CAPÍTULO I: Algo Más Que Plantas Medicinales.

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Los árboles se movían, se respiraba el aire natural de la naturaleza, los pájaros se posaban en sus nidos con sus crías. Los frondosos y gigantes árboles tenían su permiso, el cielo azul estaba feliz. Por el día, el bosque oscuro, ya no era tan tenebroso como lo era por la noche; ya no daba tanto terror.

Pero no todo era tan bonito para algunos. Pasaron muchos años desde que perdió al amor de su vida, a la persona más importante. Ya nada tenía sentido. Y lo peor de todo era que, aún recordaba el aroma de su piel, su suave pelo dorado, su mirada, aquellos ojos verdes que te hacían ver la vida más hermosa a su lado. Ya todo había desaparecido. Su ropa todavía seguía en su armario desgastado de madera, no se atrevía a deshacerse de ella. No era capaz. Seguía sin notar las lágrimas cayendo por sus mejillas, era el dolor del corazón lo que notaba con dureza.

A pesar de no tenerla en sus brazos, de no besarla, de decirle lo mucho que la amaba, la visitaba todos los días desde que... Todos los días iba a su lugar, al lugar más hermoso, pero a la vez, más doloroso que jamás pensó que sería. Aún seguía sin creérselo. No tenía a nadie más después de perder al mismo tiempo a su bebé. Siempre empezaba diciéndoles a los dos, que eran lo más hermoso que la vida podía darle, que les echaba muchísimo de menos y que los quería con locura. Su presencia le hacía sonreír, le hacía más fuerte y feliz que el día anterior. Después, contaba lo bello que estaba el día y lo largo que se le hacían los días. Finalmente, se despedía con un gran beso que mandaba al aire, imaginando que ellos podrían cogerlo, y se iba camino de un nuevo día.
Se levantó con dificultad, pues él ya no era el mismo muchacho que rescató a aquella chica, el que iba de caza por el bosque y que corría veloz como una liebre. No. Ya no era él. Ahora era un pobre anciano solitario con apenas ganas de continuar su viaje. Sus lágrimas se derramaban todos los días desde aquel horrible momento, resbalaban desde sus grandiosos ojos azules hasta caer en el duro suelo de tierra. Aquellas se desvanecían como cada día.
¿Cómo podía doler tanto aquello? ¿Cómo se puede sentir un vacío total sin esa persona?
Pero una cosa tenía absolutamente clara, y era que, le había cambiado la vida. Ahora comía solo, dormía solo y paseaba solo en aquel maravilloso bosque. Para el anciano habían cambiado muchas cosas. Había aprendido a encontrar plantas que su esposa pasaba la vida haciéndolo, además de encontrar cura a las enfermedades gracias a la naturaleza. Siempre que hacía esas tareas, su corazón se encogía un poco más, le recordaba a ella, y eso, la hacía mucho más especial de lo que ya era.
Su vida cambió en el instante en el que él entró en esa cueva. Por mucha oscuridad que hubiera, había más luz que el mismo sol.

Un día tocaba cazar, pero el hambre dejó de rugir hacía años, y el sueño también. Estaba triste porque ya nada merecía la pena. Sacó fuerzas de donde pudo y se pasaba las horas y los días metido en su hogar investigando y descubriendo curas nuevas. Al entrar por la puerta, parecía acogedora y caliente, pero estaba tan fría como ese duro día de invierno. El polvo se acumulaba en los estantes y en los espacios más fáciles de encontrar.

Llevaba semanas sin salir de allí, empezaba a quedarse sin plantas y sin comida. Y un día, pasó. No tenía nada, por lo tanto, pensó que debería ir a por más hojas y raíces. Se cargó al hombro un bolso de tela hecho por su esposa, y se encaminó al bosque. Su objetivo no era nada sencillo; debía encontrar una flor con pétalos azules y amarillos. Tenía una pequeña esperanza de poder encontrar algo curioso en aquella bella flor.
Iba tan concentrado en esa dichosa flor, que una ardilla preciosa y bastante rápida, se cruzó en su camino distrayendo al anciano, haciéndole caer al suelo por una piedra. En el momento de la caída, todo cuerpo iba cayendo, y cuando aterrizó en el suelo, su brazo izquierdo, estirado en la tierra seca, lanzó una especie de millones de puntitos morados que, al final de aquella cuerda brillante formaba una bola de otros millones más de puntitos. Era un hechizo. Su mirada quedó petrificada, pensaba que era un sueño; e incluso se pellizco sin ser consciente de que lo hacía. El hechizo tocó el tronco de un árbol y lo partió en dos, cayéndose al suelo. Fue un sonido sordo, pero en eso no se preocupó. Se contemplaba la mano por todos los lados, pero seguía sin ver nada extraño.
Seguía sin tener las suficientes palabras adecuadas para describir tal cosa. Él no sabía que aquella magia tan misteriosa provenía de su esposa; de aquellas miradas que conectaron. Pero todo eso, ya estaba muy lejos, era imposible recogerlo.

