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“Ella. / Así, con mayúscula, / como se escribe Lluvia, Invierno, y Tristeza / o Pájaro, Amor y Saliva. / Ella.” – Un Sueño.

 

Mi Chevrolet Monte Carlo es un modelo de los años ochenta y está en perfectas condiciones. Mi abuelo se lo regaló a mi padre cuando cumplió dieciséis y éste me lo pasó a mí hace apenas unos meses, porque no es lo mismo manejar en el pueblo que en la ciudad y si le hacía aunque fuera un rayón en mis borracheras, lo pagaría con lágrimas, sudor y sangre. Así que cuando aprobé el curso de conducción me entregó las llaves con un dolor profundo en el alma, aunque con un dejo de orgullo por ver convertirse en adulto a su primogénito.

El Monte Carlo es una belleza de dos puertas. Es color conchevino, de trompa cuadrada y cola corta. Cuatro personas. Tiene faros cuádruples y aros de titanio. Tres velocidades y sistema de suspensión de muelle helicoidal completo. Motor de 155 caballos de fuerza. El interior había sido re-tapizado y el exterior era brillante porque mi padre lo lavaba todos los domingos y enceraba casi cada mes. Otra de sus condiciones era que lo mantuviera en ese mismo perfecto estado cada vez que él lo viera. Y sus inspecciones eran bastante rigurosas.

“Las cosas duran porque uno las cuida”, decía.

Y no estaba equivocado.

Sacar a pasear el Monte Carlo era un experimento divertido. Las chicas se derretían al ver al tipo de la barba en un auto clásico tan bien conservado. Así que a pesar de todas las exigencias que debía acatar, el auto era más bien el mejor regalo que había recibido.

No me molestaba llevar a Alba en el carro porque cuando iba con ella no estaba precisamente “de cacería”, sino que era el estudiante de medicina. Y cuando íbamos a las reuniones yo lo dejaba en casa porque quería evitarme problemas y cumplir con las reglas de mi padre. Además, le daba un poco más de tranquilidad a mamá.

Esa mañana en particular íbamos muy callados. Alba estaba ensimismada en su lectura y yo concentrado en el camino. Mi cabeza dolía un poco a pesar de que tomé una acetaminofén de desayuno. Estoy seguro que mi cuerpo aún emanaba alcohol, pero Alba insistía en no decir nada, ni siquiera un comentario sarcástico.

─¿Te pasa algo?─ dije, a pesar de que sabía la respuesta.

─No sé. Creo que merezco una explicación por lo de ayer.

─No hay nada que explicar. Te pedí que me esperaras y me dejaste botado.

─¡¿Yo te dejé botado a ti?!

─Ajá.

Alba me miró perpleja e indignada.

─Me haces ir a la universidad por gusto─ dijo, y empezó a contar con los dedos de la mano: uno─, me tienes como pendeja esperándote casi una hora mientras hablas con tu amigo─ dos─ y no tuviste la decencia de decir, “Alba, estoy ocupado, puedes irte sola”─ tres─. Te agradecería que para la próxima no me hagas perder mi tiempo─ cuatro.

─No tenías que esperarme, yo no pude adivinar que demoraría tanto.

─Apestas a alcohol, Julián de seguro ya tenías planeado todo. Lo que no me explico es por qué te parece divertido hacerme perder el tiempo viéndome la cara de estúpida.

─Las cosas que yo hago son espontáneas, Alba. Detesto los planes. Y si querías usar tu tiempo en alguna otra cosa de las que tú haces, que debe ser entretenidísima, podías bien haberte ido.

─Lo mínimo que me merezco es una disculpa.

─No me disculparé. No te obligué a esperarme, no es mi culpa que te guste tanto regresarte conmigo.

Otra forma de musas imperfectas (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora