Capítulo 27

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Bajó las escaleras con un peso en los hombros, invisible pero pesado. 

Se apoyó en la pared mientras se dejaba caer y se preguntaba cuándo iba a acabar esa pesadilla, que comenzó hace tres días cuando él enfermó y le pidió que se quedara bajo la influencia de la fiebre. No fue una enfermedad como un simple resfriado, sino de la propia herida que se le había infectado. 

El médico no pudo hacer más que aconsejarles que se limpiara la herida y cambiarle las vendas no una vez, sino varias veces. Bañarlo. Entre ella y el hermano de James, Balthazar, habían seguido las recomendaciones del doctor. Sin embargo, eran insuficientes. No se podía hacer más que esperar que se obrara algún milagro.

Estaba tan cansada; el tiempo no daba a pie al poder descansar. Sus pensamientos no la dejaban y más cuando las horas pasaban y no había ninguna señal de mejoría, no se le había bajado la fiebre. 

En ese día había empeorado, reduciendo más las esperanzas.

 Se permitió que la calma del hogar la rodeara, no sin escuchar sus latidos de su corazón. Siempre acompañándola. Pausados, rítmicos, palpitantes. No lo soportaba. No soportaba que él estuviera luchando para sobrevivir mientras que ella estaba en medio de las escaleras, tentada en rendirse como si fuera una manta acunándola.

¡No!

Debía tener fe. La fuerte creencia en que se recuperaría y acabaría aquello. Como no había más ruido en aquel espacio, le llegaron a los oídos las voces de sus cuñados. Estaban conversando. Pudo oír el nombre de James en esas voces, que parecían lejanas de ser optimistas. 

— Si no se recupera esta noche...

— Shhh, no lo digas, por favor — pudo identificar la súplica de Florence.

— Ojalá mi rencor no hubiera sido tan grande.

— Estabas dolido y engañado, igual que yo.

Sin quererlo, la desgarraron porque estaban pensando en ello, en que no superaría aquella noche.

 No les culpaba. Era una posibilidad de dos. Esa precisamente la mataba. Se levantó sin poder más con aquello, con la incertidumbre, con esas tijeras cortando el lazo de la vida de su esposo. Se dirigió sin sentir, sin notar su respiración, sin un pensamiento recorriendo por su mente, hacia los aposentos donde estaba el herido. 

Los sirvientes que se habían quedado para vigilarlo se callaron al verla entrar. Les había dicho que descansaría, pero no había podido hacerlo, no podía cuando posiblemente sería... la última vez. 

— Dejadme con él.

Salieron, obedeciendo su orden. 

Alana fue a la mesita, cogió un paño limpio y lo mojó, escurriéndolo después entre sus dedos. No supo cuántas veces lo había hecho, y cuántas veces lo había dejado en el barreño. No suspiró cuando vio las gotas de sudor empapando la frente de James. Lo había bañado, y eso no había dejado que su cuerpo dejara de estar enfebrecido. Repitió el gesto... sin éxito. 

Estaba cansada, pero no podía rendirse. Sin embargo, los párpados le pesaban. Cada extremidad, también. Siguió hasta que el cansancio fue apareciendo, mellándola, haciendo que su fuerza de voluntad se tambaleara. 

No daba señal.

— Por favor, James, vive. 

Pero no la escuchó. Estaba asumido en unos terribles delirio, provocándole que temblaba y se retorciera con más intensidad. Lo intentó apaciguar pero su voz no le llegó. 

Así que desesperada, se subió a la cama y lo abrazó, suplicándole que parara, suplicándole que acabara con esa pesadilla que los había herido por completo a los dos. Parara todo ese maldito veneno que los corroía.  No lo llegó a saber si la escuchó esa vez porque, poco a poco, mientras lo abrazaba, se le cerraron los ojos y el sueño la cobijó en su manto, refugiándola del final atroz que los acechaba, tocando la puerta para que alguien la abriera y lo recibiera. 

Sin más lamentos.

Sin más ruido. 

***

No quiso despertar, estaba tan profundamente plácida en un sopor agradable. 

Su corazón le gritó. Los miedos, hicieron lo mismo, despertándola abruptamente, recordándole que...  Asustada por la paz que había en la habitación, abrió los ojos, buscándolo. Sus ojos lloraron al verlo tan silencioso que no se movía. Las lágrimas le impidieron ver la realidad. 

— No, no, no — fue agarrarlo para zarandearlo para que despertara, pero cayó sobre su cuerpo —. No has podido hacerme esto.

Lloró sobre su pecho sin percatarse de que su cuerpo había dejado estar en caliente en un momento de la madrugada, pero que no estaba helado, tampoco.  Los monstruos la tenían atrapada entre la angustia y el dolor, por haberlo perdido. 

Cuando notó que algo se movía en su mejilla, se giró hacia ese movimiento. Inesperado, pero sutil. Alguien la estaba tocando. Incrédula, entreabrió la mirada y se sorprendió de la mirada de su marido puesta sobre ella. 

— No llore...

¿Estaba soñando? Se fijó que los dedos de su marido estaban enredados en sus cabellos. Se irguió y se apartó con cuidado. 

¿No se habría caído en otro sueño imposible?

— ¿James? — se deslizó hacia arriba y le palpó la frente, la cara, la barba. Su piel estaba templada, ni fría, ni caliente.

 Sus ojos siguieron sus gestos.

— No has muerto.

— Eso creo — aunque su voz estaba demasiado rota, lo pudo entender, lo que provocó una sonrisa temblorosa en sus labios.

Esta vez lo abrazó, invadiéndola una explosión de calidez.  

— Gracias a Dios.




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