CAPÍTULO VI: Una Huida Inesperada.

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Melfos no tenía ni idea de lo que ocurría en el pueblo. Ya si ni siquiera lo era. Ahora era un reino. Uno oscuro. Negro. El silencio no pasaba desapercibido por las calles. El miedo estaba sembrado en aquellas siniestras tierras. Los llantos y gritos temblaban entre paredes.

Al anciano, se le acababan los recursos que hacían tiempo eran justos. No quería ir al pueblo, pues era un viaje un poco largo, pero valdría la pena. No tenía más remedio que vender algunos utensilios; para él eran valiosos, pero no tenían dinero, ni semillas para sembrar. Necesitaban tela, para ropa.
-Marit, necesito que vengas conmigo de viaje al pueblo. - dijo el anciano.
-¡Si, si, si! - gritó y bailó la pequeña. Estaba muy emocionada; nunca había visitado el mundo más allá de las tierras de Melfos. La niña se abalanzó hacia su padre y se abrazaron juntos, mientras ella te tiraba de su larga barba. Melfos se reía y juntos empezaron a jugar.
-Saldremos mañana temprano, antes de que el sol salga. ¿Vale mi criatura? - acarició la barbilla de la niña mientras esta sonreía.
- Sí, papi. - respondió mientras jugaba con sus tacos de madera para formar una gigante torre. Melfos le había hecho con mucho cariño aquel juego. Era fácil de construir.

• • •

Salieron al alba, justo antes de que el sol se despertara. Aún no se oían ni pájaros ni cualquier otro animal. Sólo sonaba el viento que sonaba contra los árboles haciéndose menear de izquierda a derecha.
Melfos tenía un carro con ruedas y un solo caballo. Era suficiente. El anciano salió de la cabaña con un saquito de tela con sus más preciadas cosas, y cerró la puerta. La niña ya estaba sentada a la derecha del carro, esperando a su padre. Este se subió con dificultad, le tendió a Marit el saco de cositas y se sento en el asiento de madera.
-¿Preparada para la aventura? - sonrió como un niño pequeño, mientras miraba esos ojos esmeraldas.
- ¡Sí! ¡Corre! Tengo muchísimas ganas de llegar. - abrió los brazos hasta parecer un pájaro volando. Melfos, la observaba con felicidad. Si no la hubiera acogido esa noche en su cabaña, ¿qué vida hubiera tenido?

Cuando entraron en el bosque, daba la sensación de que el sol se había escondido. «que raro está el bosque. Normalmente hasta me sonríe»
Marit tenía miedo; parecía completamente denoche. Agarró a su padre del brazo y escondía su mirada bajo su axila.
Melfos estaba preocupado, pero no quería que su criatura estuviera igual que él. Así que intentó hacerla sonreír y que fuera valiente.
-¿Te da miedo? ¿Ya no quieres ser una aventurera? - detuvo el carro mientras formulaba las preguntas hacia ella. La pequeña, miró con rapidez y a su papi, y después contempló los árboles, el cielo tapado por las copas de estos. Se puso tiesa y declaró:
-Soy la mejor aventurera del mundo. - lo miró y sonrió.
-Pues sigamos, mi aventurera preferida. Somos muy valientes. Ya lo verás. - aseguró el anciano un poco preocupado de lo que le ocurría al bosque.
Cada paso que el hermoso caballo daba, Melfos estaba más inquieto. Nunca había llevado a Marit al pueblo, y no quería que se llevara una sorpresa desagradable. Mientras tanto, a su lado, la pequeña seguía firme y segura de que no iba a temerle a la naturaleza.
Sólo quedaban unos cincuenta pasos hacia el pueblo, Marit se estaba impacientando. Incluso Melfos.
Este no quería ir, quería dar media vuelta. No notaba en absoluto el ambiente y el olor al pueblo.
-Papi, huele mal. Papi. ¡Papi! - gritó la criatura, intentando que Melfos saliera del pensamiento.
Melfos quedó paralizado. Completamente descompuesto tras ver lo que sus ojos traspasaban.
-Papi, ¿este es el pueblo? - miró, decepcionada. Ella imaginada un valle verde y colorido; con niños de su edad con los que poder jugar en sus visitas, gente comprando en bonitas tiendas y mercados. Y un hermoso castillo con banderas de colores y una bonita mujer en una de las ventanas de la torre.
Había algo de cierto en su imaginación. El castillo; pero este no era como en su cabecita. Este era oscuro y no tenía bandera. Todo estaba sucio; lleno de barro. No veían ni rastro de niños jugando, ni de familias comprando, ni de verdes prados. Marit se tapó lo ojos llorando de la decepción.
Melfos, que hacía años que no iba al pueblo, no daba crédito a lo que iba mirando a su alrededor. «¿un castillo? ¿cuándo? ¿cómo? ¿por qué?» El también parecía decepcionado. Agarró a su niña para abrazarla y le dijo:
-Pequeña, mírame - Marit obedeció. - Necesitamos comer y necesitamos la tela también. Te prometo un sola cosa; cogemos lo que necesitemos y nos vamos corriendo, ¿vale mi criatura? - le dijo a su querida hijita.
-Sí, papi. - su respuesta fue muy ligera, apenas se oyó, lo suficiente para que el anciano no escuchara. No se soltaría de él ni un momento. Él, la apretó más para sí, y juntos bajaron del carro. Estaban justo en la entrada siniestra. No se veía ni un alma. Hasta el sol estaba escondido.

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora