C•A•P•I•T•U•L•O 34

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Cuando Danna pensó, alegremente, que había podido desprenderse de Lucrecia Brunelli, se encontró con esta en las puertas del 66 de Rencor

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Cuando Danna pensó, alegremente, que había podido desprenderse de Lucrecia Brunelli, se encontró con esta en las puertas del 66 de Rencor. 

El Mitsubishi-evo estaba bien estacionado bajo la sombra del único árbol que había quedado vivo desde los tiempos de antaño en el jardín de la casa. Cuando la observó esperó en silencio una respuesta. De hecho, hasta los mismos zanates, que volaban de un espacio a otro sobre ellas, esperaban una respuesta. 

Era sabido que nadie ajeno a la familia Fisher, con todos sus cables bien conectados, pisaría los terrenos embrujados. Aquella ley formaba parte del acuerdo secreto entre los jóvenes, pero dado que los únicos acuerdos a los que Lucrecia Brunelli accedía eran a los impuestos por su familia, allí se encontraba.

Entre sus manos, cargaba una bolsa de cartón blanca. En su rostro, una sonrisa ensayada.

Danna se recordó su tercer ojo que todo lo veía y le cuestionó si estaba viendo bien.

—Fisher —saludó la recién llegada.

Desde la entrada del 66 de Rencor Danna se rascó la cabeza. Su cabello, que era largo y negro, se revolvió un poco por el viento. Llevaba puesto el pijama, que era celeste y aniñado, y unas pantuflas del Grinch.

—Brunelli —respondió, no con el mismo entusiasmo.

—Quiero que me acompañes a la «caminata».

—¿Qué caminata?

—La que se hará en honor a Karen Navarro, genio.

Danna observó las pintas de Lulú. Tan solo una vez había podido verla sin el uniforme de Morgan, y era sorprendente ver que su aspecto no cambiaba en lo absoluto. De faldas largas y estampadas, botas impermeables y abrigo oscuro rompe vientos, Lucrecia se pintaba como una copia de los estereotipos de su tan aclamado colegio. Danna experimentó el mismo sentimiento que habría sufrido de ver a un profesor usando chanclas en el súper. No era desagradable, pero sí sorprendente.

—¿Crees que sería lo propio? —cuestionó—. Sería un mal presagio que un Fisher esté de visita en un funeral.

—Dijiste que eras su amiga —zanjó Lucrecia.

—Pero sigo siendo una Fisher.

Lulú soltó aire entre los dientes.

—Mira, todo el pueblo irá. Dudo que alguien repare en ti.

—¡DANNA! —exclamó Anna desde la cocina—. ¡¿QUIÉN ES?!

Las pupilas de Danna giraron con dramatismo.

—¡NADIE! —respondió, y después regresó a Lulú, a quien no parecía agradarle mucho el hecho de ser «nadie»—. ¿Y por qué iríamos, en primer lugar?

—¡DANNA! —insistió Anna.

—Pistas —respondió Lulú, y sonrió como si esa razón le bastara para todo.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora