CAPÍTULO XXIV: Más Allá, En El Cielo...

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Hace años atrás, en el espacio.

Aquel lugar sin fin.
Oscuro pero maravilloso.
Un lugar mágico.
Planetas de todos los colores posibles y de tamaños desiguales flotaban en el aire. La gravedad no existía allí.
Vivían también estrellas. Fugaces. Puntos infinitos y blancos que brillaban a una interminable distancia. Incapaz de llegar hasta allí.
Cada estrella - por muy increíble que fuera - estaba habitada por reinos. Castillos gigantescos sin fin. Tan altos que ni los pájaros lograban volar. Pero hermosos. Las torres estaban repletas de ventanales, pero una sola puerta en todo el castillo. La entrada.
Si había cientos de estrellas, cientos de reinos y poblados posaban en ellas.

Pero no sólo en ellas se podía vivir. En las altas nubes, más abajo del espacio mucho más, también había reinos. Pero sólo reinaba uno. El más poderoso de todos los que existían. Cada nube era un pequeño pueblo, y la nube más grande y esponjosa la gobernaba un rey malvado.
Uno tenebroso al que todos temían más que a nada. Arrasaba con todo lo que veía a su paso. Hacía cosas horribles. Creaba cosas que eran inexistentes tiempo atrás.
En el suelo no vivía nadie. Sólo se podía estar en las nubes. Eran las personas más recientes. Y los de las estrellas eran reinos más antiguos pero buenos y bondadosos.
Sus habitantes reinaban en paz y felicidad. Su fortaleza podía con todo.

Unos años después, el rey de las nubes, harto de tener que gobernar a sus pueblos pobres y sucios, los empujó hasta el suelo y los árboles. Cuando llovía, minutos después aparecía un hermoso arcoíris compuesto por todos los colores. Era muy bonito y grande. Los pájaros se posaban en él con frecuencia.
Y ese rey oscuro los lanzó por el arco de colores. Era terrible ver como los echaba para poder gobernar solo.
La gente que pisaban el suelo de tierra lloraban por el hambre y el frío. Algunos morían por esos motivos. Otros sobrevivían con fuerza y alguna vez que otra encontraban frutos y animales. Ya estaban acostumbrados a pasar hambre, pero al menos allí arriba tenían algo, por muy efímero que fuese.

Con el paso del tiempo, el rey de las nubes veía que los habitantes a los que echó, empezaban a convivir. Construían cabañas pequeñas y rejuntaban todo el alimento que cada uno aportaba para luego, a la noche, reunirse todos junto al fuego mientras comían. Él no creía que vivirían después de dejarlos sin hogar y sin comida, y eso le molestó demasiado. Pero quería mantenerse firme a su propósito que era destruir todos los reinos de las estrellas del espacio.
Quería reinar el solo. Sin nadie más, así que mandó a su leal ejército, pero ¿cómo? ¿Cómo subir hasta las estrellas y derrotarlos a todos?
Pasarían años cuando su paciencia se agotó, pero su cabeza hacía tiempo que sabía lo que tenía que hacer.
Se encerró solo en una sala en la que se pasaba los días creando.
Al cabo de meses y meses de pruebas y pociones, hizo una especie de líquido burbujeante y verdoso.
Su ansia por probar aquella poción hizo que destruyera a su propio ejército, pero su resultado dio sus frutos. No le afectó en ningún momento la pérdida de todos aquellos miles de hombres que estaban a su servicio, pues si le funcionaba ya no necesitaría a todos esos caballeros.

Bajó a la entrada de su castillo junto con su barreño gigante de aquel líquido extraño y preparó una lanzadera.
Él sabía que tendría la velocidad suficiente, pues sus esperanzas eran mayores que cualquier otra cosa en el mundo.
Subió el barreño al aparato de madera y se posicionó detrás de esta para soltar la cuerda que sostenía la base.
-Adiós a todos. - cogió su puñal afilado y cortó la cuerda gorda de una sola vez. La máquina saltó y el barreño voló por los aires a una velocidad incalculable. Se quedó tan satisfecho que ni siquiera esperó a ver lo que sucedía.
Para su desgracia, el cubo gigante chocó contra la barrera invisible, - que el rey de las nubes no tenía constancia de aquello - y rebotó justo hacia abajo. El líquido se esparció en el aire hasta caer a la tierra.
Una pequeña parte de ese brebaje cayó justo en una persona. Una joven hermosa que estaba embarazada de un bebé. Estaba casada con un joven apuesto llamado Melfos. La mujer cayó sin más, desplomándose en el suelo.
La otra gran parte del veneno caló en la tierra de algunas partes del inmenso bosque, haciendo florecer una preciosas flores azules y amarillas.
Sólo existían tres flores en aquel lugar, y nadie encontraría la primera hasta que, muchos años después, Melfos la necesitara para salvar a su querida criatura.

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora