Capítulo 4 (mini)

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Aunque los rumores y comentarios persistían entorno a la pareja, Alana se mostraba radiante en cada fiesta que se organizaba por sus anfitriones. En ninguna de ellas, se la vio triste por las esquinas. Ni preocupada porque Lobrough tuviera otros intereses fuera de su cama. A más de uno se le olvidaba que dicha pareja no convivía en la misma residencia.

Daba igual dicho detalle, si lo que contaba era el presente, en el momento de ahora.

Al parecía ser, se había quitado un gran peso respecto a su marido y lo demostraba con una sonrisa en el rostro. Lo que alimentaba a la especulación de que realmente James no había sido un buen esposo para ella. Lo que se ganó más la simpatía de sus pares, a su vez, una cierta fascinación por parte de los hombres, queriendo consolar a la dama por tal infortunio.

La popularidad de lady Lobrough en una semana creció como la espuma del mar. Lo que no había sido antes, lo era ahora. Siendo muy solicitada en los bailes, compitiendo sin ser su intención con damas casaderas. Aunque hubo uno que otro que se sobrepasó, Alana los rechazó con una elegante educación, despertando más interés en ella. Muy pronto le pusieron de sobrenombre la inalcanzable. ¡Cómo no!, eso la colocó en ser la primera sensación.

Sin embargo, no era todo el oro que relucía y bien lo sabía ella, al sentir que se quedaba más vacía de lo que estaba. Era contradictorio, recibía más atención de lo que hubiera recibido cuando era joven. Pero no quería precisamente esa atención sobre ella. Anhelaba algo más. No le valía con ser un objeto de admiración o de deseo.

Como no quería derrumbarse enfrente de ellos, de echarse a los lobos, continuó poniendo su mejor sonrisa. No deseaba que llegara a otros oídos de que estaba mal, o que hubiera tenido un tropiezo. Habría sido una fatalidad que no se podía haber perdonado.

***

James Lobrough no era sordo, como tampoco era ciego sobre el crecimiento de popularidad de su esposa que se había generado a raíz de sus maravillosos comentarios entorno a su vida marital y a él, dejándolo como el cromañón de la era de los primitivos.

Tales comentarios no se esfumaron como creyó que ocurriría. No les dio importancia porque no era verdad ya que no había pisado los aposentos de su esposa en los años que estuvieron juntos. No contó con la primera noche de bodas, le era un recuerdo lejano y no precisamente maravilloso para recordar, ya que fue totalmente desprovisto de pasión y de deseo. Así que no se preocupó más por ello.

Sin embargo, oír como ciertos caballeros apostaban por atraer la atención de la dama y darle su mejor noche, fue demasiado para él. Le debía importar un rábano lo que estuvieran diciendo de ella porque aún no había olvidado de lo que le hizo.

Aún no la había perdonado.

Se levantó de su asiento y dejó la copa de brandy a medio beber, se acercó a un grupo de hombres que estaban en la barra hablando de ello sin tapujos. Hasta tenían el valor de calcular el tiempo con que la mujer se dejaría llevar.

Contuvo en hacer una mueca. Esperó que notaran su presencia para acabar con el rollo que se estaban trayendo. Erró.

Al ver acercarse el marido de la dama en cuestión, no tuvieron la vergüenza en preguntarle.

— James, buen amigo, ¿algún consejo nos darías sobre cómo conquistar a tu esposa?

— Precisamente no soy quien para dar consejos.

— Debemos aprender de tus errores, cierto — apuntó el hombre —. Dinos qué no deberíamos hacer.

James ladeó la cara, conteniéndose en no abalanzarse sobre su preciosa cara y estamparle el puño en ella. 

— Déjeme pensar. ¿Qué podríais hacer para ganaros el favor de la dama? Lo siento mucho, no se me ocurre nada. Solo os desearía suerte, lady Lobrough es un témpano de hielo.

— Eso es mentira — se atrevió a decir lord Perkison —, no parece de hielo cuando he bailado con ella.

James se sorprendió, pero no dejó que tal sorpresa se reflejara en su rostro. ¿A él qué se le había perdido? Nada.

— Entonces, no necesitáis de mis consejos. Buenas noches, chicos.

Se quedaron perplejos ante la marcha abrupta de Lobrough, que esperaba que para el día que  nuevamente fuera al club no escuchara más estupideces.

La paciencia se le estaba acabando.

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