La niña rica del pueblo desaparece una noche, mas en la superficie de un río se reconoce su cuerpo, danzando moribundo entre el oleaje.
Desde que nació Danna Fisher escucha que su sangre está maldita, y esa maldición, entre otras cosas, dota a s...
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Llovía, pero aun así Lulú se acomodó en su auto y condujo a la escuela. Para los Brunelli mantener el régimen de calificaciones en su máximo estatuto era de suma importancia y, para su disgusto, Lulú pertenecía a aquella familia de renombre italiano. Y como todo Brunelli que se respetara, debía de asistir además al Instituto Morgan; aquella gótica estructura arquitectónica que tanto llamaba la atención en el pueblito.
Costoso y rimbombante, el instituto Morgan se presentaba en los límites del pueblo como un gran castillo en la Europa renacentista, y sus terrenos colindaban con los bosques del norte. Lulú adoraba ir a la escuela porque allí se sentía a salvo, comprendida y en calma. Pero esa mañana no era una buena mañana para salir. El clima estaba penumbroso y violento. El Mitsubishi-evo, transitando la ruta lateral a los bosques, se veía fuertemente opacado por el agite del viento, que amenazaba con lanzarlo con todas sus fuerzas fuera del camino. Afortunada por sus capacidades como conductora, Lulú se encaminaba en aquel turbulento escenario casi con naturalidad. No le temía al viento, ni a los truenos, ni a la lluvia. Francamente, la energía de ese tipo de climas lograba endulzarle las mañanas.
Pero ese día era veintitrés de julio y las cosas para Lulú no podían salir bien.
Una chica había muerto recientemente en el río Noem. Rubia, alta y bonita y, además, bien conocida por Lulú.
La vio, de soslayo, muy desdibujada en el camino delantero. Casi cerca, aunque en realidad a lo lejos. La muchacha necesitó parpadear unas cuantas veces y entrecerrar sus ojos a través de sus toscos lentes.
¿Esa era Karen?
Mojada, llorando y observando el coche que se encontraba a un par de metros de arrollarla, la estática figura parecía cobrar vida. La conductora precisó unos segundos para notar que, en efecto, no estaba alucinando y, sin más, estancó el pie en el freno de una patada. Lo había hecho en ocasiones, solo que sin el cemento mojado haciendo presión. Las llantas del Mitsubishi tambalearon y se quemaron tras el impulso. El ruido no se hizo esperar y, ante la desestabilización que amenazaba con arrollarlo todo, Lulú necesitó girar el manubrio hacia la izquierda. Las gomas chillaron y su cuerpo se vio agitado. Fueron cuatro eternos segundos que culminaron con el corazoncito bombeando más sangre de lo normal. El Mitsubishi quedó varado en medio del camino, con cuatro preciosas marcas negras sobre el asfalto estirándose detrás.
El silencio le entregó el murmullo de la lluvia sobre el parabrisas. Lulú respiró, agitada, y bajó del coche para revisar debajo de él la posibilidad de haber atropellado a alguien. Como casi siempre a esa hora, no había nadie presentando cara. Solo un largo camino estrecho que se extendía hasta perderse en el bosque, a lo lejos, desdibujando su aspecto a medida que cobraba distancia.
—¿Qué carajos? —murmuró y, por un momento, el sonido de su propia voz se le antojó extraño. Todo estaba tan vacío que su propio dialogo se escuchaba violento. Pero... había visto algo, ¿no?