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A medio camino de llegar al hogar Misericordia de Jesús, sosteniendo tres bolsas entre los dedos y cargando a una niña, Mumi, con la mano libre, Mia Parrish quedó anonadada ante el inusual escenario que se desataba frente a ella

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A medio camino de llegar al hogar Misericordia de Jesús, sosteniendo tres bolsas entre los dedos y cargando a una niña, Mumi, con la mano libre, Mia Parrish quedó anonadada ante el inusual escenario que se desataba frente a ella. Necesitó detener sus pasos para apreciar bien lo que sus ojos intentaban transmitirle.

Eran al menos doce personas deslizándose de un punto de la calle a otro y todos particularmente vestidos de negro. Las muchachas con faldas largas y los muchachos con elegantes y ostentosos atuendos que lucían cual brillantina bajo la luz. Atravesaban la acera en grupo y dialogaban entre ellos con naturalidad.

Podrían ser evangelistas, pensó. Podrían venir de algún evento medio extraño donde el uso del negro fuese obligatorio, o podría ser que les gustara predicar la palabra de alguna deidad de aquella forma. Lo cierto es que no descartó esa posibilidad. Pero era extraño, aun así, que el pueblito de Condina contara con visitantes tan particulares. De pronto, a Mia se le antojaron demasiados como para vivir todos en el mismo sitio.

Soltando comentarios sobre algunos productos costosos y otros no tan costosos, pero insuficientes, Karen Navarro se aproximaba por su espalda. Estaba a punto de continuar con su larga lista de inconformidades, que iban desde la cajera del Minimarket y su falta de sensatez y carisma, y podían o no culminar en los centavos extra que había despilfarrado. Pero también podría mencionar ese producto para la piel tan impecable que Mía no le dejó comprar por ser «igual a todos los que ya tienes en tu tocador» y ser «una compra innecesaria». Y no lo hizo. En cambio, quedó tan confundida por la imagen de los que parecían venir del cementerio que permaneció con sus ojos sobre ellos el tiempo necesario como para comprender la situación.

—Ah —susurró, parpadeando un par de veces—. Los Fisher.

Fue así como lo dijo. Dijo «Los Fisher», pero Mia entendió otra cosa. Mia entendió «La secta» y «el funeral» y «¿qué carajos son los Fisher, para empezar?». Las palabras habían brotado de Karen con tanta indiferencia que el interés de Mia se vio incrementado.

Ellas funcionaban así; lo que ignoraba una, la otra lo atendía. Lo que no hacía sufrir a una, la otra lo sufría. Compensaban entre ellas, sin notarlo, las emociones de las que muchas veces carecían. Y Karen Navarro, por lo general, carecía de cualquier interés hacia cualquier cosa. Y Mia Parrish, por pura inercia, sentía interés por absolutamente todo.

—¿Los Fisher? —repitió Mia, convenciéndose a sí misma de que, en efecto, no eran la «secta» ni «el funeral». A su lado, Karen se hacía con la bolsa de frituras que había comprado en el Minimarket y le ofrecía un par a Mumi, quien, como respuesta, escondió momentáneamente su rostro en el hombro de Mia hasta naturalmente aceptar.

—Sí —afirmó Karen con frituras en la boca—. Son esa familia medio rara que solía vivir en la Casa Embrujada.

Mia no necesitó esconder la terrorífica palabra de la presencia de Mumi. Si bien la niña solo contaba con cinco años y era perfectamente capaz de entender algo como eso, su naturaleza consistía en no prestar atención a las conversaciones ajenas. Mumi sólo atendía lo necesario y lo necesario, con frecuencia, se encontraba entre sus manos. Esa tarde de invierno crudo, de brisa fresca y zanates, Mumi llevaba entre sus manos las frituras.

—¿Qué es eso de La Casa Embrujada? —inquirió Mia Parrish con curiosidad.

—Un destartalo de madera negra, a cinco calles de mi casa —respondió Karen con cierta indiferencia, y le ofreció la bolsa de frituras a Mía, quien, aún absorta en la imagen de la familia Fisher, se negó. Así que la bolsa de frituras continuó su curso hasta parar en Mumi quien, esta vez, accedió con mayor facilidad. Había descubierto que las frituras en realidad eran ricas y que Karen se las ofrecía, así que se hizo con otro puñado.

—¿Y qué hacen todos aquí? —inquirió Mía, captando entre la multitud de ropas negras a un muchacho en particular.

—¿No te enteraste? —Karen habló con la boca llena, así que intentó tragar todo antes de continuar—: El Fisher de en medio murió. Vienen al funeral.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora