Pese a que estaría echando a perder su reputación yendo a un lugar de pecado, no lo dudó dos veces y con un antifaz que protegiera su rostro se dirigió allí, no sin antes de darle esa misma mañana el día libre a toda la servidumbre para que nadie pudiera sospechar de su salida tan tardía. Incluso, ya en la noche, decidió en coger un carruaje de alquiler que la llevara cerca de la dirección. No podía dejar un cabo suelto que la implicara en tal acto indecente. Fue todo a pedir de boca hasta que llegó a la puerta del edificio, dónde se cometía el libertinaje. Acordó con el cochero de que la recogiera en el mismo lugar que la había dejado, unas horas más tardes aunque no estaba segura a qué hora saldría.
Tragó saliva ya que tenía la garganta como un desierto, seca. Miró por ambos lados de las calles; a esas altas horas de la noche, no había ningún transeúnte caminando. Alzó la vista hacia delante y se topó con un hombre que aguardaba la puerta. Se imaginó que sería como una especie de guardia.
Ojalá tuviera alguna compañía para no sentirse totalmente cobarde.
No eres la única que ha ido.
Era cierto, se respondió, mordiéndose el labio inferior, pero para ella era su primera vez. Sentía pánico, temblaba y las palmas le sudaban.
Nadie le iba a apuntar con una pistola; era mayor para saber lo que estaba haciendo. Sabía lo que hacía. Tenía dos opciones: retroceder y regresar a la cama fría o introducirse en ese mundo desconocido.
Inspiró hondamente y se ordenó en caminar, aunque sentía las piernas hechas mantequilla. La voz del hombre retumbó:
— Contraseña — le demandó.
Se ajustó bien la capa con el temor de que la pudiera reconocer, aunque llevaba el antifaz que le cubría sus facciones. Intentó calmarse y metió su mano en el bolso y sacó la hoja que le permitía entrar, cosa que le había asegurado madame Duvier. El guardia se mostró desconfiado y, aun así, cogió la hoja para leerla. No estaba segura si la leyó o no, pero se la devolvió y con un gruñido le señaló que entrara.
Dejó la calle atrás y, de pronto, sus sentidos se llenaron de otras sensaciones. Esperó oír el jolgorio detrás de esas paredes exquisitamente decoradas, pero no oyó nada. A sus fosas nasales le llegó un olor dulzón, que no la espantó, sino que inexplicablemente la relajó. Delante de ella había una gran escalera de mármol que se ramificaba en dos alas. No se lo podía imaginar desde afuera el inmenso espacio que era el interior. Un muchacho con librea y antifaz se acercó a ella para recoger su capa.
— ¿Me permite?
Asintió sin articular palabra. Estaba intentando resolver los enigmas que podían esconderse en cada habitación cuando apareció una mujer bien vestida y con el rostro cubierto, esta a diferencia del otro, llevaba una máscara plateada con los que resaltaban sus ojos agudos. Parecía que estuvieran viendo a los de un gato. Astutos y felinos. Le sorprendió que se dirigiera a ella directamente.
— La estaba esperando — dijo la mujer misteriosa cuyo acento era demasiado suave.
— ¿A mí? ¿Cómo ha sabido que era... yo?
A ella le señaló al reloj de pie y ella quiso darse un golpe de mental. Claro, habían acordado una hora para quedar.
— Además, es fácil reconocer una cara desconocida entre mis clientes más asiduos. ¿Le apetece una copa antes de que la lleve una habitación y pueda acomodarse? Le comento que tenemos una fiesta en el salón por si quiere unirse.
— No sé... — le costó hilar oraciones completas —. Verá es...
— Es su primera vez el venir aquí; es comprensible. Para todo, ya sea leer, pintar, tocar el piano, recitar poesía o cualquier otro arte, no empezamos sabiendo; siempre hay un comienzo — intuyó su reparo y añadió —. No se preocupe; no vamos a adelantarnos. Ve conmigo, iremos a tomar la copa en mi despacho.
