Tiempo y mareas, a nadie esperan - Daphne du Maurier
El Departamento de Pencus era una gran extensión de tierra que parecía no tener ni principio ni final. La pequeña marca que delimitaba el inicio de aquella amistosa delimitación política era apenas una lastimosa diferencia en la estructura de la calle; de pronto cemento y, de pronto, tierra rocosa.
Según lo viajeros, cuando el carro comenzara a dar saltos y zancadas, estabas en Pencus. Nadie prestaba atención al simpático cartel oxidado que especificaba en letras grandes y aparentemente azules: «¡Bienvenidos a Pencus!». Así de abandonado era. Su interior era un salpicadero de pueblitos, algunos más pequeños que otros, enterrados entre montañas, porque Pencus estaba repleto de montañas.
Los viajeros menos experimentados en la materia sufrían grandes bajas de presión y nauseas al rodear y trepar las cumbres por la ruta. Era ocasional ver a alguno vomitando a los pies de la calle, o a un par más bajando en el estacionamiento más cercano para comprar agua y caramelos masticables. Aun así, el paisaje era precioso; la vegetación se expandía a lo lejos ondeando, contrastando su verde color con el azul del cielo.
Condina era un pequeño pueblito en el ojo de Pencus. Sin llegada directa más que una ruta abandonada franqueando el bosque, Condina quedaba ligeramente condenada al abandono social. Y aun así era un pueblito encantador. Olvidado por el resto del país, el resto del continente y el resto del mundo, los habitantes de ese pequeño espacio entre montañas disfrutaban de la tranquilidad que suponía vivir inmersos en el medio de la nada.
Danna también apreciaba Condina, aunque con frecuencia quería largarse de allí en un auto a toda velocidad, gritando, con un refresco en la mano y alguna canción de Queen de fondo. Era una idea que había perdido sentido después del accidente de sus padres.
La llegada de toda la familia Fisher no hizo más que alterar al pueblo. Con apenas un par de habitantes de más, Condina era perfectamente consciente de la familia rara que solía habitar La Casa Embrujada. Como era consciente también de su huesuda vegetación del cierto bosque en el este y la repentina y conflictiva sobrepoblación de zanates. Y claro, ver a toda una muchedumbre rancia caminando por las calles, desprendiendo toda la energía contaminada que cargaban en la sangre, no alegraba a nadie.
Era la «magia de los Fisher».
Así decía su madre.
«Es nuestra energía».
Así decía su padre.
«Estamos malditos».
Ahí combinaban los dos.
Por un lado, los ciudadanos eran atacados por los zanates. Por otro, del otro lado de la acera, franqueaban los Fisher. ¿Qué era peor?
Como sea. Los ancianos se alejaban. Los padres tomaban a sus niños y los apartaban. Los devotos le rezaban a la virgen y otros, se alejaban del camino con premura. De haber algún bebé por la zona, comenzaría a llorar desconsoladamente como el primer día. De haber un espejo pequeño, de esos que las mujeres solían llevar a hurtadillas en el bolso, este se quebraría de pronto. La aguja del tacón se quebraría. Alguna puerta se azotaría. Alguien tropezaría. Cualquier situación mínimamente trágica, la transformaban en un verbo condicional y, sin más, se convertía en una inminente probabilidad.
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DANNA • La chica de la casa embrujada ©
ParanormalLa niña rica del pueblo desaparece una noche, mas en la superficie de un río se reconoce su cuerpo, danzando moribundo entre el oleaje. Desde que nació Danna Fisher escucha que su sangre está maldita, y esa maldición, entre otras cosas, dota a s...