CAPÍTULO XIII: Silencios Inmensos, Sueños Esperados.

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El mundo entero parecía haberse esfumado, desaparecido; detenido. En el mapa no se oía nada. Ni siquiera aquellos dulces pajaritos que piaban constantemente sobre sus nidos. O ese viento fugaz que se desplazaba de este a oeste, o de norte a sur. Todo se paralizó. Todos los seres sentían nostalgia; tristeza. No había risas, ni sonrisas. Ni en Amcar, ni en el valle en el que vivía Marit. Todo se había entristecido. Los niños no corrían ni saltaban. Las calles estaban solitarias, sólo por la presencia de la luz del sol, y la oscuridad de la noche. En Amcar, ya había muerto todo, incluso las plantas, las flores; los árboles se secaron y en ellos, solamente permanecían las ramas peladas. Las casas seguían sucias y destruidas con el paso de aquellos años. En el interior del castillo... Daría hasta miedo describir aquello. Antes reinaba la completa oscuridad, pero ahora, no había ni un minúsculo rastro de los rayos del sol calando por los cristales de los delgados ventanales. El rey ya no hablaba con nadie más que hablando para el mismo, pensando y planeando nuevas cosas. Saliendo por la grandes puertas de la sala de Dissior, se abría un gran pasillo a la izquierda. Uno eterno. Y justo en la habitación del fondo, lloraba un niño. Un niño que hacía tiempo que había dejado de serlo. Lloraba por su vida. Por el descubrimiento del pueblo de Marit, por la muerte de su amiguito el zorro; asesinado por su padre. Encerrado con llave en sus cuatro horribles paredes. Ya no tenía nada. Jamás saldría. Ya no.

En el hermoso valle de Marit, esta lloraba por su querido amigo. Tendida en la cama, junto a su padre, Melfos. Este se acostó a su lado, y la abrazó con amor. Pero nada podía arreglar aquel desastre. Y Marit ni siquiera tenía la constancia de que el zorro...

En el bosque donde los tres se divertían eternamente, estaba vacío, solitario. Aún estaba allí. Ese animal tan hermoso. Philips no dejaba de pensar en que lo había dejado. Deseaba enterrarle. Y también quería contárselo a su amiga. Ambos se abrazarían pensando en que serían los tres mejores amigos del mundo. Y que a pesar de las separaciones, estarían juntos.

Pasaron las semanas en completo silencio. Uno rotundo. Tenso. Inmenso. Indestructible. Menos para el alcalde del pueblo. Este se dirigió hasta la casa de Melfos con intenciones muy claras. Hablar y compartir las verdades que hacían tiempo estaban ocultas bajo tierra.
-Marit sigue en su habitación. Llorando. - dijo el anciano con la cabeza agachada y triste.
-Quería venir a hablar contigo. De cosas. - declaró seguro de lo que decía el alcalde.
Melfos le dejó pasar adentro y le ofreció alguna bebida y asiento. La visita lo agradeció gratamente y este, volvió a repasar en su cabeza todo lo que tenía que decir.

-Bien señor, dígame. - suspiró profundamente el anciano preparado para cualquier otro tipo de cosa.
Demesius, el alcalde también hizo la misma acción.
-Lo primero que vengo a decirle a usted es que, vengo con las intenciones más buenas que se hayan visto jamás. - aclaró Demesius. Unos segundos después, continuó. - Hace tiempo, unos años especialmente, tuvimos a un hermoso matrimonio que vivía aquí. En esta misma casa, como ustedes. - Melfos se estaba impacientando, pero mantenía la compostura. Una parte de Melfos seguía escociendo a pesar de los largos años. - Con el paso del poco tiempo que ambos estuvieron aquí, decidieron tener un bebé. - Una sonrisa se dibujaba en las dos caras. - Pero cuando ya estaban a punto de tener a la criatura, se marcharon. Sin decir nada. Los dos se fueron. Supongo que a otros pueblo, o harían una cabaña en el bosque. - Melfos se sorprendió confuso, intentando saber, a qué se refería.
-¿Qué intenta decirme, Demesius? - miró con curiosidad al alcalde.
-Que creo que aquel hombre es... Bueno creo que es Dissior. El rey de Amcar.
Melfos no sabía como reaccionar.
-Pero lo que más me inquieta de todo es que... Marit y aquella mujer embarazada se parecían mucho. En cuanto vi a Marit la primera vez que vinisteis, la vi. Vi esa mujer en la carita de tu hija. Creo que... Bueno, no soy quien, pero creo que tu hija tiene que ver con ella.
El anciano no podía creerlo. ¿De verdad lo estaba diciendo enserio? «Marit tenía padres. ¿Los tenía? ¿Me separarían de ella? ¿Me querría cuando los encontrara?» infinitas preguntas flotaban a su alrededor. Melfos se echó las manos a la cabeza, destrozado. Empezó a llorar sin ser consciente de ello, dando vueltas por toda la sala.
-Tranquilo Melfos, solo te estoy contando lo que yo creo. Quizás no sea nada de eso. - tranquilizó a su amigo.
-Has dicho que en cuanto la viste, viste también a la otra mujer. - le dijo, más preocupado que antes. Tenía miedo. ¿Que pasaría si Marit se diese cuenta? ¿Y si era cierto todo aquello?
-Demesius, necesito pensar. Gracias por tu ayuda. - sentenció Melfos.
-Por supuesto amigo. Me tienes para lo que necesites. - dijo finalmente en la puerta.
Melfos se apoyó en la puerta ya cerrada y suspiró decepcionado. Necesitaba verla. A su hija. Su criatura. Entró en la habitación y la observó con dulzura. Estaba durmiendo. Estaba muy cansada. El hombre salió a su patio trasero, ya de noche y pudo contemplar esas estrellas tan lejanas, incapaz de atrapar. Era uno de sus momentos preferidos. Esos instantes de tu vida en los que de verdad disfrutas. Piensas, sueñas en mil cosas. Una lágrima se desprendió de su ojo y cayó lentamente por su mejilla izquierda. Fueron cayendo varias, pero ninguna fue mágica. Estas eran de dolor. De profundo dolor. Se sentó en su butaca vieja y se mecía con suavidad. Seguía pensando, soñando. Se quedó despierto hasta altas horas de la madrugada. La luna era la única que podía verle. Su dolor. Sus lágrimas. El mundo quedó en completo silencio. Rotundo. Inmenso. Hermoso. Ni los animales se atrevían a cantar.

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora