A veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más, o al menos eso creía. Mis sentimientos por ella me golpearon con la fuerza arrolladora de una ola de mar; antes de que pudiera darme cuenta, estaba sumergida por completo. Mis defensas saltaron apenas detectaron que algo bonito empezaba a crecer, y mis evasivas y negaciones lo llevaron a un callejón sin salida. Acorralada, hice lo mejor que sabía hacer: huir. Me fui de la ciudad de nuevo sola y sin nada, pero una parte de ella me seguía donde quiera fuera. Una nueva sensación asomaba también por los recovecos de mi mente, impulsada por ella, pero para mí: la de querer mejorar. Trabajé en mí misma. Fracasé cien veces y cien veces más lo volví a intentar. Sufrí, me asusté, lloré, me reí... Y en el trayecto, conocí personas maravillosas. Por fin me sentía a gusto donde estaba, pero a menudo resurgía su recuerdo como aquel amor al que tuve que renunciar para poder encontrarme a mí misma. Lo que no sabía es que los azares del destino la pondrían de nuevo en mi camino recordándome, una vez más, que a veces el amor germina de formas misteriosas. A veces el amor aparece en el rostro de un viejo conocido con quien las cosas no funcionaron en el pasado. A veces toma tiempo, distancias y separaciones que antes se creyeron definitivas. A veces requiere que dos personas crezcan por separado y se encuentren con más personas en el camino. A veces es necesario porque sólo así, cuando se encuentren de nuevo, pueden amarse bien.
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