Como si fueran viejas amigas, la sujetó del brazo y la llevó con ella al despacho. Ella trató de que sus nervios no salieran a la luz.
— Su identidad queda en el anonimato — le dijo mientras caminaban por un pasillo largo.
— Pero usted sabe quién soy.
Ella dibujó una sonrisa sagaz.
— Conozco a todos, eso incluye a los más puritanos e hipócritas que me odian — Alana quedó asombrada por la crudeza de sus palabras —, espero que usted no sea una de ellos.
— Antes de venir aquí, era reacia hasta que me harté de que mi marido sea feliz y yo no. ¿Eso también me convierte en hipócrita?
— Veremos si lo es después de que acabe su cita — le guiñó el ojo y pasaron por habitaciones cuyas puertas estaban cerradas. No se oían nada —, ¿tiene alguna preferencia en particular?
— ¿¡Preferencia?! — su mente quedó en blanco, más que en blanco, sus mejillas se tiñeron de rosa.
— Se me ha olvidado que es mejor hablar del tema con una copa. Discúlpeme por mis modales — abrió por fin una y le señaló que se adentrara. Estaba iluminada y las recibió un despacho iluminado, coqueto y de color rosa —. Me gusta ser femenina hasta el mínimo detalle. ¿Quiere whisky, madeira o anís?
— ¿No tiene una bebida más ligera? — acordándose de su promesa.
— El agua es para las flores mustias. Tenga — le tendió una copa de color ambarina —, esto la ayudará a tener más valor.
Lo que fuera eso, era fuerte porque cuando tomó un trago le abrasó la garganta. Tosió y se disculpó.
— También, eso es una primera vez — era graciosa al recordarle su conversación, la observó yéndose detrás de un escritorio y coger un papel y una pluma —. ¿Es virgen?
¡¿Cómo?! Era directa y no se andaba por las ramas.
— Hay damas que todavía lo son en sus matrimonios. Por desgracia, esas mujeres ignoran la verdad, no solamente a la que atañe en el lecho.
¿Qué verdad?, no le preguntó porque estaba pendiente de su "asunto".
— ¿Si le digo que lo fuera? — movió el vaso y se bebió otro sorbo. Ya perdidos al río....
— No es malo que lo sea. Bueno, le mandaría al hombre más atento, sensible y cariñoso. Las vírgenes no soportan la rudeza.
— Le confieso que no soy virgen — suspiró —, pero mi marido no ha visitado mis aposentos desde nuestra noche de bodas.
— Oh, vaya — se imaginó lo que estaría pensando —. Es una pena.
— ¿Por qué?
— Una pena que una se encierre en vida sin saber lo que es el placer. Su marido es un imbécil.
Su comentario y en la manera con que lo dijo le dio entender que lo conocía.
— ¿Él ha estado aquí? — se atrevió a hacer esa pregunta que le creó un nudo en el pecho —. No importa; mi matrimonio se acabó el mismo día que dije sí quiero.
Inconsciente, empezó a sentirse animada y su lengua se soltó.
— No me ama; él quiere a otra.
— Ya — quiso esconderse de su mirada tan perspicaz —; no tiene que dar explicaciones. No he juzgado a quién hace o deshace con su vida; salvo los que se creen sabios de ella y quieren gobernar la de otros. Le doy el tiempo que quiera para relajarse.
— Gracias.
— Estaré afuera, si necesita algo, llame esa campanilla y uno de mis sirvientes la atenderá. Si decide subir, puede hacerlo. No teme; tanto mis hombres como mis chicas tienen por norma acatar los deseos de los clientes, eso sí, con el igual respeto que ellos dan.
— Sí.
El sonido de la puerta al cerrarse le dio entender que había salido, dejándola con mil pensamientos en la cabeza.
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Entrégate #6 Saga Matrimonios
Narrativa StoricaPróxima historia. Secuela de Ámame Fecha de publicación: desconocida Todos los derechos de autor a Aria Blanc