La gente diminuta

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¿Tan grande y aún crees en cuentos de hadas?

¿O sólo son mutantes? ¿Criaturas deformadas?

¿La gente diminuta, que no ve, ni oye, ni habla?

¿Será, de verdad, buena, o será que es muy mala?

La salvación llegó para ti, pero no desde arriba, sino de abajo. Cerca de dos metros y medio de caída para ser exactos: con las prisas de escapar de la condenada policía tropezaste con algún obstáculo indefinido, y te precipitaste en un gran agujero.

El impacto careció de fuerza suficiente como para dejarte inconsciente. Aún así, tardaste un poco en percatarte de que estabas en un verdadero mundo subterráneo. Por lo se escuchaba cerca, era seguro que había galerías a tu alrededor, sin orden ni concierto. Soplaban vientos helados en los cuatro costados, y a lo lejos se escuchaban los inmundos ecos de las sirenas policiales alejándose.

Quejándote a viva voz, te levantaste, y tanteando en la oscuridad, recuperaste la averiada cabeza de autómata, todavía sin responder. "¿Se habrá estropeado del todo?" —Te interrogaste en voz alta.

Como si te entendiera, abrió sus enormes ojos amarillos e iluminó todo a su paso. "¡Quién lo hubiera pensado! Tiene función de linterna. Si tan sólo tuviera algo similar a un GPS. ¡Já! Una cosa a la vez".

El haz de luz reveló una gran sorpresa: en una oquedad se encontraba una niña de estatura anormalmente baja. Llevaba un vestido sencillo, raído y bastante sucio, absolutamente parecido a un batín clínico al que le habían cosido un símbolo de prohibición. Portaba en muñecas y tobillos relucientes grilletes, muy similares a los que habías visto en fotografías de Carol. Lo peor de todo fue observar el rostro; un antifaz cubría todo desde la glabela a los cigomáticos. Por la posición de las puntadas que lo sujetaban quedaba claro que no tenía ojos. En su cuello había un pesado collar de hierro con un eslabón colgante. La última vez que habías visto algo así fue en un libro sobre torturas medievales.

No pudiste evitar dejar salir una impresión de espanto al contemplarla, y quedaste paralizado por completo cuando, de un ágil salto, llegó a tu lado, y te sujetó con fuerza.

—¿Quién vive? —Preguntó, con un raro tono conciliador. Fuera de lugar para su fuerza y aparente tosquedad. Tuvo que repetirlo varias veces para obtener una angustiada respuesta tuya.

—M-me... yo... s-ssoy...Si-Sin... —"¿Por qué no puedo decir mi nombre real?"

—¿Sin qué? —Insistió.

—"Sin Oportunidad." —La cabeza respondió por ti.

—Yo no conozco a ningún "Sin Oportunidad". ¿A qué vienes? —Sonó muy irritada. La cordialidad inicial quedó atrás.

—¡Si no he venido a nada! Sólo caí por un agujero.

—¡Nadie entra aquí sin autorización! —Siguió, intransigente. —A buen seguro que te ha enviado Brain Drain.

—¡Papi! ¡Papi! ¡Papi! —Otra vez, la indiscreta máquina hizo de las suyas.

—¿"Papi"? ¿Qué significa esto? ¡Trabajas para él!

—¿Cómo? ¡Es un malentendido! Yo no sé quién es ese.

—¡Reconocería esa voz sintetizada en cualquier lugar! —Te arrebató la metálica testa de las manos, palpándola con verdadera ira. Acto seguido, la arrojó por encima de tu hombro. El eco de un maullido metálico precedió a un sonido de cristal rompiéndose. —Me gustaría darte una lección ahora mismo.

Otra niña de aspecto similar, pero de cabello corto, y con atroces puntadas en la boca, irrumpió en la escena. Llevaba en una mano una de esas barras fosforescentes usadas en festivales musicales al aire libre, para alumbrarse. Desde luego, no hablaba nada. Pero sus gestos eran tan expresivos que poco dejaban a la imaginación: había indicado a su semejante que no podía pulverizarte ahí mismo.

—¡Cierto, hermana! —La de cabello largo respondió— Aún así me gustaría darle un buen piñazo.

—¡Ni piñazo ni nada! —A las dos criaturas se sumó una tercera: tenía ojos enormes y muy vivos, casi tanto como los de tu peculiar paciente. Los cambios bruscos en su voz indicaban problemas de audición, hábilmente compensados por una patente capacidad de leer labios. — Las indicaciones del jefe han sido claras: nadie hace nada hasta que sepamos de dónde viene.

—¡Pero está muy claro! —Tu captora insistió— Lo ha enviado el maldito Brain Drain.

—¡Ya he dicho que no tengo la menor idea de quién es ese! —Te quejaste. — Yo sólo escapaba de la policía cuando...

—¡No y no! Eso lo decidirá el jefe. —La de los ojos saltones pisó con fuerza el suelo. — ¡Hay que llamar a los Cebolletas!

—Está bien. —La ciega aceptó. Pese a la más que evidente deformidad en sus huesos, te derribó de una patada, y te mantuvo bien sujeto en el suelo con un solo pie. Lanzó un ensordecedor silbido, que resonó con gran fuerza por los ventilados túneles.

Cuando cesó el molesto pitido, cuatro vocecillas chillantes se dejaron escuchar. Se trataba de siete hombrecillos cebolla, como los que vivían en la muy lejana Oniongrad. La única peculiaridad era que todos tenían alguna atroz deformidad o mutilación; a uno le faltaba media cabeza, aquél tenía tres brazos, el que más atrás se quedaba se le veían las vísceras y más te aterrorizó el que parecía un gorila lampiño.

Los enanitos también eran muy fuertes para su tamaño; en un abrir y cerrar de ojos te ataron como un paquete y cargaron contigo. por un pasadizo estrecho y húmedo. Tan estrecho que tu nariz rozaba con el techo y no podías ni sacudirte como gusano en un azuelo. Al perverso tropel se sumaban las malignas trillizas, como indicaba el golpeteo de los grilletes a lo largo de toda la galería.

El tortuoso recorrido terminó, por fin, cuando los deformes enanos te arrojaron con violencia en una especie de sala. Había una fetidez espantosa, como la de las cloacas. Débiles luces de neón alumbraban el recinto, atiborrado de basura hasta el techo: juguetes rotos, velas despedazadas, piezas de automóviles, latas, y un sinfín de revistas viejas se apilaban sin ton ni son en torno a una piscina inflable parchada donde yacía agazapada una silueta de rara definición.

—¿Quién osa interrumpir mis asuntos? —Retumbó una voz sórdida, como salida de un altavoz.

—¡Jefe! Aquí hemos capturado otro espía de Brain Drain. —Exclamaron al mismo tiempo las dos hermanas que podían hablar.

—¿En verdad es otro? ¿Cómo pueden estar tan seguras?

La ciega se adelantó a sus congéneres y gritó:

—Yo misma escuché que venía con la máquina esa...

—Robo-Fortune... —Se escuchó desde la cima— Está bien, iré yo mismo en persona a verlo.

Muy tarde recordaste aquella charla que intentaste llevar con Carol: la gente diminuta de los cuentos, gnomos, hadas, trolls, pomberos, trasgos y cualquier nombre que se le quiera dar, era sólo una máscara para ocultar el miedo a lo desconocido.

Por amor... ¡Hasta la locura! (Painwheel x Lector)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora