CAPÍTULO XXVI: Mitad Luz, Mitad Oscuridad.

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Melfos no habló en días. Su vida había acabado. El rey le había usurpado sus poderes y estaba encerrado sin poder ver a su criatura.
Minna estaba preocupada por el estado de salud de Melfos. El hambre que tenía, su higiene y sus sentimientos lo estaban matando. Philips intentaba animar como podía al anciano, sacando cualquier tema absurdo que hiciera que opinara o que asintiera simplemente. Pero todo fue inútil.
-Ha ganado. Se la ha llevado y jamás podré verla. Y para colmo me ha robado mis poderes y jamás podremos salir de aquí. - aquellas palabras emocionaron a la joven y al niño. Por fin había hablado. Aunque fuesen palabras duras, pero la tensión de que no dijera absolutamente nada, era duro.
-Tranquilo Melfos, la recuperaremos. Estaremos todos juntos, ya verás. - a pesar de apoyarlo, una lágrima resbaló por la mejilla de Minna. Philips la vio y si cara se tornó en tristeza.
Quedaban pocas esperanzas.
Pero no podían rendirse, ahora no.
Había descubierto que, al utilizar los poderes mágicos buenos, Marit se despertaba de su interior y salía con fuerza.

En un recóndito pueblo, Luzmor iba a descubrir a los Munfos. Criaturas mágicas y pequeñas, escondidas entre rincones que jamás hallarían.
El pequeño animal dirigió su cabecita hacia los árboles, como si estuviera señalando hacia algo. Luzmor hizo caso del zorro, y alzó la vista hasta las ramas que se escondían del resto del mundo.
Su mundo encogió en el momento en el que vio a esas personitas subidas a ese árbol.
Su vida había cambiado para siempre.
Él cambiaría para siempre.
Luzmor era un niño de ocho años y su personalidad era bastante a la de su madre. Era agradable, comprensivo y tímido, pero valiente.
Pero cuando vio a todos los Munfos soltó un pequeño grito y se tapó la boca. El zorrito empezó a mover mucho la cola y saltaba sin parar a su alrededor.
Un munfito bajó del árbol y Luzmor se quedó boquiabierto tras ver que podía volar. Jamás había visto una cosa igual. Estaba claro que nunca se hubiera imaginado que encontraría un tesoro tan grande.
Llegó a creer que era fruto de su imaginación, que tenía tantas ganas de encontrar algo valioso, que la cabeza le mostraba cosas imposibles. Pero no era el caso.
-¿Qui-quienes sois? - frunció el ceño mientras señalaba con su dedo índice a todos y cada uno de los Munfos.
La personita que bajaba parecía un hombrecito. En realidad era el guardián de los Munfos. Se encargaba de que todos estuvieran a salvo. No tenía nombre, pues el resto de los miembros no le recordarían si necesitaban ayuda. Él pensaba eso, y algunos le hacía gracia, pero lo entendían.
-Soy el guardián de los Munfos. Venimos a cambiar tu futuro. - su voz sonaba grave, pero decidida.
Luzmor no entendía nada de lo que le decían. Tampoco reconocía que existiera algo así.
-La magia existe. Nosotros hacemos conjuros y hechizos que pueden cambiar la vida.
-¿Magia? ¿Enserio podéis hacer que aparezcan y desaparezcan objetos? - abrió los ojos tanto que el general tampoco empezaba a entender nada. Algunas personitas rieron en susurrros. El zorro se mantenía ahora quieto detrás del general, pero jugueteando con una mariposa que revoloteaba junto él.
-Sólo venimos a ser tus amigos. - al guardián eso le dolió. No podía decirle aún cual era el motivo de estar ahí. Tenía que esperar a que Luzmor creciera. Tenían prisa, pero todavía era un niño.
-¿Mis amigos? - su cara se iluminó con estusiasmo y felicidad. Se abalanzó hacia el zorro y se lo acurrucó en su pecho. Este se dejó mimar una vez más.
-Pero tienes que prometernos una sola cosa. - advirtió.
-Lo que sea.
-No dirás a nadie que existimos. Ni vendrás aquí con nadie. Sólo puedes venir tú solo.
-Hecho. Yo siempre guardo secretos. - su sonrisa se extendió de oreja a oreja, y pasarían horas cuando tuvo que despedirse de sus nuevos amigos. La luna ya resplandecía con fuerza y esta decía adiós a su sol. Las estrellas acompañaban al pequeño muchacho a su hogar, donde su querida abuela comenzaba a poner la mesa.
Entró feliz por la puerta y Flomira se sorprendió bastante, ya que siempre venía triste por no haber encontrado nada.
-Mi pequeño, ¿te ocurre algo? ¿Has encontrado algo al fin? - su cara reflejaba alegría y esperaba que la respuesta la hiciera feliz.
Luzmor se sentó en su silla de siempre, junto a la mesa y asintió.
-He visto un zorrito y le he ofrecido mi trozo de pan. Se ha ido contento y con el estómago lleno. - dijo con orgullo.
-Eres el mejor, mi pequeño. - Flomira corrió a abrazarlo y ambos se fundieron en unos de sus abrazos habituales.
En el abrazo, Luzmor miraba por la ventana observando al guardián, quien le hizo una reverencia en señal de agradecimiento.
No podía revelar su más poderoso secreto y el Munfo se lo agradeció eternamente.

Esa misma noche, en la última habitación del pasillo del castillo de Amcar, una niña lloraba profundamente en su cama. Abrazada a lo único que podía unirla; la almohada. Sus lágrimas ya llevaban todo el día cayendo por sus ojos. Y ella no tenía ni idea de por qué lloraba. Sólo sentía ganas de hacerlo.
Se sentía triste y desgraciada. Manejada. Pero una parte de ella, la oscura, le obligaba a enseñar su mirada oscura. Sus ojos ya hinchados se enegrecían con fuerza.
Se levantó, harta de estar en la cama y se dirigió hasta el ventanal al que siempre iba con bastante frecuencia. Miraba las estrellas blancas de la observaban. La luna le suplicaba en silencio que despertara de aquella maldición.
Y en la habitación de Luzmor, sus ojos miraban con amplitud aquella bola blanca con manchas grises, aquella aventura. Pero en su pecho notaba como algo se encendía. Un aviso que hacía que se ahogara. No se lo habían contado todo.
Tenía la sensación de que tenía que hacer algo, pero ¿el qué?, ¿a dónde ir?, ¿qué hacer?

Ambos están destinados a estar juntos.
El destino ya los estaba juntando, solo faltaba que se cruzaran ellos mismos.

El las profundas mazmorras del castillo, un anciano...

Flores de invierno IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora