—¡Brunelli!
El motor del Mitsubishi tronó entre chatarra y chatarra.
Sobre el páramo cercano a las afueras del pueblo se escurría la brisa. No eran muchas las hierbas que habían quedado vivas después de semejantes heladas nocturnas y las pocas que aun intentaban resistirse al clima eran aplastadas por los tantos neumáticos que pasaban por allí.
Pero el Mitsubishi-Evo de Brunelli era sin dudas el mejor entre todos ellos. Presumía en el exterior unas preciosas luces flourecentes violetas y regordetas ruedas de interior amarrillo. Avanzaba entre los autos lentamente y se posicionaba detrás de una línea imaginaria que alguna vez algún sujeto decoró con cal blanca. Allí, un poco más lejos, comenzaba la curva de una gran ruta que durante el día funcionaba como un camino rápido para dejar a los niños en la escuela y, durante la noche, era el perfecto territorio para desplomar carreras.
—¡Brunelli!
Pero ese no era el sitio sobre el que se marcaba la ruta de esa noche. Habían preferido en cambio, más por el goce de complicar el juego que por cuidado, desplazar la carrera al descampado lateral. Allí, donde residían curvas, pozos, elevaciones menores y un que otro árbol, se dibujaba un camino de tierra aplastada. El Mitsubishi no estaba preparado para esos saltos. Lulú sí.
Cuando bajó del auto cerró la puerta de un golpe seco. Sus botas rasparon la poca hierva viva y amarillenta en el páramo mientras se aproximaban a la fogata. Pensó lo reconfortante que se tornaba ese fuego durante el invierno, y lo descontrolado que podía ser una noche cualquiera de verano, donde el viento caliente no hacía más que avivar las llamas. Esa noche varios muchachos le arrojaban botellas de alcohol. Cada una de ellas colisionaba como una pequeña bomba.
De fondo, entre risas y botellazos, podía percibirse la melodía correspondiente a alguna canción de Daddy Jankee.
—BRUNELLI.
—Ya estoy aquí, López, deja el espamento.
Catherine alzó una la mano en la que sostenía una lata de refresco y se la ofreció a Lulú, quien no demoró en aceptar. Después de un par de tragos no solo advirtió que estaba helada, sino que percibió que se trataba de un sabor más amargo de lo normal.
—Carajo, perra, ¿por qué siempre te vienes tan tarde? —cuestionó Catherine.
Lulú puso los ojos en blanco y le devolvió la lata. Lo que sea que contuviera, no estaba dispuesta a experimentar los resultados. A veces Catherine era tan magnética como peligrosa. Desde la perspectiva de Lulú, eso se debía en gran parte a que ella, como muchos otros, disfrutaba de la electrizante combinación de ambas cualidades. Y Catherine era todo eso y más. Más peligrosa. Más magnética. Atrapante como un laberinto.
—A diferencia de ti, sí tengo cosas que hacer —dijo. Catherine chasqueó la lengua.
—Ya, la escuela y todo eso. ¿Qué? ¿Crees que porque mi escuela es pública no sé qué es eso de estudiar?
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DANNA • La chica de la casa embrujada ©
ParanormalLa niña rica del pueblo desaparece una noche, mas en la superficie de un río se reconoce su cuerpo, danzando moribundo entre el oleaje. Desde que nació Danna Fisher escucha que su sangre está maldita, y esa maldición, entre otras cosas, dota a s...