Por el camino de vuelta, continuaba mirándose la mano, incluso en la otra también. De repente, cae en una pregunta, tan difícil de reflexionar, que no sabía así mismo, como podía no haberse dado cuenta: ¿De qué murió su esposa?
No podía creerse que después de tantos años no lo haya pensado. Se sentía muy avergonzado.
Se había olvidado hasta de la flor que tenia que encontrar.

Cuando llegó a sus tierras, divisó algo a lo lejos, al lado de la puerta. Pensó de quien se trataría o qué era. Avanzó con miedo, ya no se fiaba de nadie. Su mano, pasó a un segundo pensamiento. No pudo creer lo que veían sus ojos cuando llegó al umbral de la puerta. Un bebé.
No sabía qué hacer. Sus ojos tenían tanto asombro que aún seguía pensando si era un sueño.
-¿Qué haces tú aquí? - no lo dijo con cariño, ni con suavidad; su genio empezó a despertar con los años de soledad. La pequeña lo miró con curiosidad después de pronunciar aquella pregunta. Al cabo de unos segundos eternos para él, la bebé comenzó a reírse y a levantar los bracitos. Suz voz era suave y cálida, y algo despertó en el interior del hombre.
-¿Quién te ha dejado aquí? - volvió a preguntar. Como si esperara una respuesta clara y fija. - Voy a llevarte a tu casa, pero ¿dónde vives? - pensó mientras se acaricia su larga barba plateada. En ese instante, la niña contempló la larga barba y levantó más los brazos para que la cogiera. El anciano la miró muy dudoso, no quería encariñarse con la criatura, pero para callar a la niña, no tuvo más remedio que hacer lo que ella le pedía. En cuanto Melfos la tuvo en sus brazos, la niña empezaba a estirarle del pelo que nacía en su barbilla. Se oyó algún que otro grito por parte del hombre pero la bebé se divertía mucho.
Por simple arte de magia, el cielo azul empezaba a desaparecer y a llegar una nube gigantesca y oscura. Un viento azotó el bosque hasta que llegó a las tierras de Melfos.
-¡Una tormenta se acerca! Y no puedo dejarte aquí afuera. No es momento de irnos a buscar a tu familia, pero te quedarás conmigo sólo hasta que amaine la tormenta.
Como si la pequeña le hubiera entendido, se puso a sonreír y a gritar de felicidad. Cuando entraron, el anciano, observó cada detalle que sus ojazos marrones veían; fue algo maravilloso. La calidez de la chimenea, como el fuego sonaba tan hermoso, el olor a comida, el aroma a madera y a plantas, a flores silvestres. Había pocos muebles, apenas dos sillas y una mesa, una pequeñísima cocina, pero una chimenea preciosa y enorme para calentarte en los duros días de invierno. En medio de la habitación, había una escalera que terminaba en un agujero negro.
-Ese es el piso de arriba, ahí duermo yo. - señaló con un dedo indicando hacia arriba.

No era una casa especialmente grande, ni tenía lujos. Ahí dentro se podía vivir bien y tranquilo. Cuando la niña de ojos marrones y nariz chata, terminó de verlo todo, comenzó a llorar.
- ¿No te gusta mi hogar? - frunció el ceño Melfos mirándola. ¡Ahí va! No había caído en la cuenta. Seguramente la niña no habría comido nada. Fue a la cocinita con ella y le tendió en una hoja verde, un poco de leche de las vacas que tenía en su granja. Ella empezó a beber sin parar, y cuando terminó, le dedicó una sonrisa más hermosa que un sol y se acurrucó en el pecho de Melfos.
Este se sentó en su butaca meciéndose para poder dormir al bebé. Mientras esta ya dormía profundamente, Melfos, notaba la respiración de ella tan suave y delicada.
Él, empezó a dormir también, sus ojos estaban cansados y no tenía fuerzas para seguir ese día. Ya ni si quiera se acordaba de lo que le ocurrió en el bosque, de aquello que salió en su mano.

En ese día, ya no se oía nada, solo los suspiros de cada uno, y la tormenta; miles y miles de gotas caían en la aldea escondida, se oían los truenos, el viento fuerte que iba de un lado a otro sin parar, y en la cabaña, dentro, empezaban a haber goteras.

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora