•EPILOGO•

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Cuando Demian Fisher despertaba, nunca lo hacía sin experimentar algún tipo de dolor físico

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Cuando Demian Fisher despertaba, nunca lo hacía sin experimentar algún tipo de dolor físico. Bueno, «nunca» es una palabra complicada. «Nunca» es una palabra dura y, desde la perspectiva de un Fisher: tan eventual como imprecisa. Demian prefería decir que, cuando cerraba los ojos, nunca se aseguraba despertar sin ningún tipo de herida húmeda manchando sus sábanas.

Por obra del místico funcionamiento del mundo, Demian acostumbraba a ser embestido por las garras de algún demonio, o por las tristezas de algún fantasma, o por la ira de cualquier ser sobrenatural que encontrara en la violencia una fuente de descargo, y que disfrutara ingresando en sueños ajenos, además.

 Demian Fisher soñaba, y sus sueños no eran tan inocentes como se esperaría de cualquier buen hermano, de cualquier hijo rebelde, o de cualquier chico solitario. 

Sus sueños eran como poco violentos y salvajes.

La muchacha morena, de cabello castaño y largo con la que había soñado hacía un par de días no era exactamente una extraña. Él la conocía bien, desde hacía bastante tiempo, aunque nunca se le ocurrió si quiera pensar que pudiera ser real. Pero no siempre se besaban.

Cuando Demian soñaba su mente lo encaminaba a un bosque nevado y lo estancaba por horas allí. No era un lugar que le gustara demasiado, pero tampoco detestaba la idea de pensarlo. Era simplemente eso; un bosque. 

El verdadero problema era lo que se encontraba dentro de él, y Demian podía ver sus pisadas en la nieve. No siempre eran monstruos descabellados de pieles plomosas y frías y garras grandes. La mayoría de las veces, las heridas podían ser causadas por cualquier sujeto animado capaz de portar un arma. En sus sueños, Demian era el enemigo, y cualquier cosa, siempre, lo atacaba como a un enemigo.

Pero no había un significado profundo allí. No se podían analizar los retazos de lo que quedaba a la mañana siguiente. 

Sus sueños eran eso: sueños. Lo máximo que Demian había logrado desvestir consistía en la obviedad de su contenido: Demian Fisher se odiaba a sí mismo, y su mente lo representaba en imágenes. Esa era la convicción con la que se movió durante años. Se limitaba a tragar somníferos cada noche y rogar la ausencia de cualquier tipo de sueño. 

Con los años había conseguido un par de técnicas, como no mirar la televisión antes de dormir, no utilizar el teléfono, evitar conversaciones profundas o preocupaciones innecesarias. Eso, eventualmente, funcionaba, y lo notaba porque sus heridas aumentaban en momentos de estrés.

No obstante, eso cambió por completo el día que conoció a Mia Parrish, o, al menos, el día que vio a Mia Parrish por primera vez. Adormilada, sufriendo y con las mejillas mojadas por sus lágrimas, ella no había podido notar al muchacho, pero él si la había notado a ella.

Pero ella era algo real. Tangible. Vivo. Brillante. Precioso. Y Demian prefería mantenerse lo más alejado posible de ese sueño hecho carne. Porque desde cualquier perspectiva, Mia Parrish anunciaba poblemas; destrucción y sangre. 

Su sueño tal vez fuera una premonición a los hechos. Una daga afilada, tal vez de plata, atravesando parte de su carne, infundiendo dolor conforme permitía el paso a la sangre.

El cielo vespertino, rojizo y naranja, era vilmente zanjado por una capa de nube espesa y oscura que flotaba sobre ella. Allí, entre el montañoso horizonte y la tormenta, se despedazaba un lienzo de cielo brillante. Era lo único que quedaba a la vista cuando Demian abría la puerta del 66 de Rencor.

Segundos atrás alguien había tocado.

Resultó un sonido particular. Bárbara solía orquestar un anuncio rítmico de tres, uno. Anna se advertía con el tintineo de las llaves sobre la entrada de la puerta. Perla, cuando tenía ganas de respetar la intimidad de la casa y decidía tocar la puerta en lugar de usar su juego de llaves —ese que le había dejado su padre—, tocaba tres veces. 

Danna solía olvidar las llaves en la mesa, por lo que ingresaba por la ventana de la cocina que siempre estaba entreabierta. Caía de bruces al suelo. Un día Demian la encontró poniéndose de pie entre quejidos, y le cuestionó el por qué no accedía a tocar la puerta. «No sabía que estabas aquí» había dicho ella. 

Y por último Hans, que no frecuentaba tanto el 66 de Rencor, solía ensordecer a los habitantes de la casa tocando el timbre una y otra vez.

Ese día, el ritmo había sido de uno, cuatro, uno, uno.

Ningún Fisher aplicaba ese ritmo. Y nadie que no fuera un Fisher ingresaba en el 66 de Rencor.

Demian necesitó torcer la cabeza hacia abajo y ella necesitó torcerla hacia arriba.

—Hola —dijo.

Demian Fisher quedó helado, golpeado, atónito e inútil. 

Su garganta se cerró o tal vez dejó de existir. Sus órganos se retorcieron en su estómago o tal vez dejaron de existir. De pronto se sentía atiborrado y de pronto vagaba con la ausencia física de alguien que pende de sus emociones. 

«Esto es real» se dijo, y luego se lo cuestionó. 

Aquello que provocaba todo ese matorral de emociones sonrió.

Demian sintió que caía por un pozo.

—Soy Mia Parrish.



○•○•○

•EL FIIIINNN• 

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora