierras, sonrió, nervioso por lo que tenía que hacer a continuación.
Buscó sin parar un mortero de madera y empezó a aplastar la flor, sacando todo el jugo posible, hasta quedar la flor completamente destruida. Los colores de la hermosa planta ya mezclados formaban un color especial.
Había infinitos trocitos de flor por todo el cazo. En el instante en el que el dejó de machacar, un brillo cegador, se movía alrededor de esos trocitos. Melfos miraba con atención, expectante. Su sonrisa aumentaba. Cuando el hechizo de la propia flor acabó, ya no había trozos de colores; era un líquido como el agua, pero de color verde, por la mezcla del azul y amarillo. Sin pararse un momento más, cogió el cazo junto con el líquido y subió las escaleras hasta llegar a la habitación de Marit, donde se hallaba dormida. Era hermosa. Su pelo pelirrojo estaba revuelto en su almohada mullida con heno y abrigada hasta el cuello por un montón de mantas que Melfos le había dejado. Este se acercó con prisa y se arrodilló a su lado, levantando su cabecita con cuidado y llevando el mortero hacia su boca para bebérsela. Se lo dio todo. No quedó rastro de aquel milagro. Él no sabía si era la medicina correcta, pero su corazón respiró aliviado. Notaba tranquilidad. Pasó toda la noche tendido en en suelo, esperando una respuesta, aunque fuera mínima. Aún seguía un poco asustado.

Los rayos del sol entraron por las ventanas de la cabaña. Todo está en silencio. Sólo se oían los pájaros cantar y revolotear de un lado a otro. Un rayo de luz se coló por la ventana de la habitación de Marit y llegó hasta su preciosa carita, aquello le molestó a la niña y se despertó. Abrió sus ojitos muy despacio, tapándose la cara con la mano para que no el diera más la luz.
-¿Papá? ¿Dónde estás? - dijo la niña buscando a su padre.
Melfos despertó con rapidez, pidiendo a su cabeza que aquello no fuera un sueño; quería que fuera real. Se giró hacia su hijita y sí. ¡Era real! El anciano se levantó corriendo y abrazó a su criatura con ternura y fuerza, la llenó de besos por toda la cara, y la sostuvo con sus manos, ya viejas y cansadas del trabajo. La miró a los ojos y se le calló una lágrima. Una detrás de otra, incontrolable. Estaba destrozado, pero se sentía el hombre más feliz de la tierra. Tenía a su Marit. Estaba viva.
Estaban juntos.
Sé abrazaron.
Lloraron.
Se querían.

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora