C•A•P•I•T•U•L•O 36

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Desde el momento en que Lulú se presentó frente a su casa, Danna cargó consigo la sensación de que ese día jamás debía de pasar

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Desde el momento en que Lulú se presentó frente a su casa, Danna cargó consigo la sensación de que ese día jamás debía de pasar.

No creía en el destino. Bueno, creía en el futuro predecible, pero no precisamente en la fortuna de una sola persona tallada sobre piedra. Si Danna tenía que admitir la existencia de algo como el destino, asumiría que el mismo se encontraba escrito en un libro, a lápiz, completamente borrable y maleable por sus propias acciones. 

No obstante, eso no descartaba que existieran las acciones correctas y las incorrectas. Las funcionales y las contraproducentes. 

Danna había sentido todo el día que cada detalle; cada segundo, cada movimiento, estaban mal. No se correspondían con el flujo narrativo de esas otras páginas en las que todo salía bien, se correspondían con el otro flujo narrativo; el de las páginas en las que todo culminaba en desastre. 

Estaban tomando las decisiones contraproducentes.

Cuando llegaron al pato, todos depositaron las velas en el suelo y tomaron asiento. A continuación, la directora del colegio público se posicionó frente a ellos dispuesta a dar unas palabras, pero antes de evocarlas, se encontró con la desconsolada figura de Vanesa. Gentilmente la invitó a dar unas palabras, y a todos les revolvió la sensación de que estaba aceptando sólo para complacer a la directora. 

Incluso sentados a la distancia todos podían notar el enrojecimiento de sus ojos, la hinchazón de sus mejillas y el efecto emocional que habían supuesto los últimos días. Recibió unas palmadas de sus amigas y se puso de pie frente a todos, a unos simples pasos del gigantesco pato que presumía un amarillento pico alargado y ojos penetrantes.

Vanesa miró a todos y sin quererlo, Danna pudo entender qué veía en todos ellos.

Nada.

—Mi hermana era una buena persona —pronunció. Quizás porque era lo mas conveniente en un momento así, quizás porque todos estarían de acuerdo con eso, o simplemente su cabeza daba muchas vueltas—. No merecía lo que le pasó.

Entre los presentes se instaló un silencio sepulcral. Materialmente nadie estaba siendo condenado a las profundidades de la tierra, eso sucedería al día siguiente, y aun así todos pudieron imaginarlo en sus cabezas. Divisando hasta el último mechón de cabello rubio siendo cubierto por tierra. El cuerpo desvitalizado y húmedo de Karen Navarro generaba barro, y podían sentir el lodo ensuciando la piel.

Si se trataba de un suicidio, como suponía, entonces todos eran tan culpables como ella.

Pero ellos eran un conjunto de cabezas, allí plantadas por la pena, por la empatía, por el horror de saberse algún día en sus zapatos. Vanesa Navarro era muy consciente de ellos; estaba bastante atenta a sus zapatos. Ninguno portaba los suyos. Y desde su perspectiva, como la única de pie, todos eran cabezas y ojos sin nada que decir, nada que aportar, nada que solucionar.

DANNA • La chica de la casa embrujada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora