C•A•P•I•T•U•L•O• 8

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«Fue tu imaginación»

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«Fue tu imaginación»

No.

«Fue tu imaginación».

Sí.

No importaba la luna, cada noche las mantas se arremolinaban entre sus tobillos como si quisieran tragársela. Sus brazos, desorientados, se aproximaban hasta los límites de la cama, faltos de oxígeno, audaces de tanta adrenalina.

La habitación de Lucrecia Brunelli era un desastre; uno inmaculado decorado entre polvo y basura. Toda la elegancia que se plasmaba en Jorgito, se ausentaba en los demás rincones de Lulú de una manera casi impecable. Cualquiera diría —y con «cualquiera» se podría apuntar a cierta entidad femenina adicta al cigarro y la cafeína— que las desalineadas actitudes de Lucrecia dentro de la casa eran producto de la rebeldía. Pero no se trataba de rebeldía, sino de amor. Lucrecia era impecable con las cosas que amaba, y por ello su habitación resultaba un sitio desagradable.

Lulú abrió los ojos. Frente a ella, la oscuridad presentaba franjas. Apenas tres rasguños de luz podían atravesar la celosía de la ventana. Tambaleando, la lámpara de techo se bañaba con ella de vez en cuando. En alguna otra ocasión aquello le habría parecido tremendamente extraño, pero acababa de despertar y su mente desvariaba entre ideas. Lulú no podría haber explicado aquello que estaba soñando, aunque recordaba el rostro de Catherine y la compañía de una sonrisa extraña, quizás ajena a ambas. Pero como cualquier otro sueño, no lo recordaba. Había dejado de recordarlos hacía mucho tiempo, cuando se decidió al fin en abandonar ideas de niña y su mente se paralizó en lo tangible del mundo. Lo demás existía dentro de su cabeza para luego desaparecer.

Se sentó sobre la cama. A pesar de que tan solo llevaba una camiseta holgada, estaba empapada en sudor. Se miró las piernas por un tiempo, dudando internamente su capacidad de retención urinaria, pero terminó descubriendo que, en realidad, estaba acalorada.

Caminó hacia la ventana, rozando objetos con sus dedos, y la abrió de par en par. La noche le entregó el frío que esperaba. Su única amiga se presentaba como una penumbra oscura, de esas que jamás había tenido la oportunidad de ver en otra ocasión. El cielo brillaba con cada estrella, tanto que resultaba conmovedor y avasallante al mismo tiempo. Acababa de despertar y se sentía dormida. Después de un rato de escrutar la copa de los árboles, en busca del límite del cielo y la tierra, descubrió que Condina estaba apagada. Literalmente. En donde antes salpicaban faroles y urbanización, ahora quedaba una bruma extraña. Ante tanta quietud y ausencia, la luna parecía ser la única compañía real.

«¿Sigo dormida?» se preguntó.

Recordaba organizar mentalmente sus tareas antes de dormir. Recordaba su escritorio repleto de tareas a entregar, de ensayos revisados y libros apartados. Aquella era la rutina nocturna que Lucrecia llevaba consigo hacía un año, cuando los sueños y el sueño desaparecieron. Dormía aproximadamente cuatro horas al día y con eso bastaba, aunque por las bolsas en sus ojos se dedujera otra cosa.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora